Rara vez un país tan chico como Chile ha tenido un poeta tan
incuestionablemente grande como Neruda, construido, sin embargo, de
su misma materia, e incluso, de alguna manera, hecho a su medida.
El trece de este mes, de haber vivido, hubiera celebrado sus setenta
y cinco años y uno se imagina una fiesta de cumpleaños
como sólo él sabía darlas: con globos y sombreros
de papel, regalos, sorpresas, prestidigitadores y serpentinas como
las fiestas de esos niños privilegiados que él no fue,
pero que, consciente de que toda celebración es pura invención,
más
tarde se las prodigó bulliciosa y alegremente, regadas con
los vinos pipeños de Chile, o con los nobles vinos franceses
que era experto en catar.
Pienso que este Baco de las celebraciones, a quien conocí gordo
y maduro y risueño, había sido al llegar de su nativo
Temuco sureño a Santiago, un muchacho flaco y sombrío,
siempre vestido de negro porque iba enlutado por el dolor del mundo,
disfrazado de sí mismo con el chambergo y la capa de los poetas,
tal como lo ha inmortalizado la fotografía de Sauré.
Sabemos mucho del Temuco de donde venía por sus recuerdos y
poemas, pero ese Temuco de los araucanos y de la sinfonía de
goteras cayendo en los distintos recipientes colocados en el suelo
de su pobre casa no consiguió proyección más
que porque la imaginación de Neruda lo recogió. Su relación
tan extraordinariamente amable con el mundo de lo humildemente cotidiano
lo hizo explorador y descubridor en ese ambiente, el Livingston de
las gredas de Quinchamalí y de Pomaire, el Scott de los chamantos,
el Speke del cilantro y el pebre, y una vez descubiertos y engarzados
en su poesía, estos objetos que para nosotros eran ignorados
hasta que él los señalara, se transformaron en los mitos
que nos fueron definiendo. En mi juventud, como casi todos los escritores
chilenos de mi generación, yo viví borracho de Neruda.
Hoy, sé que cierta juventud habla de un igualamiento suyo con
otros astros de la poesía chilena, Vicente Huidobro, Gabriela
Mistral, a quienes la inmensa reputación de Neruda, lanzó
a la sombra: pero la verdad es que ninguno de estos nos hizo mella,
ninguno nos impulsó a reconocer en el modesto mundo que nos
rodeaba, equivalencias con lo que otros países del continente
tenían y nosotros no: razas y ruinas, códigos y virreinatos.
Después que Neruda canonizó a la paloma de greda de
Pomaire se terminaron nuestros complejos de inferioridad, y los nombres
de nuestros pájaros y árboles -loica, patagua- y de
nuestros sitios -Puerto Saavedra, Lago Budi- antes ignorados, se instauraron
en nuestra imaginación como presencias áureas.
Yo, lector apenas más que adolescente de Neruda -mucho antes
de conocerlo personalmente- le seguí la pista a través
de sus versos hasta Temuco, hasta Puerto Saavedra, hasta el Lago Budi,
hasta los islotes de piedra negra desmembrados de la costa que se
divisan hirvientes de lobos marinos, hasta los primigenios bosques
de patagua, hasta los mercados de vendedoras indias, hasta el río
Imperial con la reiteración de sus muelles de madera en que
se detenía el vaporetto repleto de campesinos con niños
y gallinas: desde esos muelles el joven Neruda había contemplado
los atardeceres reflejados en su primer libro. Y en ese largo verano
solitario de tres meses que pasé en Puerto Saavedra, población
de 300 habitantes en la desembocadura del río Imperial, recorriendo
solo y a caballo toda la zona, viviendo en una casa de pescadores
situada en un banco de arena en el estuario, escribí los cuentos
para el primer libro que osé publicar, protegido por el ala
de Neruda que ya había sacralizado esos lugares.
Porque Neruda ha sido, entre muchas otras cosas, un descubridor de
sitios, un inventor de casas, un niño enamorado de juguetes,
un inaugurador de mitologías. Con su voz gangosa y pausada
-hoy no puedo leer sus versos sin oirla repitiéndolos junto
a mi oído- pronunciaba los modestos, misteriosos nombres chilenos
de sitios que conocíamos y que no conocíamos, pero que
pronunciados por él eran distintos, y a uno le urgía
ir, de nuevo, a Chena, donde había ido mil veces, o a Pomaire,
para comprobar en qué los había transformado para nuestra
imaginación la palabra y la dicción nerudiana. No le
gustaba hablar de literatura -en realidad rehuía a la gente
que lo llevaba a ese campo-, pero sí de objetos, de antigüedades
o curiosidades compradas en el Mercado de las Pulgas, en el Rastro,
en Portobello, en Porta Portese, sitios de los cuales era asiduo.
Y sus casas -sus increíbles casas nerudianas atestadas de colecciones
y objetos que su ojo descubría en los mercados del mundo
para rodearse de ellas como un niño pobre logra por fin rodearse
de juguetes- aunque de gusto por lo menos discutibles, eran como una
aventura en lo anecdótico de todo lo que lo rodeaba: las colecciones
de botellas azules en forma de mano, de pierrot, de mazorca, de rascacielos,
los libros curiosos, los mascarones de proa, las conchas. Cuando Julian
Huxley, el biólogo inglés, viajó a Chile para
dar un ciclo de conferencias, preguntó tímidamente si
alguien conocía a un malacólogo chileno de apellido
Neruda. Le dijeron que existía un poeta Neruda -que Huxley
no conocía- pero nada de malacólogo. Un día llevaron
a Huxley a la casa de Neruda, adornada con su fabulosa colección
de conchas que para los expertos como Huxley le daba más prestigio
que sus poemas, como quien lleva a un turista distinguido a conocer
las glorias nacionales. Sólo allí Huxley cayó
en cuenta que el Neruda poeta y el Neruda malacólogo eran una
y la misma persona y se pasaron el resto de la permanencia de Huxley
en Chile hablando de conchas.
En todo caso, resulta imposible no seguirle los pasos a Neruda: es
como si su tránsito fuera dejando huellas, marcando objetos
para recogerlos, senderos que su paso sacralizaba y era necesario
seguir. Cuando se trató de aislarme para escribir la segunda
mitad de Coronación -unos tres años después
de Puerto Saavedra- mi impulso inmediato fue buscar un sitio nerudiano.
Ya conocía a Neruda, pero no era amigo suyo: en realidad nos
unía el afecto, pero nunca podré decir que fui su íntimo.
Sin embargo el exterior mismo de Neruda no era nunca completamente
exterior, ni el interior todo interior: al tomar algo de Neruda uno
siempre tomaba algo de los dos. Me dirigí, entonces, a la Isla
Negra, que no es ni isla ni negra, sino un pequeño balneario
en la costa de Santiago, sacralizado por él. Allí busqué
una casa, no en el pueblo sino en el campo cercano, una casa de pescadores
otra vez, y en un cuarto lleno de sacos de patatas, con una puerta-ventana
que se abría a un corredor circundado de pinos marítimos
y mirando el mar que rompía en las negras rocas, de abajo,
en seis meses terminé mi primera novela, Coronación.
La comida de los pescadores era pobre: Neruda me mandaba a llamar
para que, con frecuencia, compartiera su mesa; los pescadores no tenían
baño: me facilitaba el suyo para que me fuera a duchar cuantas
veces quisiera; me sabía voluntariamente aislado, pero me invitaba
los domingos en la mañana, cuando su casa congregaba a visitantes
de Santiago y del extranjero que llenaban el salón. Era una
habitación curiosa, con una gran ventana apaisada, varios niveles,
construida alrededor de una roca que ocupaba todo un extremo del espacio,
y una chimenea que recuerdo siempre ardiendo, y repleta de objetos
nerudianos relacionados con el mar: conchas y mascarones y faroles,
telescopios y cuadrantes. Eran reuniones livianas, alegres, pobladas
de mujeres guapas, de hombres que pese a ser de letras o de política
hablaban de pesca y plantaciones o viajes. Nada le gustaba tanto a
Neruda como hablar de sus amigos o de otros tiempos, de Acario Cotapos
-un mito chileno que, por lo menos para mí, carece de todo
interés menos cuando está iluminado por la antorcha
de la imaginación de Neruda que lo transfigura-, de los inolvidables
amigos de España, de Federico, sobre todo, y de otros, algunos
chilenos que ni los chilenos que llenaban la habitación sabían
quiénes eran, como el novelista Juan Emar, por ejemplo. En
medio de una de esas reuniones, con el bravío y fragante Pacífico
azotando las rocas de abajo y a veces bañando la ventana de
agua salina y la sala llena de vino y de risa, Neruda se sentó
a un extremo de la mesa del comedor y con su estilográfica
escribió con tinta verde en papel, toda una oda, que no nos
leyó. Simplemente se la guardó para corregirla más
tarde. Espero que, en esos quince minutos de estro que lo visitaron
en mi presencia haya escrito La oda a la cebolla, que es mi
preferida entre las Odas Elementales, entre un vaso de vino
pipeño y un plato de erizos con cebollas y cilantro.
Siguiendo la ruta nerudiana -las casas de Neruda, los juguetes de
Neruda, las predilecciones de Neruda, se podría llenar un volumen
con las cosas que nos ha enseñado a ver- lo reencuentro en
París, de embajador de Salvador Allende, en el Palacio de la
Rue de la Motte-Picquet. Cuando supo que Edittions du Seuil
publicaba la traducción francesa de mi novela, El obsceno
pájaro de la noche, y que yo no tenía dinero para
viajar a Francia, me puso un telegrama: "Tienes reservadas
habitaciones en Hotel Neruda por el tiempo que quieras. Trae a María
Pilar". Lo último, porque era particularmente afectuoso
con mi mujer, siempre la llamaba para que se sentara a su lado, gozaba
viéndola bailar, y al verla no dejaba de repetirle: "Bailas
con una llama que te viene del infierno. Una mujer que baila como
tú, es de mi raza". Y el palacio francés se
había transformado en otra casa nerudiana más: los libros
comprados en el Mercado de las Pulgas -golpeaba mi puerta en la mañana
de los domingos, diciendo: "Pepe, levántate y vamos a
Las Pulgas", y yo lo acompañaba en estas increíbles
aventuras- desde esferas de plástico transparente hasta nuevos
mascarones de proa, hasta un león de peluche, con gran melena,
que estaba siempre tirado en el suelo y a quien Matilde, su mujer,
con frecuencia peinaba. Fue en ese salón Luis XV transformado
por su parte en una especie de sucursal de la Isla Negra, que cenamos
una vez con Volodia Teitelboim y Cademartori, en los momentos más
negros de la UP. Se habló, entonces, de los chilenos cosmopolitas,
expatriados, de la falta que hacían en Chile en ese momento.
Neruda, sin contestar, le pidió a Matilde que fuera a la biblioteca
y sacara un volumen recién editado en Chile, una novelita de
su amigo Juan Emar, con prólogo suyo. Y lo leyó en voz
alta: era una defensa, insospechada aunque lógica, del escritor
expatriado, del latinoamericano europeizado, que si es buen escritor
nunca deja de ser chileno: era el poeta, el gran escritor, el que
viene de vuelta de todos los dogmas, defendiendo la posición
extranjerizante de un escritor más joven que él, la
mía, ante el autoritarismo de los partidos dogmáticos.
Esa noche fue la última vez que lo vi porque partí al
día siguiente y poco después, ya muy enfermo sin que
nosotros lo supiéramos, partió a Chile donde no mucho
después murió. Pero no. Recapitulo. No partió
poco después: tuvo tiempo aún para celebrar un bullicioso
cumpleaños -sus setenta años- con magia y gorros y globos
y viejos amigos, en una propiedad de campo fuera de París.
Y después de esa fiesta viajó a Chile y a la muerte.