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Lluvia después de mi caída


Porfirio Mamani Macedo



Lluvia después de mi caída


Para mi hija Alba Ondina Manuela

Cae lluvia mía,
tres días y tres noches,
lluvia mía.
Cae como trueno
sobre los ojos de los desgraciados.
Cae lluvia sobre las calles de París,
por estas que camino,
enlodado hasta mis codos.
Cae para que arrastres en tu piel
la miseria que todos respiramos.
Cae para sentir fresca la mañana.
Cae para que vuelvan a sonar los ríos,
para que se abran las noches,
para que yo vuelva a mirar los ojos de la gente
y mis hombros soporten sin dolor
la pena,
esta cosa que veo en cada pecho,
hoy que camino entre dudas por esta orilla.
Cae humana lluvia
para borrar mis huellas y mi nombre,
para cerrar mis ojos a la historia.
Cae lluvia mía como un recuerdo
no vivido,
como un sueño tanto tiempo ya esperado,
como tierna melodía en este viaje.
Cae lluvia mía para abrazar tu piel
cuando me mojes gota a gota.
Cae para limpiar el aire oscuro,
aquel que brilla detrás de cada puerta.
Cae como una enfurecida ola,
para limpiar mis ojos
y las sombras de mis ojos.
Aquí te espero junto a una piedra,
desde aquí te veré llegar,
como un divino laberinto,
abrazando entre las ramas
las noches que acogieron a mis ojos.
No más oreja ni ojo
en el umbral de mi caída,
ni palabras que me hieran como espadas.
Borrar quisiera las nubes de mis ojos.
Alejar quisiera la pena de los desgraciados.
Allá van como sombras sin destino.
Por allí asoman sus flacos rostros desamados
a la aurora que vuelve a despertar sus ojos.
Seres que del sol vienen huyendo.
Seres que la lluvia acoge como hijos.
Almas que florecerán en alguna parte.
Ríos que irrigarán otros amores olvidados.
Cae lluvia para incendiar mi pecho.
Cae lluvia mía,
tres noches y sus días,
para sentirte cuando duermo
agotado,
sin mirar por la ventana,
el sol que nunca llegará.
Sólo tú, lluvia mía,
conducirás los recuerdos de los desgraciados
por los más estrechos caminos
que te ofrecerá el viento miserable.
No son sólo lágrimas
lo que del cielo nos ofrece la desventura,
es también la pena,
de una voz que nadie escucha.
Pero tú,
lluvia que te posas en mis ojos como un sueño,
lluvia que fecundas la tierra sin dolor,
lluvia, sustento de todo lo que existe,
llévate esta pena como herencia de todo lo vivido.
Lluvia, alma de mis ojos en la noche.
Lluvia, peregrina del desierto,
cae como un rayo en mi camino,
cae y vuelve a caer,
para sentir el olor de la tierra,
para sentir el frescor olvidado de la hierba,
el sonido de cada paso que damos en la duda.
Cae sobre las noches que imploran en secreto,
las voces de los desgraciados,
aquellos que sueñan con un árbol,
aquellos que nunca han sido amados,
aquellos que en la mirada llevan una herida.
Húndete en la piel de cada cosa,
en cada cosa imaginada,
en cada piel meditabunda.
Pero cae sobre los bosques,
sobre los cristales de los bosques
para oírte cuando pases
y humedecer mi rostro en el camino.
Allá van distanciadas
unas de otras las voces de los desgraciados
repitiendo sus nombres en los valles
como lamentos de almas penitentes.
Cae por ellos, lluvia mía
para acompañar su silencio y su dolor
entre tanto ruido
que hace la despiadada gente.
Cae lluvia mía.
Cae como un milagro,
tres días y tres noches,
Lluvia mía.


París: 4/4/01

 

 

 

La palabra

Para mi hija Alba Ondina Manuela

I

Nada es efímero, ni el dolor ni el placer.
Corremos de una puerta a un árbol solitario,
de un puente a una gruta que guarda el tiempo.
Cada mirada es un descubrimiento perfecto.
La lluvia es el sol que ocultan ciertas nubes.
Nuestra palabra es un grito irreversible en la nada.
Escribimos un nombre de alguien que no conocemos.
Oramos en el templo desierto del olvido
y soñamos con Dios encadenado a su dolor.
Somos peregrinos sin fe por el desierto
y dormimos sobre la blanca arena mirando el universo.
Para existir, a veces, inventamos un amigo,
le damos un nombre y con su recuerdo
nos perdemos en un bosque de palabras que se mueven.
Decimos que venimos de otro pueblo y nos confunden
con la lágrima que dejaron los que se fueron.
No conservamos nada del silencio que nos procuró
la suerte, el destino que no deseamos tener jamás.
Como aquel oscuro pasado, sobre la hierba cruzamos
para alcanzar el recuerdo que dejaron los otros peregrinos.
En una calle encontramos la sonrisa de un desconocido,
luego nos sentamos en una piedra para ver
las huellas que sobre la hierba quedan,
y también tu rostro que en la penumbra esperando queda,
amigo, hermano, la palabra que nos salve.


II

Entonces, pienso en la palabra que a todos no libera
del miedo, de la sombra que cerca la memoria,
del aire que se filtra por las rendijas del dolor.

Pienso en la palabra que a todos nos libera
del dolor que encontramos en este valle.

Pienso en la palabra que nos nombra un camino,
aquella que nos muestra la ventana, no el olvido.

Pienso en la palabra que me dio un amigo en la frontera,
aquella que abrigó con un pan todo mi destino.

Pienso en la palabra secreta que a todos
nos espera en alguna parte, desnuda y sola.

Pienso en la palabra que pronunciaron otros hombres,
aquella que abrió las puertas del insomnio.

Pienso en la palabra que me dejaste escrita en un árbol
aquella que ya escribieron otras manos en otros muros.

Pienso en la palabra destinada por otros al olvido,
aquella que me nombra, un ruido, una cosa, una imagen.

Pienso en la palabra que separó las aguas del mar,
aquella que atravesó todo un desierto.

Pienso en la palabra que soñamos
en el fondo de una gruta.

Pienso en la primera palabra que pronunciamos
con dolor, por este camino que nos lleva a alguna parte.

Pienso en la palabra que no pronunciaré un día,
aquella que todo lo nombra, que todo lo revela.

Pienso en la palabra que escribí en una carta
a un desconocido.

Pienso en la palabra que mide el tiempo,
aquella que destruye los caminos como las noches.

Pienso también en la palabra que encontré a orillas de un río,
en aquella que me dio un niño en el alba
para cruzar el ancho día.



III

No era la noche sino la luz
No el pasado sino el camino que faltaba recorrer
Eran sus manos agarrándose de una rama
Eran voces que rodaban de sus labios
Era su larga cabellera que jalaba el viento
No era la noche sino sus ojos en la noche como luces
No era una estrella sino una ventana abierta:
era su voz que llamaba en el centro de un bosque y también
el ruido de sus pasos que sobre la arena iba dando.
Yo la esperaba cada tarde
al pie de este roble que sombrea mi cansado cuerpo.
No era la duda sino su voz que cortaba el viento,
su voz que refrescaba todo mi cuerpo en el desierto.
Pero hoy que quiero verla no la veo
y así, hacia una sombra que se mueve en el camino yo me acerco.
Hundo mis pasos en el polvo que ha soplado el viento,
jalo mi cuerpo como se jala una roca del camino.
No era la noche sino la palabra que inventa el día
para que todo fuera diferente en el huerto prohibido,
para que los niños no miraran en sus manos
el hambre,
la sed que corría como un río por los cuerpo de los desgraciados.
Era otra sombra que ya nadie quería recordar,
el rostro que ya nadie quería recordar.
No era la noche sino el viento que baja o subía al cielo.
Era ella, la palabra, la voz que creo todo el universo
y todas las cosas que en el universo existen.
Era la piedra que en la piedra se formaba.
Eran los mares que impacientes me esperaban.
Eran las flores que miraban nuestros ojos en los prados.
Eran los manantiales que nacían del vientre de la tierra.
No era la noche sino un camino abierto que todos esperaban.
No era el fuego sino la fuente del reposo
allí donde encontraran los desgraciados
agua para lavar sus miserables rostros
que vivieron como huyendo de la vida de los afortunados,
pues nada les dejaron sino olvido, indiferencia y desprecio.
Era la palabra que todo lo guarda y todo lo recuerda.

 


Peregrinos sin nombre

Y no los salvó la noche.
Todo blanco, todo cal, todo fuego.
Van como dormidos
los desgraciados que nacieron
sin estrella, en el hueco de la noche.
Todo buscan, nada encuentran,
en el blanco día.
Van y vienen por los caminos polvorientos,
despintados, rodeados de cactus y de espínos.
Ellos, los desgraciados,
Peregrinos sin nombre,
luchan, deben luchar,
con el aire, su destino.
Buscan asirse de una piedra y caen,
rodan, resbalan por los ojos que los miran,
caer; por los paladares,
por las mandibulas que ya no repiten su nombre.
Y no los salva la noche,
la madrastra noche,
ni los hilos que conducen su nombre,
de oreja a oreja.
Cruzan la piel del día y la costra de la noche,
de la tarde y de los años,
y no son vistos, ni su voz oída.
Habían soñado que vivían,
pero vivían soñando que no soñaban.
Y el tiempo y los días,
en sus manos,
se quedaban deshielados.
Querían lagrimar su sufrimiento,
pero lágrimas no brotaban
de sus ojos negros ;
los vencía el insomnio.
Postrados al camino que seguían,
esperaban una voz,
mas una cruz de piedra los miraba,
y ni voz, ni rasgo en el desierto que lloraba,
por ellos, los Peregrinos sin nombre,
ellos que cruzaban solos, la mar,
la tierra, el túnel,
la mirada nefasta de los otros.
Se quedaban en la puerta, mirando
no una puerta, sino un muro gris,
el rostro, la cara de los otros,
aquellos que paseaban
con su hipócrita mira,
por los pasillos de los edificios.
Las palabras no envuelven su destino,
ni de ellos ni de nadie. Pero
los desgraciados que no tenían voz,
afuera su palabra era viento,
polvo, semilla del desierto.
Era la noche, la madre de sus males,
y las voces que no querían oír estaban en ella,
pegada, arrastrándose,
de bache en bache,
de tronco en tronco,
de sombra a sombra,
enclaustradas, comunicaban las voces negras por un hilo,
para que los desgraciados no entraran,
para que los desgraciados se quedaran afuera,
a comer polvo,
polvo tantas veces ya mordido,
ayer, hoy, por otros desgraciados,
que por este mundo ya pasaron
sin saber sus nombres.
Buscaban la luz y encontraban
abierto el vientre de la noche,
la nada, el vacío, la roca estéril
que se tragaba las palabras,
pues eco de su vientre no salía.
Por los caminos desiertos del olvido
se miraban las manos
colmados de sudor y huesos.
Y sus ojos, marchitados por el sueño,
buscaban más allá del universo de la noche :
la palabra, no el olvido
la fe, no la indiferencia
la luz, no la espada
el silencio, no la cruz
la hierba, no la ceniza.
En silencio horadan su destino,
palpan el agua con su frente
cansada, y recuerdan el camino
ya andado, y no nombran
las heridas
que en el camino les procura
la lengua de los otros.
Peregrinos sin nombre,
extranjeros machacados por el frío,
el aire frío de la gente,
esa que golpea la mirada en la mirada,
la mirada en todo el cuerpo,
y desprecio en la mirada tierna.
Los Peregrinos sin nombre y sin estrellas
en la arena de los días, inocentes,
buscan su pan y su destino.
Pero el hambre les consume los codos,
los gastados codos, los músculos y los rótulos.
Peregrinos sin nombre,
nos los salva la noche,
ni la sombra ni la lluvia,
ni los templos ni la piedra.
Y caminan de perfil,
por las riberas de la vida,
buscando con sus ojos,
un puente, una puerta, una llave,
la voz que se perdió en el desierto.
Deseaban que alguien los llamara,
deseaban recibir el eco de su nombre,
mas la piedra sorda del camino,
no escuchaba, no quería escuchar
sus nombres, ni la voz de un extranjero.
Y estaban solos para gritar sus nombres
entre tanto ruído que de la noche salía,
de los otros, de los afortunados,
ellos que sólo se miraban a sí mismos,
ellos que eran espejo de sí mismos,
allí sus nombres eran huesos del olvido.
Peregrinos sin nombre,
habían borrado sus nombres del banquete,
habían echado sus nombres en un plato a la basura
y no podían encontralos,
y no querían encontralos,
se les había perdido en la basura,
y ustedes, que tanto dieron por sus nombres,
en el banquete sonó vacío, escombro, nada.
Y el viento de la noche,
se posaba duro como un roble en el camino;
querían orar pero la sombra,
la callada sombra,
en la raíz de sus palabras se enredaba.
En un extraño río soñaban
con una puerta, con el ombligo de la puerta,
en un bosque y el dolor crecía por sus venas
como heridas a filo de piedras.
Y los vieron caer antes que vayeran,
y ellos, los otros, los vieron caer, a los Peregrinos sin nombre,
y nadie estiró su mano.
Y cayeron como el carbón al fuego.
Y no los salvó la noche
ni la blanca luna,
y ellos, los afortunados, de perfil les sonreían,
y ellos, los afortunados, decidieron no decirles nada,
y así fueron invisibles, vacío y viento a sus ojos.
Peregrinos sin nombre,
por el largo túnel
de soledades abiertas,
caminan labrando su destino,
solos, rodeados de lluvia y tormento.
Era el recorrido una llaga,
era el recorrido de brasas y fango,
eran las voces de vidrio,
sus pasos de estruendos y lágrimas.
Sus ojos van, cansados de mirar en la noche otros caminos,
otras tiendas, otros valles,
otros mares de lejanos horizontes.
Por allá van solos,
por los caminos,
los Peregrinos sin nombre,
cargados de esperanzas, de sueños y palabras,
buscando la voz que en el desierto mora.

París, 10-11/6/2004

 

 

UN VERANO EN VOZ ALTA

La tierra estaba seca,
y tus ojos no miraban
no querían mirar, el sol,
sino el agua, el río, la lluvia;
pero miraban el sol en el celeste cielo,
el sol que secaba tus labios,
el sol que inundaba de sed los caminos.
Tú buscabas el agua, el aire de afuera,
un arroyo para refrescar tu frente,
para humedecer tus labios.
La tierra estaba seca,
buscabas una ola de mar,
mas una ola del desierto
golpeaba tus ventanas.
Estabas solo en el centro del camino.
Era un sueño,
tal vez un sueño amargo,
y debías caminar limpiándote la frente,
con tus pelos viejos, usados por el viento de la vida.
Caminabas y volvías a caminar,
decías que estabas cerca de tu casa;
pero estabas detrás de tu ventana
y la abrías y la volvías a cerrar.
Estabas afuera, solo,
caminando con tu bastón de cera
y no llovía.
La tierra estaba seca,
herida por un rayo de sol
y su piel era un desierto herido
por él ibas buscando la playa de tus sueños.
Tu casa estaba lejos,
te estabas alejando de la puerta de tu casa,
como un niño abandonado,
como un ciego estirabas tus manos en el aire
y nadie te miraba,
nadie quería mirarte.
Palpando los muros de las casas,
te ibas alejando, solo, de tu casa.
La tierra estaba seca,
y esperabas que alguien te llamara
y tú llamabas, pero nadie,
en el páramo desierto que mora en las ciudades,
escuchaba tu voz, y tu voz regresaba a tus oídos.
Tu casa era un infierno y llorabas, solo.
Recordabas el jardín donde habías jugado,
buscabas los prados, las orillas de los ríos,
los bosques, las sombras,
pero sombras no había en ninguna parte.
Tu voz se iba quedando atrapada
entre las rejas invisibles que la iban oprimiendo.
¿A quién llamabas?¿Tal vez a un hijo,
a un amigo, a un hermano, a quién?
Te doblabas para mirar el suelo, la alfombra,
y no mirabas nada,
sólo el polvo por tus pies rodaba.
Se habían olvidado que existías.
¿Quién podía oírte?
¿Tal vez, un vecino, un pasante, quién?
Nadie.
Regresabas de perfil a tu ventana
y mirabas el sol, el sol sobre la tierra.
Te hubiera gustado ver llover y no llovía,
te hubiera gustado sentir el frescor de la noche,
la noche estaba ahí, pero frescor no había.
La tierra estaba seca,
y tus ojos miraban la tarde, el crepúsculo,
siendo apenas, el alba del día.
Mirabas el armario, el ropero,
mas el espejo sólo retenía tu mirada,
para ver lo que pasaba:
se estaban marchitando tus pelos
se marchitaban de tanto limpiar tu frente.
La tierra estaba seca,
tus manos temblaban en la sombra que ardía:
tu piel, tus ojos, en silencio.
Y tu voz se iba alejando por un túnel,
paso a paso, grito a grito,
en el túnel de la vida.
Estabas solo, como un desgraciado, solo,
habiento tanta gente, estabas solo.
La tierra estaba seca,
y viento no había para refrescar
la mirada lejana que de tus ojos salía,
para vagabundear por el techo de la casa,
detrás de las puertas que no se abrían,
por las puertas abiertas donde no había nadie.
Afuera, hundías tus pasos en el fango del olvido;
adentro, luchabas con el aire que no había.
Abrías puertas y ventanas
y tercamente, el aire no entraba.
Pensabas que se quedaba afuera,
por eso salías al pasillo, a la calle
y no lo encontrabas.
El aire estaba quieto, invisible.
Pero subir y bajar las escaleras,
te hundían en la nada;
querías sobrevivir al grito lejano,
a la caída violenta de la vida.
Se estaba poniendo la noche entre tus ojos
y luchabas contra el ruido que invadió tu casa.
Ibas de un lado a otro
y al medio día te acercabas a la ventana
y mirabas el sol, el sol sobre la tierra.
La tierra estaba seca,
y tus sueños se iban apagando
se escondían en las rendijas de la casa
en los cajones, en los muebles,
en el polvo que iba creciendo con el día.
El soplo extraño llegó a tu cara
como un golpe,
que empujaba los muros de las casas,
que forzaba las puertas y ventanas para entrar,
y después ya no quería salir.
Estabas adentro,
acosado por el aire que golpeaba tu pecho,
que exprimía tu frente,
que hundía sus garras negras
en tu vientre para buscar tu alma.
El aire esta allí, y no quería irse.
De un lado a otro caminabas
y no mirabas nada.
Así, tropezaste con algo fofo
que no miraste.
Era tu perro, tu amigo, tu único amigo;
aquél que siendo cachorro,
encontrarse abandonado en la puerta de una casa.
Te sentaste en la silla y miraste agotado:
¡cómo dormía tu perro!
¡cómo dormía tu gato debajo de la mesa!
Los llamaste con aquella voz de túnel,
esa voz que jamás había salido de tus labios
y volviste a llamarlos,
pero estaban irremediablemente dormidos.
Pensabas que estaban enojados,
que se habían puesto de acuerdo para no moverse.
La tierra estaba seca,
y te estabas durmiendo
pero no debías dormir.
Mojaste tus labios con agua caliente
porque agua fría no llegaba. Nada era fresco.
En el centro de la noche,
pensabas en la lluvia,
en las gotas de la lluvia que resbalaban por los techos.
Te acercaste a la ventana de la noche
y no viste la luz de la casa del vecino,
aquél que siempre dormía con la luz prendida,
aquél que nunca iba de viaje a ninguna parte.
"Al fin se ha ido de viaje", dijiste, eso dijiste.
"Se ha ido a la casa de uno de sus hijos,
por lo menos sus hijos se han acordado de él,
se ha ido de viaje a alguna parte", eso dijiste en voz alta;
pero nadie más que tú oía tu cansada voz
en el desierto oscuro de la ciudad infierno.
Habías ido al parque y en el parque no había nadie.
En el camino no había nadie,
bajo las sombras no había nadie,
sólo palomas que sucumbieron
al aire remoto que tanto las vio volar.
Todo estaba cerrado,
cerrados los corazones,
cerrados los ojos de la gente,
aquella que no quería verte cruzar una calle,
arrastrando tu cuerpo con tu bastón de cera.
Te pegabas a la sombra
y la sombra violenta te expulsaba.
Afuera debías caminar para seguir viviendo.
La tierra estaba seca,
y tu buscabas en los cajones tu nombre,
querías saber quién eras,
querías saber si tenías familia en alguna parte.
Estabas muy lejos de todo
y tenías sed de todo.
El agua fría era caliente,
el aire frío era caliente,
y tus pelos se secaban,
como las hojas de los árboles de afuera.
Las voces y los gritos se fueron apagando,
como las luces que ya no alumbraban,
como los viajeros que ya no volverán jamás.
Y tú no esperabas a nadie,
pero estabas ahí, junto a la ventana,
siempre en alerta,
como si esperaras a alguien,
como si esperaras algo de alguien.
Se terminaba el día,
se terminaba la noche,
y tú estabas ahí,
mirando por un hueco la vida.
Mirabas hacia fuera,
y pensabas que estaba amaneciendo,
pero no cantaban más los pájaros,
aquellos que solían cantar con el alba.
El tiempo era confuso.
Y sentías un olor extraño,
un olor que había entrado a tu casa,
había entrado como un chorro de aire,
por debajo de la puerta.
El olor había entrado y ahora no se iba,
se había fijado en alguna parte de la casa.
Te estabas acostumbrando a vivir con él,
esperando, tal vez, que lloviera,
y lluvia el cielo no anunciaba.
El manto del sol estaba ahí, día y noche,
viéndote por la ventana con un ojo.
Tú mirabas en la noche, el día,
con una plegaria en los ojos.
La tierra estaba seca,
el aire estaba enfermo
y tu voz se había callado para siempre.
La tierra estaba seca,
la tierra estaba triste,
la tierra estaba enferma.
Y tus ojos ya no podrán mirar,
ni el sol, ni la tierra, nada.
Te fuiste navegando en el olvido,
en el río violento del olvido,
aquél que no perdona nada,
aquél que mora en el pecho de la gente.
Ya no podrás decir, ni oír decir nada.
La tierra estaba seca.
La gente estaba ahí,
con su mirada torcida viendo a otra parte.
La tierra estaba seca,
y los niños no lloraban,
y los niños no dormían, no querían dormir.
La tierra estaba seca,
y bajo el cielo,
una nube negra se acercaba.

París, 14-23, enero, 2004

 

 

Porfirio Mamani Macedo ha nacido en Arequipa (Perú) en 1963. Es doctor en Letras en la Universidad de la Sorbona. Se ha graduado también de abogado en la Universidad Católica de Santa María, y ha hecho estudios de Literatura en la Universidad de San Agustín (Arequipa). Ha publicado poemas y cuentos en varias revistas en Europa, Estados Unidos y Canada. Ha publicado entre otros libros : "Ecos de la Memoria" (poesía) Editions Haravi, Lima, Pérou, 1988. "Les Vigies" (cuentos) Editions L'Harmattan, Paris, 1997. "Voz a orillas de un río/Voix sur les rives d'un fleuve" (poesía) Editiones Editinter, 2002. "Le jardin el l'oubli", (novela), Ediciones L'Harmattan, 2002. "Más allá del día/Au-delà du jour" (poemas en prosa), Editiones Editinter, 2000. "Flora Tristan, La paria et la femme Etrangère dans son œuvre", L'Harmattan, 2003.(Ensayo). "Voix au-delà de frontière", L'Harmattan, 2003. "Un été à voix haute", Trident neuf, 2004. Ha enseñado en varias universidades francesas.

 

Porfirio Mamani Macedo
e-mail : pmamanimacedo@yahoo.fr

 

 


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Porfirio Mamani Macedo: Lluvia después de mi caída. (Poesía)