HOMENAJE
Neruda y su Canto general. Algunas referencias elementales
Por
Jaime Quezada
Alforja.
Revista de Poesía N°XXVIII / primavera 2004
I
Hay una reveladora y bien simbólica fotografía que
anda en los álbumes nerudianos testimonialmente por ahí,
con un Pablo Neruda firmando ejemplares del Canto general. Junto a
él los muralistas mexicanos Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros,
firmando también los mismos ejemplares de aquella especial
edición. Es la noche del 3 de abril de 1950 en la ciudad de
México. Rituales y ceremoniosos, alrededor de una mesa iluminada
por un candelabro de altas velas, los tres dadores de poesía
y de arte y de vida entregaban al mundo aquella ferviente y vasta
obra del poeta chileno.
Efectivamente, la primera edición de Canto general,
especial y limitada a 500 ejemplares, con guardas de Diego Rivera
(ilustraciones de una América prehispánica) y David
Alfaro Siqueiros (ilustraciones de una América contemporánea),
se imprimió, sobre papel Malinche de fabricación mexicana,
en los Talleres Gráficos de la Nación, ciudad de México,
1950. A su vez, en Chile, y casi simultáneamente con la publicación
mexicana, una edición clandestina, con pie de imprenta ficticio
(Canto general, Imprenta Juárez, Reforma 75, Ciudad
de México) burlaba las censuras y desventuras contingentes
de la época. La obra, en papel pluma y con ilustraciones y
viñetas del pintor chileno José Venturelli, llevaba
una nota introductoria —“Neruda, poeta y soldado combatiente del pueblo”—
que, a manera de prólogo, firmaba Galo González, entonces
secretario general del Partido Comunista en la clandestinidad.
El magno poema se abría así públicamente hacia
los ríos del canto: “Por fin, soy libre adentro de los seres”,
dirá Neruda en un definitorio verso hacia las estrofas finales
del soberbio libro. Libro común de un hombre, pan abierto en
esta geografía. Esa geografía de su patria de Chile
y de su continente americano. Porque Canto general viene a
ser la primera epopeya moderna fundamentada en una concepción
dialéctica de la historia de los pueblos americanos. El mismo
Neruda, en unas reflexiones nada improvisadas sobre sus trabajos,
formula su declaración de principios en torno a este cíclico
gran texto:
En la soledad y aislamiento en que vivía y asistido por el
propósito de dar una gran unidad al mundo que yo quería
expresar, escribí mi libro más ferviente y más
vasto: el Canto general. Este libro fue la coronación
de mi tentativa ambiciosa. Es extenso como un buen fragmento del tiempo
y en él hay sombra y luz a la vez, porque yo me proponía
que abarcara el espacio mayor en que se mueven, crean, trabajan y
perecen las vidas y los pueblos.
II
En 1950, al publicarse originalmente Canto general, Neruda
no tiene todavía medio siglo de residencia en la Tierra, aunque
él fecha su canto: “Hoy 5 de febrero, en este año de
1949, en Chile, en Godomar de Chena, algunos meses antes de los cuarenta
y cinco años de mi edad.” Pero había ya en Neruda una
sorprendente, trascendente e intensa obra que le daba meritoriamente
nombre, presencia y proyección en la literatura poética
del continente y del mundo. Desde su inicial Crepusculario
(1923), ese bello y casi secreto libro de desaliento adolescente y
de fragancia de lilas conventuales, a Residencia en la Tierra
(1935), otro fundamental libro que tipifica un singular y único
lenguaje, una manera de escribir en sus arrobamientos existenciales
y metafísicos, libro hito en la poesía universal y contemporánea.
Y desde sus Veinte poemas de amor y una canción desesperada
(1924), poema cumbre y paradigmático en su universalidad de
amor, a España en el corazón (1937), libro tan
dramático como veraz, tan descarnado como denunciante de la
guerra fratricida de España.
Con este último libro —España en el corazón—,
Neruda asume su deber de poeta de utilidad pública. Es decir,
de puro poeta, “porque la poesía tuvo siempre la pureza del
agua o del fuego que lavan o queman”, como él mismo dice. Al
entregar ahora su memorable himno a las glorias del pueblo en la guerra,
el poeta tiene una visión diferente del mundo. El mundo ha
cambiado y su poesía también. Aunque lo que ha ocurrido,
en verdad, es una evolución, un evidente desarrollo de su poesía
latente desde sus temas primeros. “Cuando la tierra florece, el pueblo
respira libertad, los poetas cantan y muestran el camino”, escribirá
después en su Viaje al corazón de Quevedo (1947).
O sea, al fondo del pozo de la historia.
Aquel contacto tan intenso y vivencial con la España que se
vivió en la década del treinta (años 34 al 37),
con su corazón quemante y estrellado, lo había fortificado
y madurado, entregándose a su trabajo poético con más
devoción y fuerza. El subjetivismo romántico y melancólico
de sus poemas de amor (preguntaréis ¿y dónde
están las lilas?) o el patetismo doloroso y angustiante
de sus Residencias (y su metafísica cubierta de amapolas?)
tocaban a su fin, al menos en sus intenciones oficiosas. Neruda se
preguntará entonces: “¿Puede la poesía servir
a nuestros semejantes? ¿Puede acompañar las luchas de
los hombres?” Y se responderá a sí mismo, en un yo plural
hacia todos: “Me pareció encontrar una veta enterrada, no bajo
las rocas subterráneas, sino bajo las hojas de los libros.
Yo había caminado bastante por el terreno de lo irracional
y de lo negativo. Debía detenerme y buscar el camino del humanismo,
desterrado de la literatura contemporánea, pero enraizado profundamente
a las aspiraciones del ser humano. Comencé a trabajar en mi
Canto general.”
Frases más o menos semejantes, y en una actitud de cabal compromiso
con su vida y con su obra, dirá también Neruda al clausurar
el Congreso de la Paz, celebrado en la ciudad de México (agosto
de 1949) y al que asistían escritores, artistas, científicos
e intelectuales de todo el mundo. En su discurso, Neruda se refirió
no sólo a los deberes del escritor frente al peligro de guerra
que amenazaba a la humanidad, sino también condenaba, “por
escapista”, la moda literaria “existencialista” que irrumpía
en la literatura de esos días. Neruda llegaba, incluso, a enjuiciar
su propia obra anterior a 1936: “Ninguna de aquellas páginas
llevaba en sí el metal necesario a las reconstrucciones; ninguno
de mis cantos traía la salud y el pan necesario. Y renuncié
a ellas.”
Un bienvenido Neruda asistía a aquel Congreso mexicano como
un “aparecido” después de varias vueltas de exilio y de errancia
por países de la Europa del Este, de Francia, y muy lejos de
su patria natal de Chile, país que en febrero de 1949 dejó
atrás al cruzar la cordillera de Los Andes por la región
sur-austral del territorio entre avatares y circunstancias políticas
de la época. Y después, también, de haber concluido
su ambicioso y épico libro: “Aquí dejo mi Canto general,
escrito en la persecución, cantando bajo las alas clandestinas
de mi patria.”
III
Durante la década 1940-1950 Neruda mismo es la historia. Ya
no puede vivir sino en su patria. Necesita poner los pies, las manos
y el oído en ella. Necesita sentir la circulación desus
aguas y de sus sombras. Necesita sentir cómo sus raíces
buscan en ella las sustancias maternas. Este redescubrimiento de la
patria le llevará diez años de escribir su Canto
general, una de sus obras más marcadamente importantes.
Y que tiene una fecha y un hito referencial: México, 1950.
Antes, el año 1945, había sido elegido senador de la
República. Representaba en el poder legislativo a las provincias
chilenas nortinas de Tarapacá y Antofagasta, regiones de desierto
y de salitre: “Yo traía la arena, la pampa gris, la Luna ancha
y hostil de aquellas soledades, la noche del minero.” No sólo
lírica poesía, entonces; dramáticas realidades
también en sus tareas de senador del pueblo. Era dura la patria
allí como antes: “Hermano Pablo, no hay agua, no ha llovido.
Nuestras vacas han muerto arriba en la cordillera” (Las flores
de Punitaqui).
En el verano de 1948, después de un histórico y lapidario
discurso —su Yo acuso—, leído en una sesión del
Senado, al que se agregaba antes su escrito-arenga Carta íntima
para millones de hombres, Neruda se hará autor, para el
gobierno de la República de la época, de delito de lesa
patria, o reo por injurias y calumnias contra el presidente Gabriel
González Videla (mandatario radical, elegido un par de años
antes con gran apoyo de votos comunistas y con un Neruda como jefe
de campaña y el slogan de “El pueblo te llama Gabriel”, y que
andado el tiempo violentaría sus lealtades y compromisos gobiernistas
y partidarios). Desde febrero de ese año, ya desaforado por
los tribunales de justicia de su investidura de senador, Neruda vivirá
clandestinamente, oculto de casa en casa, prófugo y fugitivo,
y luego saliendo al destierro semejante al protagonista de su propia
novela —El habitante y su esperanza— que había escrito
en 1926: “Yo escogí la huida a través de
pueblos lluviosos, con la desesperación de salir de ninguna
parte y llegar allí mismo.” Al recibir el Premio Nobel de Literatura
1971 (“por una poesía que con la potencia de una fuerza natural
hace revivir los sueños y los destinos de un continente”),
Neruda recordará, en su discurso ante el rey de Suecia, Gustavo
Adolfo, ese episodio errante y clandestino de su vida. Tal era la
importancia que le daría a la gestación de su Canto
general que canta, precisamente, a ese continente de la América
en sus sueños y destinos.
En esa intranquilizadora vida clandestina del poeta, que no se sabe
cuándo va a terminar, Neruda escribirá, texto a texto,
gran parte de su Canto, que vino gestándose y planeándose
cuidadosa y documentadamente por su autor. Cuenta Neruda:
Siempre estuve buscando tiempo para escribir el libro. Para escapar
a la persecución no podía salir de un cuarto y debía
cambiar de sitio muy a menudo. Desde el primer momento comprendí
que había llegado la hora de escribir mi libro. Fui estudiando
los temas, disponiendo los capítulos y no dejé de escribir
sino para cambiar de refugio. Los capítulos que escribía
eran llevados inmediatamente y copiados a máquina. Había
el peligro de que si se descubrían se perdieran los originales.
Así pudo irse preservando este libro. Me hicieron también
una copia especial que pude llevarme en mi viaje. Así crucé
la cordillera, a caballo, sin más ropa que la puesta, con mi
buen librote y dos botellas de vino en las alforjas.
Así, ese “buen librote”, ese libro que llevaba en su cartapacio
un título falso de Risas y lágrimas (“no le quedaba
mal el título”, dirá Neruda después), iba a ser
nada menos que Canto general de Chile y luego, definitiva y
simplemente, Canto general, en una definición tutelar
de identidades patrias y americanas: “Muy pronto me sentí complicado
porque las raíces de todos los chilenos se extendían
debajo de la tierra y salían en otros territorios. O’Higgins
tenía raíces en Miranda. Lautaro se emparentaba con
Cuauhtémoc. La alfarería de Oaxaca tenía el mismo
fulgor negro de las gredas de Quinchamalí en Chillán
de Chile.” De ahí entonces que la obra toda —“mi libro más
importante”, confiesa el autor— se despliega a través de sus
15 capítulos en la creación o comienzo del mundo americano
(La lámpara en la Tierra) con sus ríos, cordilleras
y pampas planetarias a un Yo soy, hacia las páginas finales
en ese yo plural de tantos y de todos: “No me siento solo en la noche,
soy
pueblo.”
IV
En Canto general Neruda funda la realidad poética de un continente
en su historia, en su testimonio, en su documento. Epopeya moderna
en la emancipación de los pueblos americanos. Crónica
toda, también, a la manera de los grandes cronistas de otros
tiempos. El mismo Neruda lo reafirmaba al hablar de sus libros en
la Biblioteca Nacional de Santiago de Chile (1964): “El poeta debe
ser, parcialmente, el cronista de su época. La crónica
no debe ser quintaesenciada, ni refinada, ni cultivista. Debe ser
pedregosa, polvorienta, lluviosa y cotidiana. Debe tener la huella
miserable de los días inútiles y las execraciones y
lamentaciones del hombre.” Cierto. Mucho de fundadas execraciones
y lamentaciones del hombre hay aquí, en la tierra que se llama
Juan, que se llama pampa, que se llama hombre del nitrato. Y, a su
vez, cuántas frases-versos y nombres estigmatizadores caen
como lingotes ardiendo y que bien se definen en estos certeros decires:
“Es dura la verdad como un arado. Pero mi palabra está viva,
y mi libre corazón acusa.”
De esa dura verdad y de ese libre corazón devienen los vastos
registros del poema en el lírico, épico, oratorio, epopéyico,
libertario, íntimo y plural tono de su canto. De la biografía
personal del poeta a la biografía de todos, de las selvas australes
a las alturas y testimonios precolombinos (¡Sube a nacer
conmigo, hermano!), de los libertadores a los ríos del
canto, de la cueca de Manuel Rodríguez a la música de
Tata Nacho en el corrido a Emiliano Zapata: Borrachita me voy hacia
la capital. Que si habrá de llorar pa’ qué volver.
De la historia sin mito de los pueblos totales a esa “unidad de mundo
y de manos congregadas” que proclama tutelarmente el autor. Y, en
fin, Neruda entra en Canto general, y en lo más meridiano
y vigente y medular del siglo XX a remirar y a convivir con un país
(Chile) y con un continente (América). Un revisar, con sentido
de pretérito y de porvenir su historia: desde la paz del búfalo
hasta las azotadas arenas de la tierra final. Su Amor América,
en definitiva.
Aquí me quedo
con palabras y pueblos y caminos
que me esperan de nuevo, y que golpean
con manos consteladas en mi puerta.