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¡Profesora!: ¿Puedo morderla?

Por Rosa Alcayaga


"No hay modo más eficaz
para acrecentar la pasión
que el que se realiza
con las uñas y los dientes"
(Kamasutra)

¿Puedo morderla? preguntó el joven con voz suave. Pareciera que sin ánimo de agredirla. ¿¡Qué!?, replicó ella bajito avergonzada en plena calle San Isidro. Escuchó. Empero pensó que se había equivocado. Supuso al verlo acercarse que pedía dinero arrimándosele como gato apaleado inmoderadamente arrastrando sus deseos muy cerca casi tocándola. La cotidianeidad callejera en un Santiago mendigante. La mano abierta. O el tía que se repite machaconamente como la sorprendió en 1988 cuando volvió a Chile. El año del plebiscito. El hambre delataba su molestia en las calles.



2001. Mes de junio. A una cuadra de la Alameda. A una cuadra del metro Santa Lucía. Era sábado al mediodía. ¿A qué salió? No recuerda. Iba con su blujín negro de terciopelo opaco blanquecino por el roce constante de piernas sobadoras que la tumbaron hasta en lo oscurito. Ajustados. Con una polera del mismo color y diminutas flores de plata. Y un collar rojo bermellón que le daba muchas vueltas en el cuello, el que compró hace muchos años en la plaza de Otavalo un sábado. Con zapatones de gamuza roja. Un chaquetón tan peludo tan peluche tan bermejo como las cuentas de coral falso procedente de Checoslo y que encontró en las cumbres andinas al cambiarlo por varios dólares a una otavaleña. Un collar que le dio vida a su cara morena. Envuelta en ese ropaje para protegerse del frío que odió luego de haber vivido diez años en el trópico parecía un nomo rojo, nombre con el que la bautizaron en una tomadura de pelo entre risas y abrazos en tono cariñoso al encontrarse tiempo ha con una amiga grandota ya muerta porque con ella conoció el engaño. Llamábase Cecilia Luz. Estafadora como los hombres y las mujeres suelen serlo cuando la desesperación los toma por asalto. Como la vida que siempre atrapa por sorpresa y no descansa y uno nunca conoce los porqué. Sólo es. Como un oso pequeño demasiado arrebol para el gris de las de las calles de la capital. Delgada. Un buen poto que conservó tras dos hijas y muchos años. Tetas discretas difíciles de distinguir. Acinturadísima. Su cara delatora diciéndole a todos que el paso del tiempo es inclemente. No pueden haber trucos con el sol al disparar sobre el rostro a sangre fría. Él le dijo al acercarse ¡Profesora! No lo reconoció. Fueron varias decenas. Dos o tres años atrás hizo clases en una universidad con el mote de izquierda. La expulsaron por ser muy exigente porque los chicos pagan. Un muchacho alto y moreno le habló ese sábado. Con aspecto de punk. Ella venía de su departamento. Cerca de San Isidro en Carmen con Guayaquil donde suelen juntarse los punkianos. El que la detuvo pudo serlo, pero sin clavos ni cadenas ni toperoles o bien un renunciante que asume la falta de pelos de colores rabiosos estilo mohicano. ¿Qué es un punk? Preguntó a un futuro antropólogo, que dábase de sabido. Dijo que rockeros en un principio, contestatarios en síntesis, finalmente una moda. Imaginó que buscan responder muchas preguntas sobre los por qué de su soledad de su abandono negro de los muros ceniza que colocan entre ellos y el mundo o que el mundo coloca para separarse de todos los que son distintos. Preguntas de jóvenes. Preguntas de mientras tanto, posiblemente. Vendrán otros. Y otros. Le pareció que pretendieron dar miedo. Pero no. No dan miedo. Más bien a ella los punk criollos le daban pena. Disculpen, pensó. Diríase que su estilo era sobrio. Un aro de plata en su oreja izquierda. Chaqueta sin mangas. Un brazo tatuado. Pantalones estrechísimos. Botas. Pelo muy corto. Negro tieso con mucha gomina barata. Definitivamente no le pareció belicoso. Sus ojos le llamaron la atención. Somnolientos. Rogativos. Quizás la marihuana. Eran ojos solos. O tal vez de la buena onda como se los escucha al pedir unas monedas. Pensó que le pedía dinero y casi pasa de largo. Él subió su diapasón y repitió ¡Profesora! Un leve titubeo. Ella lo miró. ¡Queeeé! Dueño de una mirada melancólica insistió con absoluta claridad, muy tranquilo, como si esa petición fuese lo más serio que hubiese hecho en toda su vida: ¿Puedo morderla? Apuró el tranco. Lo escuchó y riéndose se escabulló. Nerviosa. Sintiéndose ridícula. No quiso mostrar la vergüenza. Secretamente halagada. No quiso testigos. ¡Qué más podía hacer! A sus espaldas él la siguió llamando insistente y elevó el tono: ¡Profesora! ¡Profesoraaaa! Él se perdió en un tumulto de estudiantes que a esa hora copan toda la calle. No le dijo tía como los otros. Tía es mejor que el madrecita santa con el que buscan tu piedad, admitió. No hay nada que indigne más que ese apelativo cursi y retrógrado, le dijo a una amiga. No me vengan con el madrecita santa ¡mierda! Quiero que me lo metan hasta la empuñadura, afirmaba para provocar a los escuchas ocasionales. Con ese madrecita santa nos niegan como mujer. Los avivados usan el tía. O flaca. Ese es casi un piropo sin edad con un apelativo sin años. Flaca tenís cien pesos, le había dicho tiempo atrás un chico con su pareja, los que no tendrían más de 18 años. Ella trotaba de prisa para llegar a la casa de Silvia, en Lira. Les contestó que no tenía ni medio y desde hace dos meses sin ningún trabajo. Mala onda, le dijo al vuelo el muchacho. Sabís flaca, vente con nosotros y culiamos los tres. Jovial les replicó que era una buena oferta, pero primero necesitaba referencias. Audaz le consultó a la chica qué tal funcionaba el hombre. Se puso roja desmintiendo su facha. Pero todo pasó piola. Por eso los punk definitivamente le dan pena. Él se perdió en el tumulto. Ella llegó a la entrada del metro Santa Lucía. A esa hora venden sopaipillas con ají, al término de la jornada de trabajo sabatino. Durante la semana asoman por la tarde para recibir a la hornada vespertina. Las sopaipillas compiten con la tarde cordillerana con su nieve bermellón cuando el sol baja a dormir entre las olas de un mar sin rostro para los capitalinos trajeados de hollín. La ansiedad de los clientes con su cara de hambre revolotea e interrumpe el paso. A cien pesos. A gamba. Calientes a la hora del frío. Llenadoras. Era mes de invierno. No sólo borrachos tempraneros temblorosos las esperan. Ahora son los jóvenes entumidos que vienen de clases. Hombres de ternos brillantes y bolsudos como los del profesor de Química recién egresado de la Universidad de Concepción y que al parecer nunca los cambiaba y que la guió para criar jóvenes irreverentes. Bajaban desde las oficinas. De las tiendas. Por ahí algún petimetre. Señoras muy respetables para la once. La clientela aumenta. En un toletole de gente arremolinándose en torno a ese caldero con pinta de buque manicero de color aluminio a cargo de su capitana una mujer gorda de esas que apechugan que le hacen frente a la vida con inmensos brazos firmes de cargar sacos e hijos, y a un marido, bueno para el trago y para cachetearla bien duro en la noche. Esa mujer picaba el cilantro para el pebre desde muy temprano. La veía siempre. Un alto de sopaipillas amarillas haciendo equilibrio a la espera del turno para sumergirse de lleno en la gorgoteante manteca sobre los cien grados. Con las mangas arriba repartiéndolas caliente para sus comensales hambrientos levantándolas desde el fondo con dos tenazas negras de tanto sufrir las inclemencias del fuego. En ese lugar también venden el diario. En el suelo sobre un trozo de tela libros marca pirata los únicos que puede comprar porque no hay dinero para los que se almacenan en las vidrieras. Un ciego pide limosna. Una mujer lastimera con su hijo en brazos vende parche curita. Una viejecilla con un traje dos piezas, solemne en su necesidad, tiene tiempo hasta para un sonreír dulce en las escalinatas del metro al vender pan amasado. Sólo el casero de años con las frutas los tomates los ajíes verdes las paltas de la estación que son las que más le gustan las que compra desde hace diez años la miró. Sólo su casero fue el único que estuvo presente en ese encuentro con el insolente joven triste. Más allá un edificio construyéndose. Tierra suelta como un cubrecama aéreo que hace toser. La loca buganvilia que descansa sola sobre el cortafuego de una antigua casa esperando la muerte. Murió. En San Isidro. En el sur ruegan a San Isidro Labrador para que pida a dios que salga el sol. Ella con tantas ansias no pudo contenerse. Tambaleó sólo por un instante frente a la escalera del metro, lista para bajar. Recordó que ella solicitó en una oportunidad que él la mordiera. Y él contestó que el sexo con violencia no era lo suyo mientras le ató sus manos a la cama ancha en ese departamento al que fueron dos o tres veces. Esa imagen golpeó de pronto en su memoria. Entre toda esa gente ella no volvió la vista atrás. Hundió su cuerpo en esa escalera que la llevó al fondo de la tierra. ¡Qué diferencia! Arriba las veredas grises. Baldosas saltadas. Hoyos. "Estamos trabajando para usted". El orín que corre por los huecos de las paredes dibujando sombras largas en el cemento. Olores ácidos que delatan la falta de agua mañanera porque está muy helado. Papeles aceitados de bocas que se limpian luego del alimento callejero. Arriba sopaipillas amarillas. Abajo abrigos negros largos hasta el suelo sin sexo. Nerviosos. Serios. Ausentes. Arriba nadie limpia. Abajo hombres de uniforme azul y amarillo hacen brillar las baldosas. Ni un escupitajo. Ni siquiera un rayado. Ni voces altas. Los guardias siempre alerta. Las lluvias de invierno son las únicas que descubren su asentamiento tercermundista y el metro pierde su rebuscada y gélida elegancia al instalar tarros que como vulgares bacinicas deben recibir las inoportunas goteras. ¡Ahhhh! Pero con letreros escritos en inglés en los que escriben caution. Arriba no falta el fíjate huevon por donde caminai. Esa tarde él le pidió atarla. Ella respondió que bueno. Ese hombre le inspiró confianza. No supo los por qué. Nunca estuvo a su lado cuando ella quiso. Sólo él se abrogaba tal derecho. Hombres. Pero ella iba siempre tras él. A cambio le pidió que la mordiera suavecito. De a poco. Que le mordiera los nudillos de la mano. Ella se los mordía. Los dedos de los pies. Uno a uno. Las nalgas justo en el escondrijo de su redondez cuando terminaba el muslo. Le gustaba que le mordieran el cuello. La enardecía. El lóbulo de las orejas. Sí. También. Eso le empezó de repente, recordó. Le gustaba el duelo de lenguas espadachinas. Ojalá fuera larga para poder chuparla. Lo aprendió sola súbitamente un día que encontró pajareando a su salivoso rival. Antes nunca pidió. Esperaba que le hicieran cosas. ¡Ojo! Nunca permitió que violaran su ano. ¿Dónde querría morderla? pensó, intrigada. A ella le gustó morderlos. Era rico jugar con el pene. Enterrar los dientes suavecito en ese pedazo de carne consistente vivo movedizo asustándolos. Él pidió atarla por correo electrónico y preguntó con delicadeza si lo aceptaría. Ella le dijo que si. Con ese calor por dentro que le iba subiendo lo único que deseó era verlo. A ella nunca la ataron. Él llamó por teléfono y le dijo que fuera a verlo. Fue la primera y última vez que él pidió en tono implorante que fuera a su lado. Al tiro. No hay otra oportunidad. Al tiro. ¡Ven! Te espero. Pero no puedo, le contestó. ¡Ven! le dijo con una voz que la conturbaba. Sintió el calor dentro de su cuerpo que le llegó por esa línea telefónica. No pudo resistir. Dejó todo. Llegó a su departamento. Nunca supo de quién era. Él dijo que lo arrendaba. Nunca le creyó, pero no era importante. También dijo que su mujer dejó de quererlo, demasiado repetido, pero que importaba. Que muchas mujeres lo llamaron, poco original. Abrió la puerta. Los besos saltaron al instante jugosos juguetones. Directos al dormitorio. Una cama ancha. Las cuerdas listas. La tendió boca abajo. Sin sábanas. Encima. Esperó paciente. Primero enyugó una mano a la madera. Lo mismo con la otra en el extremo opuesto. Enyugada. Entregada. Le preguntó si tenía miedo. No, le respondió. Los labios derramaron palabras dulces y licuaron sus humedades. Él amasó con pachorra. Lo sintió moverse. No quiso saber. Esparció crema untándola generoso en esa cubrición zoológica misteriosa para ella. Esperó. Sus dedos arduos para dar respuesta a su ansiedad. Encremó el oscuro laberinto que no conoció amantes hasta esa tarde que como un lirio de mar lleno de algas lo conservó virgen y que ese día reconoció al intruso. Un dedo. Dos dedos. ¿Duele?, preguntó. No, le dijo. De pronto como el penetro sureño que cala los huesos al igual que a las mujeres en el ginecólogo cuando les revisan la vagina, ella sintió. Deben ir pero nunca se acostumbran. Las mujeres saben. Deben subir a esa silla con soportes de metal equidistantes. Abrir las piernas. Instalarlas mecánicamente resignadas tragándose esa sensación de humillación que ellos nunca entenderán. Ellos hurgan como si fuese nada como si no fuese un ser humano con un nombre con penas dolores alegrías desgracias y risas. Nada. Meten. De una sola y las tenazas entran en la vagina. Indiferentes. Arrogantes. El acero duele. Y luego pinzas que ultrajan para revisar si todo está en orden. Levemente inquieta movióse. ¿Duele?, preguntó. No, respondió, sólo que sentí helado. Recordé mis visitas al médico, le dijo. Si quieres no sigo, le insistió cuidadoso. No. No. Hazlo, demandó. ¿Quieres saber lo que hago? No. Me gusta, replicó animándole. Sigue. De pronto un leve movimiento. Su cara en la almohada. Sus brazos estirados firmemente uncidos. No podía escapar. Tampoco lo quiso. Me duele, musitó bajito. Pobrecita, contestó. La acarició. La besó. Tocó su pelo. Lo dejaremos, dijo. No, suplicó. Sigue, por favor, susurró anhelante. Un aparato frío hollaba sus entrañas aunque no tuvo certezas tampoco quiso saberlo, sólo aguantó deseosa. Él estuvo cerquita, encima. De pronto irguióse. El jadeo lo delató. Ella muy pequeña. De espalda. Él de rodillas a horcajadas. No supo cómo. El frío se fue. Él entró con dulzura. Lo dejó hacer. Un placer deleitoso la sublevó. Quiso que llegara hasta su garganta. Con atrevimiento su profanador lanzó sus ganas en ese túnel recién engatusado. Él muy alto con sus piernas bien abiertas y ella en medio. Atada. Lo sentía en su ir y venir tranquilo con una firmeza sin pausas buscando nuevos olores nuevos humores. Fue un momento breve. Mejor, pensó, por eso cree resistió sin quejas. Antes no lo hizo por el dolor con un ayer lleno de sangre en el baño. Sangre a cuatro patas para poder defecar. Sangre si no llenaba su cuerpo de líquido. Herida. Con sus tripas colgándole sanguinolentas. Nunca pudo porque de sólo pensar retorcíase de dolor. En el hospital le revisaron el ano sin consideraciones y ella trató de eludir a una enfermera enérgica que con firmeza le enchufó una sonda para lavarle los intestinos. Él sin embargo enarboló triunfante el cambucho grávido de semen. Ella le pidió que lo esparciera por su piel. Pegados. Blanquecinos. Una vez libre de ataduras ella lamió. Muérdeme, le rogó otra vez. No. No me gusta el sexo con violencia, repitió él. Ella volvió a sentir la frustración de aquella negativa sin raíces y recordó ese episodio mientras bajaba para tomar el metro. Frente a la ventanilla lista para comprar un boleto, se arrepintió. Guardó el dinero. Le pidió disculpas a la cajera y salió rápido. Subió las escaleras que la devolvieron al país de las sopaipillas amarillas. Caminó por San Isidro. Esquivó los obstáculos. El buque manicero a todo vapor. No sólo mujeres cocineras. Entraron a la pelea los hombres sopaipilleros tan buenos como ellas. Los libros en el suelo. Los mendigos. El kiosco de periódicos interrumpe a los transeúntes. Corrió hacia el sur por donde el joven se fue. Deseó con todas sus fuerzas que la mordiera. Si. Pensó. Tendrá que pedirle que la muerda. Varias cuadras siguiéndolo a tientas sin saber adónde. Muérdeme debió decirle, musitó aturdida. Desapareció. Perdido. Perdida. Un lugar en el que habitó durante diez años. Nunca antes. Estuvo. No supo darse cuenta. No supo ni nunca lo sabrá. Pero él pudo escudriñar con certeza. Siempre debió saberlo. Era previsible si fue su alumno. Pudo ser que el deseo arrancaba indómito de sus ojos delatores. Enajenada empezó a calentarse. ¿Desde cuándo quiso morderla? ¡Qué importa! Ahora más que nunca. A ella le gustaba morderlos. Desanduvo el camino que hubo de recorrer buscando. Él era. Ella tuvo la oportunidad. Cansada arrumbó los hombros. ¡Qué sentido tenía seguir en esa búsqueda! Empezó a caminar por la Alameda. No quiso sumergirse en el metro. Caminó bordeando las sopaipillas amarillas crujientes zapalludas calientes a gamba que llenan la calle con sus respectivos braseros a gas en este año de hambres bananeras mientras hablan de puros éxitos. Le recordó 1988 cuando la sorprendió la pobreza. Sí. Dirán que hoy vivimos en democracia. Es mejor una democracia más parlanchina más criticona más realista para que todos puedan ver sin esconder las manchas para no barrer la desazón debajo del alquitrán. Millones de sopaipillas amarillas con pebre y ají ruedan su existencia individual para cada uno de esos dientes voluptuosos de pobres hambrientos. Y ella a la espera de dientes mordedores para despertar a la soledad. Prometió que no dirá no la próxima vez que lo viera. Pero ella sabe. Las mujeres saben que las ilusiones pierden lo tangible cuando queremos que suceda. No se repiten los deseos porque los que vienen serán otros. Deseos que siempre dejamos pasar por nuestra ceguera. Tampoco hubo un segundo encuentro con el hombre de las ataduras. No quiso morderla. No conoció el orgasmo ese día cuando rápido diéronse vuelta ya sin cuerdas. No se lo dijo. Equivocó el camino y no pudo dar con las palabras ni con las caricias precisas. Pero ¿para qué? No volvieron a encontrarse. Y aquel joven desapareció como si nunca hubiese existido. Dientes errantes en búsqueda de carne por morder. Súplicas irrealizables. Ganas que patean de rabia.

Arriba sopaipillas amarillas llenas de vida.
Abajo abrigos largos negros hasta el suelo sin sexo sin cara sin dientes.

 

 


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Rosa Alcayaga: ¡Profesora!: ¿Puedo morderla?