Ojo de loca no
se equivoca:
Un extraño
en el paraíso
Por Pedro Lemebel
La Nación, Domingo 24 de Julio de 2005.
La arquitectura moderna arrasa
sin piedad con la memoria de los pobres. Con su monstruosa maquinaria
demoledora, hace polvo el perfil evocado de la cuadra, la casa con
corredor y su mampara, la pieza de alquiler y su colectiva promiscuidad,
donde a pesar de la estrechez, madres solteras, hijastros, padrastros,
tías, madrinas, abuelas y sobrinos allegados, amancebaron la
leva conviviente bajo la luz cagada por moscas de una parda ampolleta.
Como si de un paraguazo nos hubieran borrado el recuerdo,
andamos por ahí, deambulando en un paisaje extraño,
tratando de recuperar la ciudad perdida donde crecimos. La ciudad
amada y odiada en sus rasmillones de clase. La ciudad puta y santa,
desguañangada en sus
tiritones de arrabal huachuchero. La ciudad conflicto y cementada
contradicción que nos enseñó el duro oficio de
creernos habitantes de sus calles resecas de smog y cansancio.
Así, todavía andamos por este mapa tratando de recuperar
los rincones, las esquinas, los barrios Franklin, Matta, Independencia,
Gran Avenida, Estación Central, Mapocho o Vivaceta. Cuadras
antiguas, pero grises en su media suela social, sin la importancia
histórica que las hubiera salvado de la demolición.
Barrios familiares, cercanos al centro, cruzados por cités,
conventillos, almacenes y veredas quebradas, donde las vecinas y los
gatos esperaban la tarde despulgándose al sol.
Barrios como de provincia, enmohecidos por el yodo del orín
en sus murallones de adobe. Cuadras largas con veredas sin jardín,
casas planas, todas iguales, todas de fachada altas y alineadas en
la simpleza de otra urbe menos pretenciosa, pero condenada a la desaparición
por no ostentar los joropos estéticos de la arquitectura clásica
que protege los barrios pudientes. Ese otro Santiago clasista, recuperado,
remozado y afirulado por los urbanistas municipales que preservan
solamente la memoria aristócrata.
Para que el turismo vea esos palacetes sin alma y piense que no siempre
fuimos pobres, que alguna vez Santiago se pareció a Europa,
a París, a Inglaterra en esas cáscaras barrocas, llenas
de ratones, que las cuidan y pintan como porcelanas chinas, porque
allí anidó la crema del 900. El resto, no tiene importancia,
no hay estilo que justifique su conservación.
Por eso la arquitectura moderna arrasa sin piedad con la memoria
de los pobres. Con su monstruosa maquinaria demoledora, hace polvo
el perfil evocado de la cuadra, la casa con corredor y su mampara,
la pieza de alquiler y su colectiva promiscuidad, donde a pesar de
la estrechez, madres solteras, hijastros, padrastros, tías,
madrinas, abuelas y sobrinos allegados, amancebaron la leva conviviente
bajo la luz cagada por moscas de una parda ampolleta.
Ahí, a pesar de la difícil convivencia, los vecinos
celebraban sus ritos festivos del casorio, el santo, el cumpleaños
o el bautizo, para después agarrarse de las mechas, gritándose
la vida en el embriagado amanecer.
Tal vez, este travestismo urbanero que desecha la ciudad ajada como
desperdicio, pretende pavimentar la memoria con plástico y
acrílico para sumirnos en una ciudad sin pasado, eternamente
joven y siempre al instante. Una ciudad donde sus peatones se sienten
caminando en Marte, perdidos en el laberinto de espejos y metales
que levanta triunfal el encatrado económico. Aunque a veces,
en la orfandad de esos paseos por Santiago actual, nos cruza fugaz
un olor, un aire cercano, un confitado dulzor.
Y nos quedamos allí, quietos, sin respirar, como drogados
tratando de no dejar escapar ese momento, reteniendo a la fuerza la
sensación de un espacio conocido. Tal vez, los restos de un
muro, el marco de una puerta tambaleándose a punto de caer.
Quizás, el sabor del aire que tenía una cuadra donde
quisimos quedarnos para siempre, agarrados al árbol en que
escuchamos por primera vez un te quiero. Donde, otra vez, nos quedamos
esperando a ese compañero que nunca llegó a la cita,
o al contacto para sacarlo del país, esos años de gasa
negra. Nos quedamos por un momento en silencio, atrapados en la fragilidad
cristalizada del instante. Como sumergidos bajo una campana de vidrio,
raptados por otra ciudad. Una ciudad lejana, perdida para siempre,
cuando al pasar ese minuto, el estruendo del tráfico la desbarata,
como un castillo de naipes, al cambiar el semáforo.