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Generación de mierda [1].

Por Rodrigo Arroyo C.

Todo está preparado como para un olvido
Rolando Cárdenas

Nada mejor que no ser oído. Nada mejor que, en esa exhibición, no ser visto
Leopoldo María Panero

 

I

Aquello por venir es únicamente posible por cuanto no revierta su condición y no se dirija la atención hacia aquello por venir, sino hacia lo que genera su venida, es decir, la voluntad de mantener su inminencia. Recordemos al respecto a Platón quien través del mito que nos narra en el Fedro exhibe su preocupación porque la escritura pueda transformarse en una herramienta que vaya en desmedro de la memoria. El mito en cuestión es el de Theus y Thamus. Y ciertamente este mito retrata el estado de gran parte de las escrituras poéticas que circulan actualmente, en el sentido que son ellas mismas las que van en desmedro de la memoria, haciendo perder al sujeto la voluntad de mantener aquella inminencia que daría la posibilidad de surgimiento de una escritura poética, haciéndole perder también, por extensión, su capacidad crítica. Recuerdo aquí las palabras que mi amigo Rodrigo Morales me dijera días atrás y que evitan confusión alguna: “la crítica no es un género literario sino una facultad del pensamiento”. Recuerdo sus palabras sin pensar jamás, por lo absurdo, atribuirle autoría al respecto. Porque no es novedad alguna aquello. Ahora, aquí, es decir en este texto, la crítica no es planteada como una posibilidad escritural dependiente de la escritura poética. El origen de este texto reside en la idea que la crítica sea, como la poesía, una forma de pensamiento que permita leer en este caso, sin reservas, las publicaciones abordadas por este texto. Y que de paso nos llevarían a preguntarnos por el lenguaje, sí, en nuestro tiempo.

El sentido de estas palabras entonces se origina a partir de la circulación de ciertas escrituras que, ampliadas, incluyen a muchas otras que han aparecido en los últimos años. Convirtiéndolas, más allá de una disputa por una legitimidad que las convoca dentro de lo que podríamos denominar como una tradición poética, en un lugar extramuros del lenguaje; en un páramo de certezas en el cual el libro pareciera haber perdido ya su condición de umbral y el lenguaje ha pasado a ser un medio a través del cual se despliega el más descarnado protofascismo y la total ausencia de sutileza. Sería interesante entonces revisar críticamente algunos casos, pero teniendo en cuenta que de modo alguno esta escritura pretende reclamar parte del espacio que se cuestiona. No es así una escritura basada en la imagen de la reseña o reitero, de la crítica literaria. Es decir, nacida al amparo o posteriormente al libro; en su contexto, no. Es tal vez, como lo señalara el mismo Morales, un espacio de resistencia, o como lo señalara también mi amigo Felipe Moncada, cierta expansión que nos aleja de la idea de la derrota del lenguaje, alentándonos este último con sus permanentes exigencias. Así, quizá no haya otra intención sino aquella de dar cuenta que gran parte de las escrituras mencionadas se mueven u originan en la precariedad, en la actualidad de sus propios referentes. Y que tal vez lo único de marginal sea su cuerpo (textual) fuera del lenguaje.

De este modo tal vez el contenido de este texto sea cuestionado en términos de una crítica literaria, o bien de autoría, lo que sería seña de una vulgaridad e indistinción mayor: porque lo que aquí importa no es la crítica en sí -y creo importante ser reiterativo en este distingo- sino en verdad lo que importa es el proceso de lectura y escritura crítica. Lo que ocurre hoy con el lenguaje. He ahí quizá el valor de estas palabras. Ahora bien, es lógico pensar en las causas que dan origen a este texto, pero de igual modo sería interesante preguntarse por el origen de las escrituras revisadas, preguntarles ¿cuál sería el sentido de intentar una legitimación en el ámbito poético cuando ya desde la  producción, ya desde la circulación se reemplaza una poética o una forma de pensamiento por estilos, por estéticas, por un evidente abandono del lenguaje que es visible en la ceguera que impide siquiera comparar los libros entre sí, para darse cuenta que entre ellos mismos se reproducen, se imitan, se camuflan? Al respecto sería interesante resumir lo antes mencionado bajo la figura del caleidoscopio. Jonathan Crary, señala en Las técnicas del observador que Marx y Engels criticaron al caleidoscopio que tanto seducía a Baudelaire por ser una composición de reflejos de sí mismo, trasladando al espectador, mediante el engaño de simular una idea otra, que no sería sino reflejo de lo mismo.

II

¿Por qué escribir?
Imagino que entre tanto taller, lecturas, acciones poéticas, performances e intervenciones debió pasar desapercibida al parecer esta simple y no tan manida pregunta. U otras como ¿por qué publicar un libro?, ¿qué es lo que se cree de la poesía?, ¿qué es un libro? ¿qué significa, ahora, en nuestro tiempo, escribir?, ¿qué es el lenguaje, qué o quién le sostiene?, ¿es el lenguaje una política o una política ha sido hacer lenguajes?

¿Se ha pensado acaso, como hubiese hecho Lukács, que el sentido de toda esta incipiente producción no es sino, por más que lo niegue o lo rechace, el que otorga un peso mayor a la lápida del neoliberalismo de tintes fascistoides que impera en la clase política, cultural y económica de este país? ¿Se ha cuestionado acaso a la escritura, cuando ella es planteada como una novedad, transformándose así en una dictadura de la moda, frívolo espacio aquél que no es otra cosa sino mantener la actualidad de los referentes? Porque es visible el hecho que existe una preocupación de romper ciertos límites en un sentido estético; más que de otro orden. Es decir, lo nuevo por lo nuevo; alejándose por ejemplo de la idea de intentar llevar a la poesía a ser una forma de pensamiento crítico o una de las formas del pensamiento, alejando a la poesía misma del lenguaje. Y visibilizando el hecho que ahora la modernidad, la dictadura y el margen, son  artimañas conceptuales esgrimidas artificial o artificiosamente ya no solo por  instancias de poder para generar otras tantas instancias de legitimación y subordinación, sino ya por los mismos poetas. ¿Será acaso que el protofascismo que varias de las escrituras mencionadas nos exhiben es seña del debilitamiento de su propio lenguaje frente a un estado o mercado totalitario? 

Ahora bien, sería absurdo pensar que este texto se convierta en una instancia enunciativa respecto a qué es válido, digamos, caer en la concesión de legitimidad. No existe la más mínima intención de clausura ni limpieza. Lo que es claro también es que hay un cuerpo tras estas palabras y aquello que permanece tras el cuerpo de este texto es en parte una respuesta a una vieja pregunta: ¿Qué hacer? Indagar, ir en la búsqueda de un contexto que sea a su vez posibilidad de lenguaje. Porque las escrituras revisadas responden a una lógica post dictatorial que apunta a dos espacios. El primero de ellos corresponde a un espacio basado en la continuidad de ciertos referentes que vieron nacer un lenguaje propio en una oposición a la dictadura para dedicarse luego a la administración de su pequeño capital. Por otro lado tenemos otro espacio basado en la evasión y encerrado en la literatura, quizá como única experiencia. Quizá lo que nos quede no es otra cosa sino coincidir con Justo Pastor Mellado y la Estrategia de arte Luchín, e intentar una continuidad quebrada con la dictadura. O bien preguntarnos en serio qué es el margen y la periferia realmente. En el fondo, el cuerpo tras el texto señala que la decisión de adoptar una posición frente a la escritura es una actitud moral, lejana tal vez a la esencia actualizada y fragmentada que presentan los textos revisados. ¿Qué piensan del lenguaje Hernández Montecinos, Paredes, González Barnet o Pereira que lo llevan a un segundo plano? Sin pensar siquiera que el lenguaje es algo que trasciende a un texto, asimismo como éste trasciende una experiencia. Fijémonos en ello pensando en que  la poesía y el lenguaje pueden cambiar el mundo, y no, no sólo a través de un texto como soñara Rimbaud. Y quizá a través de la palabra simplemente, tal como señalara Droguett: “la palabra es una explosión (…) un libro es en realidad un arma peligrosa. Tan peligrosa como un puñal o una metralleta. Algún día estallará” Y creer en ello y desde allí concretar el deseo de escritura, aunque dicha explosión no sea más que un signo impreso en la página y la poesía no sea más que la posibilidad que nos quede; pero creer en ello y que no sea nada más una cuestión de fe. En otras palabras, que dicha creencia o moral hienda la palabra,  transformándola en palabra poética, distinguiéndola de cualquier otra, porque su origen sería el de un pensamiento, el de una resistencia nacida desde la experiencia. Sin dirección ni compromiso a grupo alguno. Pero al parecer hoy esa palabra está perdida o quienes suponen poseer la capacidad de verla en su condición de poetas, no la ven. Y no la ven porque existe una ausencia de desciframiento, que no es otra cosa sino una ausencia de sutileza. Y es precisamente desde ahí, desde esa falta de sutileza que extrañamos el pensamiento crítico en la academia, perdón, en el espacio que ha suplantado a la academia. Se extraña también en los denominados críticos, antologadores y gestores. ¿Qué podrá decir Francisca Lange, o Patricia Espinosa?, ¿o Javier Bello, Felipe Cussen, Rodrigo Rojas?, ¿acaso la distancia académica impide una visión crítica de lo que aparece circulando?, ¿será una excusa válida la desaparición de la universidad? Es decir, al notar este silencio no podemos no pensar en una posición académica enclaustrada y preocupada del mercado educacional o bien de supuestas carreras académicas, o siendo amables, de investigaciones o proyectos personales. Pero es también desde la oposición al silencio, de lo que dice, lo que señala y perpetúa esta supuesta academia que se extraña un pensamiento crítico. He ahí, creo, el vicio de la academia, y no en los berrinches infantiles que Héctor Hernández profería cuando se refería a lo académico en relación  a ciertas escrituras de los noventa, como Germán Carrasco, Andrés Anwandter, Héctor Figueroa y Yanko González entre otros. Cosa que Christian Aedo y Víctor López señalaron en su momento en una publicación en Letras.s5.

Todo esto nos hace apreciar cómo lo ingenuo conduce a lo precario, lo mediocre, al no examinar -como diría Foucault- el lugar mal iluminado de la confusión y que podemos ligar a lugares comunes de una supuesta reflexión teórica. Lo que no es otra cosa sino una carencia de revisión de la vigencia y coherencia de conceptos. Y de la pertinencia de los mismos, digamos, de acuerdo al contexto en el que se erigen. El pensar, por ejemplo, ¿qué es lo político y cómo aquello se enarbola como bandera de diferencia? ¿Cuál es el sentido de la diferencia que se maneja? o ¿cómo en un lenguaje se articula lo económico y lo simbólico en términos de una supuesta reflexión crítica? Pensemos esto a propósito de las palabras que Diamela Eltit pronunciara sobre Hernández Montecinos, asignándole a su gramática el mérito de elaborar constantes simulacros y dar cuenta de un sujeto fragmentado que adopta máscaras. Lo irónico es que Eltit no deja de tener razón, pues las máscaras y la fragmentación ocultan, no los signos post industriales sino una ausencia de cuerpo tras los textos. ¿Se habrá preguntado Hernández todo esto? Imagino que sí, que por lo mismo sabe que la institución más lucrativa y legitimada académicamente es el margen. Así, lo que podría ver Hernández en lo académico no es sino el reflejo de sí mismo, el caleidoscopio. Es preciso mencionar esto dada la facilidad con que un término puede ser enunciado, inclinando la balanza a favor a través de la gestualidad y el histrionismo, ocultando de paso la ausencia de sustrato, de cuerpo y de coherencia. Primo Levi decía en Si esto es un hombre que son el histrionismo y la gestualidad los que nos alejan de la razón y nos acercan a la brutalidad del fascismo.

En fin, no puedo no recordar las palabras que Jorge Polanco, señalara en su poética:
“La supuesta distinción entre poetas académicos y autodidactas es al fin y al cabo superflua: todo poeta es un autodidacta en la medida que no existe fórmula para escribir poesía, y es también académico en la medida en que lee”.

Además, resulta por lo bajo, extraño leer conceptos como margen y académico, pensando en la continuidad que se ha otorgado a proyectos realizados con anterioridad; me refiero a Zurita y Eltit. ¿O no se puede leer entrelíneas el sentido o la política de un apoyo escritural de quienes claramente actúan o son referentes de los trabajos apoyados? ¿Qué habrá querido decir Zurita al hablar respecto a Hernández de obra, ausencia de límites y sinfonía? ¿Estará acaso hablando de los, por suerte, extintos carnavales culturales de Valparaíso?

III

Una conclusión simple y evidente de una lectura de los libros que se abordan en este texto: el yo que aparece es siempre superfluo, narrativo o tajante, por no decir certero; no se dirige en pérdida hacia un otro, o bien no es anulada su aparición. Permanece atado a su biografía, ya sea exhibiéndola u ocultándola. No se aprecia el intento de hacer notar en la escritura una subjetividad a partir de las palabras, de lo que ellas dicen y no, y no una subjetividad pensada en la figura del autor. Recordemos que el autor es el lugar de origen de las palabras, mas no su objetivo. De otro modo no podríamos aspirar a una escritura libre, porque la condición o función de autor determinarían el modo de existencia, de circulación y de funcionamiento de discursos específicos dentro de una sociedad. Lo que quiero decir es que la marca del autor ha estado o permanecido en la singularidad de su ausencia. En la  imposibilidad de su experiencia, por cuanto ella no podría sino surgir del testimonio y todo testimonio, al ser palabra, se convierte en un estallido que elimina lo que ella misma pretende evocar, llevando de paso al testigo a ser quien diluya lo que el testimonio pudo llegar a ser.

Mas no por ello tendríamos que clausurar la idea, la existencia del testigo, pues aún nos permite generar una memoria que, irónicamente, de cuenta del horror, entre otras cosas. De este modo lo que nos queda de todo ello no son sino esquirlas, piezas sueltas de un rompecabezas. Incertidumbre, imágenes amontonándose como ruinas en espera de ser cogidas, revisadas, que alguien acerque sus labios hacia ellas y suplante el beso con un soplido que les quite el polvo y exhiban así su condición: ser fragmentos, ser palabras nacidas de la trizadura. El lugar de la experiencia es un no lugar nos indica Pablo Oyarzún, llevándonos, como primera cosa, a dudar de aquellos libros de poesía en los cuales no dejamos de encontrarnos con el yo del autor que nos da cuenta de lo que ve o podría ver, más aún, de los que supongan máscaras o fragmentos que oculten el cuerpo tras la escritura, lo que se ha de decir: sus juicios y consejos. Esto hace evidente la concepción y difusión de la figura del poeta como autor, como testigo de sí mismo, de su condición. Y una vez asumido como tal, basta entregarse a la masa, porque estas escrituras parecen cómodas con la masa, universalizando a los sujetos, más bien utilizando arquetipos como el niño, la hermana, el muchacho, más aún, los muchachos, el baile. De este modo se busca una aceptación y reconocimiento de la masa que, supuestamente, consume. En vez de compartir la experiencia del cuerpo crítico, del cuerpo pensante tras la escritura, sólo se ahonda en ellos, en el sujeto y no en la masa, cuando entran en contacto directo con el yo-autor, con el poeta, cuando logra ser parte de su biografía.

A pesar de su constante aparición, tampoco existe un trabajo respecto al arquetipo, digamos en relación al sentido del texto del cual surge. Porque es cosa de fijarse que cuando Diego Ramírez o Pablo Paredes hablan del niño casi solazándose, pero cayendo en una grave impostura, no hacen sino un ruin homenaje del más despiadado capitalismo -que ha expropiado la infancia antiburguesa del niño- haciéndole hablar. Y es un ruin homenaje desde el momento en que recordamos por un momento que el niño de Primo Levi no habla, es él –Levi- quien da cuenta de su existencia, y ahí pervive. Del mismo modo en que, silenciosamente, aparece el niño de Víctor Jara, nada más jugando, enredado en las patas del caballo.

Siguiendo la lógica de Paredes y Ramírez, incluso de Hernández es que surgen inevitablemente las preguntas ¿cómo caminan, cómo se mueven los niños, en sus textos? ¿se pierden?, ¿se fascinan con el mundo? ¿O nada más están ahí a merced de una estética amparada en la televisión y una revolución de bolsillo?

IV

Es posible notar, no sin hastío, que la ausencia o desfase de referentes, ya sea teóricos, poéticos, filosóficos o del orden que sea, no implica al menos algo de silencio, no. Aunque, por otro lado, existe también otro problema con los referentes y es que utilicen el poema como medio de expresión, suplantando la precariedad o el simple hecho de no tener algo que decir, a través del poema. Y esto es posible observarlo al leer, al revisar que los versos, o la escritura poética en general, están cada vez más despojados de identidad, dando cuenta de un manejo de información que no logra o no alcanza a fundirse con el lenguaje que pretende que le enuncie. Configurándose una lengua de la ignorancia, en el sentido que su desinformación (que bien puede ser cubierta por un exceso de “información”) le trae como consecuencia el no tener qué decir. En ocasiones llega a tal punto la exhibición de lectura, que es posible suponer que pretenden señalarnos sus predilecciones intelectuales o los libros que se han leído y que más que actuar como referentes, actúan como moldes para armar y desarmar.

V

-Los libros-
            En forma constante me he referido a ciertas escrituras o textos. Pues bien, he de señalarlos para no hablar en el aire y dar un contexto a esta escritura. Los libros revisados son:

    1. Tecnopacha, de Oscar Saavedra
    2. El baile de los niños, de Diego Ramírez
    3. Putamadre, de Héctor Hernández
    4. Blácbuc, de Juan Pablo Pereira
    5. Arte Tábano, de Ernesto González
    6. Higiene, de Ernesto González
    7. Jardines Imaginarios, de David Bustos
    8. Termitas, de Priscilla Cajales
    9. Arquero, de Felipe Ruiz
    10. Raso, de Carlos Cardani
    11. El recolector de pixeles, de Christian Aedo
    12. Guía para perderse en la ciudad, de Víctor López
    13. Poco me importa, de Andrés Florit
    14. Un ojo llamado cacería, de Marcela Saldaño

Debo aclarar que el título proviene de una canción homónima del grupo Los Prisioneros, digo esto porque no creo en el valor literario o legitimador que supuestamente posee el término generación. Dicho esto sería bueno pensar en cómo abordar propuestas escriturales en apariencia tan variadas. Y quizá una forma de leer estos libros sea preguntándonos hasta qué punto son deudores no reconocidos o superficiales de Zurita, de Maquieria, Enrique Lihn, Jorge Teillier o de tantos otros. O deudores sin saberlo quizá, de Eduardo Correa, por ejemplo, de Yanko González, en fin. O tal vez una buena forma de leerlos sería preguntándonos ¿qué ha de ser un libro ahora, pensando en el siglo pasado, que vio nacer revoluciones diseñadas desde la lectura de un libro? Y la respuesta no deja de ser triste, al leer a Juan Pablo Pereira, por ejemplo, cuando señala en el prólogo a Raso de Carlos Cardani que estamos en una paz armada ignorando que en verdad estamos siempre en guerra, o bien haciendo alarde de cierta ingenuidad. A eso mismo, a cierta ingenuidad me refiero respecto a Rodrigo Hidalgo cuando se refiere a Raso de Carlos Cardani como un proyecto de obra sólida y con perspectivas serias de ingresar al circuito literario, recordando además la idea de retomar las publicaciones de autores jóvenes. Así, no puedo no dejar de usar la metáfora del SENAME, respecto a Balmaceda 1215. Y ver que la idea de circuito literario se configura con mayor firmeza que nunca en la figura del yo. ¿Qué podemos leer en Raso que no esté cruzado por un recuerdo de una experiencia del autor, que llega a prescindir del lenguaje como medio, como forma, siendo pura biografía?

¿Qué quiere entonces decir Hidalgo del lector al hablar de un circuito literario? Claramente una publicación implica la configuración de una escena de lectura. Por un lado podríamos recordar a Celan imaginando el texto como el mensaje encerrado en una botella que algún lector recogerá. Pero, por otro lado, podríamos afirmar que existe una escritura configurada en la existencia –supuesta- de un lector que ha de llegar a ella. Existe así, al leer estos libros y comentarios, la imagen o la idea de un lector, de un espectador que ha de ser dominado por las imágenes, las palabras, la experiencia poética del autor, reforzando la idea del espectador – como señala Rancière en El espectador emancipado- como un ignorante. Es en este contexto que David Bustos pretende que leamos como reflexivo un acercamiento ingenuo o precario a instancias reflexivas ligadas a oriente, a partir de la figura del jardín y que Carlos Henrickson definiría como retaguardia haciendo eco en ello la transvanguardia. Acercamiento que no deja de ser superficial y que en su intimidad como lo define el mismo Henrickson no sería otra cosa sino un texto utilitario, en el sentido de evasión que es posible apreciar en él; a partir de la utilización o enmascaramiento que implica el uso de la escuela budista conocida como Zen. “No puedo expresar con el lenguaje lo que se refleja en el lenguaje” escribió Wittgenstein en su diario; más ello pareciera no haber sido advertido por Kozer, quien en un innecesario epílogo, señala que el conjunto de poemas aspira a la disolución. ¿Cómo se aspira a la disolución cuando no es posible llegar a decir lo que se aspira decir?

Curiosamente la realidad se ve reflejada en la escritura de uno u otro modo, como cierta  continuidad política del país. Así entonces es posible entender a Andrés Florit cuando dice: Como en la provincia, usando imágenes asociadas al lar, a la provincia, remarcando la distancia desde la capital y exhibiendo la experiencia como un supuesto, lo que impediría un verdadero lenguaje, una escritura, una firma. Lo que hace Florit es fiarse de imágenes fabricadas para luego desear, para luego sentir que se es parte de un bello sueño, poniendo la distancia, asignándole a la poesía el rol, como hace Bustos, de un placer burgués o bien una instancia evasiva. En vez de acercarse a la búsqueda de lo humano como señalaba Deisler, o bien permanecer en una permanente disidencia. Así, es lógico que poco le importe saber el nombre de los pájaros, y más lógico aún, como lamentable, que diga que no cabe la palabra nostalgia. Será necesario entonces para su escritura forzar el gesto de sostener algo que no quiere sostener. Algo así como escribir sin desear hacerlo. Ocultarse cuando en verdad lo que quiere es ser visto, ser visibilizado. De este modo podríamos resumir la escritura de Florit como la impostura de quien dice o escribe: creyendo ser otro sin serlo.

Detengámonos ahí entonces, en la impostura, en los encubrimientos. Fijándonos en ellos, en por qué todos salimos al baile  como nos dice Priscilla Cajales en Termitas, revisitando una vacua euforia postdictatorial que ronda especialmente en el grupo denominado torpemente como Novísimos. Y digo vacua, en relación a Cajales, pues ella misma sabe de los cuerpos, tan limpios y tan blancos. Se ve entonces, sin caer en conservadurismos, la insistencia de la forma por la forma. La insistencia en imágenes sin moral, sin una política que las respalde; imágenes llenas de sentido, presentadas en un constante vaciamiento. ¿Cómo podemos explicar esta nulidad de lo que hay, de lo que los textos nos exhiben? En otras palabras, ¿cómo explicar que el texto en sí, no diga lo que dicen sus palabras, sus imágenes?

En otro aspecto, cuando Cajales se refiere a Lorca (un personaje, ciego, del libro), o a la ciudad, o más aún, al viaje dentro de la ciudad es que podemos notar que la periferia es tan productiva como lo es el margen. Pero que no deja de ser un encubrimiento: hablar de o desde la periferia o el margen no implica que ellos sean parte de un lenguaje. En fin, Ha llegado la hora del simulacro, nos dice más adelante Cajales, lo que nos lleva a preguntarnos en qué momento no lo ha habido, además ¿cómo saberlo si no se es parte de él, de su elaboración?

Parte también de la precariedad escritural se ve reflejada en el objeto libro. Y al tiempo que han surgido muchas editoriales pequeñas, no ha ido acompañado esto de una preocupación por el libro en cuanto objeto, digamos en gran parte de las publicaciones. Dato comprobable en clichés como la foto en la solapa o la enumeración de premios en la otra solapa y si ha ganado varios, pues en la contraportada. Intentando a través de tal gesto, más frecuente en las lides deportivas, ostentar una supuesta legitimidad. Lo mismo con prólogos y epílogos innecesarios para algo más que ser acogidos o bien para perpetuar el nombre. Por ejemplo, en Un ojo llamado Cacería, lo primero que podemos observar es el lamentable prólogo de Alejandra Bórquez, quien sitúa la escritura poética de Marcela Saldaño –como signo de diferencia, pero sin definir el sentido de tal diferencia- como lejana al testimonio de una experiencia vital y de una postura político estética (tremendo espaldarazo, más bien debería haberle recomendado, respecto a la forma material, una relectura a la Mistral, digamos cuando ella se refiere a las materias), delimitando los alcances de su escritura en una cercanía al lirismo. Ahora bien, ¿por qué no define o caracteriza Bórquez el lirismo? Porque decirlo así sin dar una descripción, es asumir un concepto certero y que no acepta aproximaciones personales. Por qué no pensar así que no es posible el lirismo como algo lejano o separado de una experiencia vital, es más, lo interesante del lirismo sería que a través de la experiencia el lenguaje sufriese una modificación única e irrepetible al momento de su escritura y más allá de expresar un sentimiento, estaría creando el aura del lenguaje. Más allá de conformarnos con aquella definición de lo lírico en el cual éste es una expresión de sentimientos que suscitarían en el oyente sentimientos análogos.
 
En El baile de los niños de Diego Ramírez y en Tecnopacha de Oscar Saavedra, podemos apreciar la ingenuidad en su máxima expresión, llegando este último al extremo de publicar sus agradecimientos al editor, por permitir la publicación de su libro político. ¿Sabrá Saavedra que todo libro es político?, ¿o pretende invertir el procedimiento que Magritte efectúa al indagar en la representación cuestionando la relación entre las imágenes y las cosas basada en la semejanza representativa? Más aún, Saavedra señala: Me ocupé de los medios. Usé todos los códigos publicitarios. Lo que nos lleva a preguntarnos ¿cómo se ha ocupado de los medios Saavedra?, ¿qué hará, qué le dirá a la masa sometida? ¿Sabrá Saavedra que ya la Escuela de Frankfurt advertía –negativamente- de la transformación del arte en entretenimiento, visualizando la amenaza de la manipulación de la cultura de masas con fines políticos?

Siga así conmigo que me gusta / esta sensación de no pensar en nada, dice Ramírez, dando el punto más alto en lo que se refiere a evasión, transformándose en un remedo del proyecto que inició Yanko González en Metales Pesados. Escritura la de Ramírez que es parte además de un proyecto  de una performatividad feble e ingenua, como es el caso de Moda y Pueblo.  Saavedra por su parte extiende la precariedad a través de Descentralización poética. Y digo extender la precariedad porque no constituyen tales instancias -más allá de la figuración y la evasión- un espacio desde donde se pueda establecer una comunicación respecto al propio quehacer y las implicancias, sociales o relativas al lenguaje.

Ahora, en el espacio escritural, poético, el libro es el espacio. Y bien, luego de leer Blácbuc, de Juan Pablo Pereira sería bueno indagar en aquello que David Bustos señalara en su presentación del libro, cuando se refiere a un compromiso por parte del autor (junto a un taller del cual Pereira forma parte) respecto al lenguaje. Ahora bien, ¿cuál es ese compromiso?, ¿el de no adulterarlo, el de no tensionarlo y apenas cuestionarlo? Siguiendo con Bustos, pues quisiera ir realmente a contrapelo como advierte en su presentación y ser menos precavido en su lectura, señalaría quizá que la presencia del abuelo, más allá de apartarlo en una referencia Lacaniana, podría explicitarla en la praxis respecto a lo que Pereira señalaría en el libro sobre una tradición reciente. Y claro, Pereira escoge al abuelo como pieza fundamental del crucigrama porque es la forma que tiene de evadir a Zurita y lo que ello implica en términos de las escrituras que le continúan. Como sería el grupo Novísimo. Hecho importante el de forjar un lenguaje desde la literatura en vez de hacerlo desde una experiencia trascendida. En Pereira podemos apreciar aquello en su constante ironía respecto a otras escrituras y al acto mismo de escribir y que lleva a Virginia Gutiérrez a delirar con ello y emparentar así a Pereira con Lihn y Larkin. Ernesto González Barnet incurre en la misma sobredimensión del asunto, buscando para ello algún hecho cotidiano que ligue la realidad con la supuesta reflexión poética. Sin mencionar la feble terminología futbolística empleada en sus reseñas o impresiones de otros libros.    

Resumiendo, la precariedad, la ausencia de algo qué decir y la ausencia también de un cuerpo tras la escritura (que posibilitaría una gramática), un olvido del lenguaje y un protofascismo latente, entre muchas otras cosas, conforman un aciago panorama escritural. Por ello no dejan de resaltar así El recolector de píxeles, de Christian Aedo y Guía para perderse en la ciudad, de Víctor López. Aunque en ellos también se roce lo biográfico al volver sobre los propios recuerdos y el hecho de situarse en el riesgoso límite de lo novedoso, de la actualidad de los referentes, respectivamente. Pero, aún a pesar de ello, es posible notar que Aedo y especialmente López desarrollan un trabajo escritural que ha superado la barrera del oficio.

¿En qué sentido? El sostener una opinión ingenua referida a la poesía como oficio es permitirle a estas escrituras expandirse y extenderse sin reprobación ni cuestionamiento alguno. Por ello es que nos es imposible no preguntarnos ¿qué es lo que podemos esperar de textos que no establecen diferencias entre sí? Porque, más allá de las contradicciones en los términos, de la precariedad, o bien de la ingenuidad, lo que nos queda no es otra cosa sino concordar en que la literatura, como la planteara Barthes en El grado cero de la escritura, es un espacio de libertad, pero ¿qué libertad sugieren estas propuestas? Porque además debemos tener en cuenta que la diferencia entre escrituras, incluso más allá del lenguaje, lo otorga el sentido de ellas, es decir: por qué aparecen. En otras palabras, volvemos a una cuestión moral y esto (ya señalado anteriormente) no significa el adquirir o adherir a un compromiso político ni social. El autor de una escritura, el poeta, sería quien nos haría pensar la poesía.

 

Nota
[1]. - http://www.youtube.com/watch?v=yxbncnLLO0s

 

Bibliografía

  1. AEDO Christian, El recolector de pixeles, Ed. Ripio 2010.
  2. AGAMBEN Giorgio, Profanaciones, Ed. Adriana Hidalgo, Buenos Aires 2005.
  3. BARTHES Roland, El grado cero de la escritura. Seguido de nuevos ensayos críticos, Ed. Siglo XXI, Madrid 2005. 
  4. BUSTOS David, Jardines Imaginarios, Ed. Alquimia, Stgo. 2010
  5. CAJALES Priscilla, Termitas, Ed. La calabaza del diablo, Stgo. 2009
  6. CARDANI Carlos, Raso, Ed. Balmaceda 1215
  7. CRARY Jonathan, Visión y modernidad en el siglo XIX, en,  Las técnicas del observador, MIT Press, 1992.
  8. FLORIT Andrés, Poco me importa, Autoedición, Stgo. 2008.
  9. GARCÍA Francisca (editora), Exclusivo hecho para usted. Obras de Guillermo Deisler!, Catálogo, Valparaíso 2007
  10. GONZÁLEZ Ernesto, Higiene, Ed. Del Temple, Stgo. 2007
  11. GONZÁLEZ Ernesto, Arte tábano, Manual Ediciones, Valparaíso 2010
  12. HERNÁNDEZ Héctor, Putamadre, Ed. Zignos, Lima 2005
  13. KOSUTH Joseph, Sobre el arte conceptual, en Escritos de artistas, Revista de Occidente Nº165, Madrid 1995.
  14. LEVI Primo, Si esto es un hombre, Ed. Muchnik, Barcelona 2002.
  15. LÓPEZ Víctor, Guía para perderse en la ciudad, Ed. Ripio 2010.
  16. PEREIRA Juan Pablo, Blácbuc, Ed. Alquimia, Stgo. 2010
  17. RAMÍREZ Diego, El baile de los niños, Ed. del Temple
  18. RANCIÈRE Jacques, El espectador emancipado, Ed. Manantial. Buenos Aires, 2008.
  19. RUIZ Felipe, Arquero, Ed. Fuga, Stgo. 2008
  20. SAAVEDRA Oscar, Tecnopacha, Ed. Zignos,
  21. SALDAÑO Marcela, Un ojo llamado cacería, Ed Piedra de Sol, Stgo. 2008

 

 

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