Hace muchos años, cuando era joven, un amigo me mostró
una antología de poesía contemporánea en lengua
española, de las muchas que cada año circulan por ahí
con más pena que gloria. Esta había sido hecha en Chile,
uno de los antólogos era un
poeta de cierta valía y su particularidad consistía
en que al menos la mitad de sus páginas estaban dedicadas a
la poesía chilena. Es decir que si la antología tenía
300 páginas, 30 estaban dedicadas a la poesía española,
veinte a la argentina, 20 a la mexicana, cinco a la uruguaya, cinco
a la nicaragüense, tal vez 10 a la peruana (y no estaba Martín
Adán), tres a la colombiana, una a la ecuatoriana, y así
hasta llegar a las 150 páginas. En las otras 150 pastaban a
sus anchas los poetas chilenos. Esta antología, de cuyo nombre
y de cuyos autores prefiero no acordarme, define bastante bien la
percepción que de sí misma tuvo en un tiempo la poesía
chilena. Los poetas eran pobres, pero eran los poetas. Los poetas
vivían del mecenazgo estatal, pero eran los poetas.
Hasta que todo se acabó. Entonces los poetas chilenos bajaron
del Olimpo chileno (un Olimpo que, por otra parte, salvando los nombres
de los cinco grandes, que tal vez sólo sean cuatro y puede
que sólo tres, poca importancia tenía en otras latitudes),
en fila india, a regañadientes, entre perplejos y atemorizados,
y vieron cómo en su vieja residencia, la famosa Casa de las
Becas, se instalaba una pléyade de escritores que a sí
mismos se llamaban los narradores, las narradotrices, e incluso los
nuevos narradores. Los recién llegados, como era de suponer,
no tardaron en explicar este cambio de inquilinato con la palabra
mágica de la modernidad o de la posmodernidad. Los narradores
(a falta de cineastas) son modernos y, por lo tanto, son el espejo
real en que una sociedad moderna debe contemplarse.
Los poetas, que hasta ese momento cultivaban con esmero, salvo algunas
excepciones, la estética apocalíptica mezclada con el
más grosero de los nacionalismos, no dijeron ni pío.
Abandonaron el campo y se rindieron a la evidencia de las listas de
ventas. Hoy Chile ya no es un país de poetas chilenos. Hoy
difícilmente a un par de poetas chilenos se les ocurriría
hacer una antología de la poesía contemporánea
en lengua española en donde los chilenos coparan más
de la mitad de las páginas. Esa soberana ignorancia, ese provincianismo
amatonado hoy es patrimonio exclusivo de la narrativa chilena. Los
poetas, los pobres poetas chilenos de entre 30 y 55 años, hoy
inclinan la cabeza y no saben qué ha pasado, por qué
de repente se ha puesto a llover, qué hacen ellos allí,
parados en el campo, con la mente en blanco y sin saber hacia dónde
echar a correr. Y eso, que en cualquier otra parte podría ser
una pesadilla, en Chile es bueno. El estatus literario adquirido por
medio de transas y triquiñuelas voló hecho añicos.
La respetabilidad de la poesía se redujo a un puñado
de polvo. Ahora los poetas viven una vez más en la intemperie.
Y pueden volver a leer poesía. E incluso pueden leer o releer
a algunos poetas chilenos.
Y pueden darse cuenta de que lo que escribían no era malo.
Y en algunos no sólo no era malo, sino que incluso resulta
bueno. Y pueden, aunque no quieren, aunque no deben, volver a escribir
po e sí a (chilena).