Libertad
y compasión en el universo Bolaño:
Vidas
mínimas y azarosas
Por Pablo Simonetti
Artes y Letras de El Mercurio. Domingo
24 de julio de 2005
Adentrarse en la obra del autor
de Los detectives salvajes es sumergirse en una minuciosa cartografía
de vidas olvidadas y personajes regidos por un destino radicalmente
diferente al común de las personas. Un universo compasivo,
que termina por convertir sus letras en la salvación de sus
lectores.
Mirada desde cierto punto de vista, la obra de Bolaño
es la recopilación de las vidas de miles de personajes. La
mayoría son personajes que alguna relación mantuvieron
con la literatura: poetas, narradores, libreros, vendedores de librerías,
profesores de literatura, de filosofía, de
lingüística, críticos, periodistas, guionistas,
filósofos y matemáticos con aspiraciones literarias,
editores, traductores, cuentistas nazi, linotipistas, hasta una mujer
que se declara la madre de todos los poetas. Junto a este tipo de
personaje vienen otros que alguna relación guardan con ellos:
familiares, amigos, cómplices de aventuras, amantes, compañeros
de trabajo, automovilistas en la carretera, y tantos otros que terminan
de conformar sus cuentos y sus novelas.
La mayoría de estos personajes tiene un devenir mínimo
y azaroso. Mínimo porque, en general, son gente olvidada, o
que ha caído en la desidia, o se dedica a asuntos francamente
inútiles para el resto de la sociedad, o pasan por sus cátedras
sin pena ni gloria, o se destacan por habilidades que no están
bien consideradas por sus congéneres.
Sintiéndonos
libres
Si bien en sus dos novelas mayores hay personajes dueños de
un halo de superioridad, como la poetisa Casarejos y el narrador Benno
von Archimboldi, éstos han desaparecido del mapa y son objeto
de la búsqueda de estos seres mínimos que ni siquiera
tienen una razón muy poderosa para buscarlos.
Y azaroso porque no parecieran responder a un destino, a un sentido
de vida. Algunos van detrás de uno de estos personajes míticos,
siguiendo pistas más bien dudosas, otros cambian de rumbo sencillamente
porque esa mañana sintieron deseos de dejar todo atrás.
Los cambios radicales no tienen por lo general una explicación
plausible en las novelas de Bolaño. Ni los cambios radicales,
ni las actitudes que se acercan al heroísmo ni las conductas
autodestructivas o violentas, ni los cambios de humor ni el surgimiento
o la extinción del amor, ni nada que la burguesía considere
importante. Sus personajes se mueven y no parecieran hacerlo por las
razones que lo haría gran parte de la gente.
La obra de Bolaño entonces se transforma en una minuciosa
cartografía donde están trazadas las trayectorias de
estos personajes, desde el instante en que son percibidas por el radar
de su pluma hasta que desaparecen a menudo sin dejar rastros. Mirando
estos mapas, nos preguntamos qué ocurre, qué misterio
nos atrapa de manera ineludible cuando tenemos, por ejemplo, 2666
en las manos. Cómo se suman o, mejor dicho, se superponen estas
vidas en nuestra mente para incentivarnos a seguir leyendo con voracidad
creciente. Como si no tuviéramos límites para absorber
una vida mínima tras otra.
Quien busca razones que justifiquen un tipo de conducta, no las va
a encontrar. Quien busca personajes de una coherencia indiscutible
tampoco los va a encontrar. Quien busca identificarse con uno de ellos,
saldrá defraudado. Sólo vemos la estela que va dejando
su paso por las páginas. Cada una tiene un color especial y
son miles y se entrecruzan y forman un tejido de intrincada trama.
Al mirar estas cartas, podríamos creer que Bolaño,
como decimos en buen chileno, le pone con pala. Pienso en Detectives
Salvajes y esa cincuentena de historias que se hallan en el centro
del texto. La única relación existente entre ellas es
la presencia real u ominosa de Arturo Belano o Ulises Lima. ¿Aparte
de eso, qué? ¿Qué tiene que ver Luis Enrique
Rosado, un profesor de literatura muy atildado que se enamora de un
seductor tunante llamado Piel Divina, bisexual, drogadicto, ladronzuelo
y dealer que termina muerto a balazos, con el espía nazi que
pretende detener el programa atómico israelí o los jóvenes
que viajan en una combie a través de Francia con destino a
las plantaciones de naranjas en Valencia o el periodista que no le
importa morir en Liberia?
Al contemplar el mapa de rutas que empiezan en cualquier lugar y
de pronto se interrumpen se puede sentir confusión, que es
semejante al miedo, al desorden, a la infiltración de la culpa,
al temor al desenfreno, al pavor a desintegrarse; o bien se puede
sentir indiferencia, nacida de una incapacidad de encontrar alguna
secuencia lógica a esa maraña de curvas, líneas
quebradas, dibujadas por una mano en apariencia insegura. O, por último,
se puede experimentar asombro. Esto nos ocurre a quienes admiramos
a Bolaño.
Si fijamos la vista en la trama, surge de ella una figura tridimensional,
o llamas formadas por los filamentos agitados, o un espectro holográfico,
o sentimos que nos alzamos del suelo, como si flotáramos, o
como si fuéramos de nuevo niños y saltáramos
sin miedo a caer sobre esta red firme que forman las trayectorias
de los personajes de Bolaño. La red nos sostiene, nos eleva,
nos arropa, nos hace reír, nos sirve de hamaca y nos despierta
acariciados por mil pares de manos de los mil personajes que han desfilado
por algún lugar del mundo novelesco de Bolaño.
Por decirlo en una frase, nos hace sentir libres. Nuestra vida puede
ser esta, la que ahora llevamos, y mil otras; puede cambiar en cualquier
momento, es cosa que nos decidamos a hacerlo, o que el azar se cuele
en los intersticios de la existencia y cambie el rumbo que alguna
vez creímos inmutable. Y cuando surge este relieve que nos
llena de asombro, también nos hace sentir leves. Ninguna de
nuestras decisiones es tan definitiva o tan trascendental. Y nos hace
sentir librados de un destino único y definitivo. Nuestra vida
está hecha de circunstancias, no de culpas. De sucesivas posibilidades,
no de sucesivos encarcelamientos. De futuro, no de pasado.
La compasión
La novela Detectives Salvajes en cierto modo me cambió la
vida, al dejarla proclive a su libre deambular más que obligarla
a ser como mis expectativas dictaban que fuera. A ser más bien
una curva bella como las que observamos en la naturaleza y no un vector
intransigente.
En buenas cuentas, la lectura de sus obras me hizo sentir compasión
por mí mismo, y lo digo en el mejor sentido del término,
y al notarlo supe que era la compasión que Bolaño sentía
por sus personajes. Esas miles de trayectorias entrelazadas se alzan
y nos envuelven amorosamente gracias a la compasión del autor.
Bolaño no entra en las razones de por qué hacemos las
cosas, nos contempla sin emitir juicio, acompañándonos,
compadeciéndose. Creo que él mismo se consideró
fruto de una carambola del destino, el resultado azaroso de la experiencia,
una vida en que una sola convicción permaneció intacta:
el valor de la literatura. Y más que una convicción
fue un sentimiento: el amor por la literatura. Pero dónde,
cuándo, con quién, nunca fueron del todo relevantes.
Esta mirada tiene un especial valor para la sociedad chilena, que
ha pensado de sí misma por siglos que cuna y tumba se corresponden,
y el camino entre ellas está prefijado. Y no me refiero solamente
a cosas de clase: el ya manido encierro entre cordillera y mar nos
tiene acostumbrados al anquilosamiento, a vivir rodeados de chilenos,
a sentir que nacimos aquí para morir aquí, que nuestro
mundo -familiares, amigos, trabajo, incluso prensa, políticos
e Iglesia- tiende a no cambiar.
Los personajes de Bolaño no siempre terminan bien, pero no
por eso sus vidas dejan de ser valiosas, interesantes, sujeto de ser
narradas. Al rescatar estas vidas mínimas y azarosas, Bolaño
nos rescata a todos. Nos perdona. La literatura nos perdona. La literatura
es la religión de los pecadores, de los escépticos,
de los extraviados. La literatura nos salva, ahora, mientras nos movemos
aquí en la Tierra.