PASEO OTOÑAL
Juan Ignacio
Colil Abricot
de "8cho Relatos" (2003)
Premios Municipal de Literatura 2004 (mención cuento)
Premio Alerce 2003 de la SECH.
Santiago en otoño se vuelve gris. El gris avanza desde el
centro de la ciudad hacia los bordes donde las cuadras ordenadas de
casas y departamentos se pierden en caminos polvorientos de campo.
El gris cubre el cielo y corre por las calles, trepa por los edificios
grises que apenas se dan cuenta de su presencia. El gris continua
con su marcha, sin descanso, como si fuera un animal enfermo, acorralado,
que lo único que le queda es correr y correr. El gris se aprovecha
de los transeúntes, los acompaña en sus vidas desde
la mañana a la noche como si fuera un fantasma, vive con ellos
en sus casas, se sienta en sus mesas, y duerme en sus camas, arrinconándose
en los sueños, y escapándose entre los ronquidos. El
gris se deja llevar, como si fuera un juguete, o un pequeño
cachorro, por los escolares que marchan temprano, ignorantes de llevar
aquella pesada carga en sus espaldas. El gris corre a través
de calles antiguas, adoquinadas, que aún conservan los rieles
de los desaparecidos tranvías. Se desplaza por avenidas más
amplias deteniéndose en algunas iglesias y parques. La iglesia
de los Sacramentinos, la de San Alfonso, la de Santa Gemita, se cubren
de cenizas al paso del gris. Templos grisáceos que funden sus
agujas, cúpulas y cruces con un cielo denso, impenetrable.
El gris de Santiago se expande hasta las últimas barriadas,
las más lejanas y las más olvidadas, las poblaciones
que cuelgan del mapa aferrándose a Santiago como aquellos seres
marinos provistos de ventosas que se adhieren a las rocas o a otros
seres. Así crecen las poblaciones en las cuales no existen
grandes templos ni basílicas, sino pequeñas capillas
y templos evangélicos donde se refugian algunos creyentes.
Santiago respira y exhala gris, salvo aquella joven que pasea ¿Tendrá
veinte o veinticinco años? Su rostro es joven, pero hay algo
que la envejece. Su movimiento es irregular, se mueve en la ciudad
como si buscara la salida de un laberinto. Avanza hacia el norte,
dobla a la izquierda y continua su marcha, cruza la calle y retrocede,
vuelve a doblar por donde antes lo había hecho, llega a la
misma calle de la cual salió hace un rato. Avanza insegura
sobre el gris. Desde lejos no se pueden apreciar bien sus ojos, pero
hay un gesto en sus facciones que la hacen ver, desde la distancia,
preocupada, insegura, como si buscara algo o a alguien en las calles.
Pero la calle está desierta, sólo unos niños
juegan a la pelota rompiendo el silencio de aquellas horas, y una
mueblería, según dice un letrero descolorido, tiene
su cortina levantada en espera de clientes. Ella pasa frente a los
niños, que la ignoran y frente a los mueblistas, o debiera
decir muebleros, que la siguen con la mirada y le lanzan un piropo.
Ella algo alcanza a escuchar, pero prefiere no tratar de recomponer
las palabras que le han arrojado y las deja pasar, sabe que no pierde
nada. Viste con sencillez, pero con cuidado. Existe en su ropa cierta
armonía en los colores, como si el gris no hubiese reparado
en ella o como si no hubiese podido colgarse de su aroma. Una bufanda
protege su cuello de las inclemencias del gris otoño. Sus hombros
delgados, reciben a su pelo suelto y negro como negros son sus zapatos
que pisan la vereda gris y las hojas de plátanos orientales
que han caído durante las primeras horas de la mañana.
Repasa mentalmente las indicaciones y mira su reloj. Confirma su atraso
y eso la impacienta. Cuenta las cuadras que ha caminado desde que
bajó del micro. Las vuelve a contar y recuerda los nombres
de las calles por las que ha pasado. Doctor Johow, Eduardo Castillo,
Brown Sur, Dublé Almeida. Difícil tarea la de bautizar
calles, piensa y acelera el tranco levantado una suave corriente de
aire con sus pisadas que provoca que las hojas caídas se levanten
un instante fugaz antes de volver a caer para siempre. Ya no le falta
nada y es cosa de segundos para calmar los nervios que la están
matando, se miente de esa forma para no herir su orgullo, sabe que
seguirá nerviosa cuando llegué al lugar, y después
cuando se vaya, y más tarde cuando duerma acurrucada, transformada
en un ovillo tibio, pequeño, frágil, y cuando intente
despertar y cuando se duche por la mañana para que el agua
se lleve los restos del sueño y trate infructuosamente de espantar
sus temores. Sabe que no lo logrará, que todo seguirá
igual durante mucho tiempo, pero qué significa mucho tiempo,
serán horas, días , semanas o un montón de meses
o años arrumbados en una esquina de su memoria.
No quiere pensar en sus nervios ni tampoco en el tiempo, opta por
concentrarse en su futuro inmediato. Finalmente ingresa en su campo
de visión lo que esperaba, una Fuente de Soda a unos cuantos
metros, es su objetivo. No apresura su marcha y trata de mantener
bajo control su ritmo cardíaco, quisiera mirar hacia atrás
y comprobar por enésima vez que nadie la ha seguido, pero eso
tal vez la desenmascare, así que avanza confiada mientras tararea
la canción de Nino Bravo que suena en todas las radios y en
todos los canales. Ingresa al local que esta casi vacío, un
par de garzones conversan apoyados en la barra, mientras limpian unas
conchas de locos, que hacen las veces de ceniceros. En las paredes
una inmensa fotografía de un primaveral paisaje extranjero
la hace olvidar, por un segundo, el gris de Santiago. Más allá
un calendario con la imagen de Fabianni gritando un gol la saluda.
Se acomoda en una mesa cercana a la ventana, dos mesas más
allá un hombre le da la espalda, ha de ser Octavio, piensa
como no queriendo pensarlo y lo mira de reojo sin querer verlo. Sabe
que es él, no necesita confirmarlo. Un garzón joven
se le acerca y le ofrece tomarle el pedido, qué se va a servir
la señorita, dice muy compuesto, tratando a aparecer más
elegante de lo que puede, ella se sobresalta pero maneja la situación
como una actriz avezada, con una mano se ordena el cabello y así
distrae la atención del mozo que se fija en el movimiento que
ella realiza, después de un momento de cavilaciones ella le
pide un refresco y ocupa esa palabra a sabiendas que sólo se
utiliza en las películas o en cierta literatura, el mozo la
mira con cara de pregunta, entonces ella le traduce según las
tradiciones de la ciudad, me gustaría un jugo de piña,
le dice y sonríe. El mozo se retira y ella vuelve a buscar
con la mirada la espalda de Octavio, pero ya no lo ve, se desconcierta
por un instante, pero vuelve a la tranquilidad cuando ve en el suelo
al lado de la silla que ocupaba Octavio, un pequeño bolso oscuro,
por eso ha venido, piensa mientas se levanta y lo recoge con naturalidad,
consciente de que nadie la observa. Le gustaría abrirlo, pero
sería pasar a llevar la confianza, lo levanta y trata de calcularle
el peso, como si ella supiera de esas cosas, serán dos o tres
kilos, se dice poco segura de sus conjeturas. En definitiva ella es
sólo una mensajera y no debe hacerse preguntas. El garzón
le ha servido el jugo y ella lo bebe lentamente saboreando la textura
de la piña que se ha logrado filtrar hasta aquel brebaje. Sabe
que Octavio ya se ha alejado algunas cuadras y que en ese minuto debe
ir contando los metros que ha caminado desde que abandonó la
Fuente de Soda. Pedir y pagar la cuenta han sido un solo acto, enérgico
pero simple. Lo necesario para pasar desapercibida, sin resultar maleducada
ni descortés. La propina no es generosa, ni miserable, un par
de monedas dejadas con discreción sobre la mesa, para como
están los tiempos, no es poca cosa. Un gesto imprescindible
para ser olvidada o por lo menos confundida entre los clientes del
día. Han pasado un par de minutos y le corresponde iniciar
su retirada, pero hay algo que la intranquiliza, lástima que
no pueda definirlo, les gustaría conocer más palabras
para poder referirse a esa sensación extraña que se
aloja en la boca del estómago, algo como el cuerpo de un pájaro
que se comienza a agitar dentro de ella, un estremecimiento que recorre
su espalda, algo que nació cuando vio la espalda de Octavio
y creyó no reconocerlo, pero finalmente se convenció
cuando pudo distinguir sus manos, pero en qué momento pensó
que aquella espalda y aquellas manos, que fue todo lo que pudo ver,
correspondían a Octavio. Sus nervios la vuelven a traicionar
y la hacen caer nuevamente en la trampa de la preguntas. Se levanta
con calma, acomoda el bolso a la palma de su mano, y ale de la Fuente
de Soda. Piensa que todavía es temprano y que le quedan muchas
cosas por hacer, por lo menos ya ha cumplido con este encargo, sólo
le queda esperar hasta la tarde para poder entregarlo. Desde la distancia
se ve que camina más segura, con una mano sostiene el bolso
y la otra la ha
guardado en uno de sus bolsillos, seguramente por el frío.
Levanta la mirada y la detiene, primero en los árboles y después
la dirige hacia el cielo. Consulta su reloj de forma automática.
Ojalá que llueva, así desaparecería todo este
frío, piensa y se imagina caminando por las calles de un Santiago
húmedo, y siente que la lluvia resbala desde su cabeza y baja
por su cabello hasta sus hombros y desde ahí recorre las curvas
de su cuerpo hasta desembocar en el suelo, como si ella fuera el curso
de un río que escurre hasta disolverse en el mar. Se imagina
caminando bajo una lluvia persistente, abundante sin mayor protección
que la ropa que anda trayendo en ese momento, y le resulta curioso
pensar en la ropa como una forma de protección, una especie
de armadura, un escudo detrás del cual ampararse, una guarida.
Se nota un poco distraída, seguramente sus disquisiciones sobre
el clima y la ropa la han hecho disminuir su atención, por
eso no siente el ruido del Opala cuando se le aproxima, desde lejos
se distingue su sorpresa, cuando el auto se detiene a su lado. El
forcejeo no es escandaloso, se nota que los tipos saben hacer su trabajo.
Las puertas del auto se cierran con energía y reinicia su marcha
ahora con mayor velocidad, nadie se ha percatado del episodio, salvo
un par de niños que juegan a la pelota en una calle y que han
detenido su jugo por un instante para contemplar el incidente.