A pesar del valor desigual de sus partes, estamos
frente a una fábula devastadora, impresionante y de interpretaciónes
inacabadas.
Preámbulo
El hecho de que no podamos anticipar los presentimientos, los juicios,
las segundas intenciones de los creadores dotados de talento, o incluso
genio, pertenece a la naturaleza misma del hombre. Cuando Alban Berg
murió en 1934, sin completar la orquestación del acto
III de "Lulú" - basada en las tragedias expresionistas
El espíritu de la tierra y La caja de Pandora, del
austriaco Frank Wedekind-
, esa ópera, considerada por muchos como la obra maestra suprema
del teatro lírico, permaneció sin representarse hasta
1979, poco después del fallecimiento de Helene Berg, viuda
del compositor, quien impuso la absoluta prohibición de intervenir
en la partitura. Sin embargo, en 1976, otro músico vienés,
Friedrich Cerha, había cumplido, en secreto, la tarea de concluir
la instrumentación del drama y si bien nunca podremos saber
en qué medida y en cuáles aspectos su versión
habría diferido con la de Berg, en ningún momento se
tiene la sensación de una mano distinta interrumpiendo el diseño
original. Otro tanto sucede con "Turandot", de Giacomo Puccini,
última cumbre del romanticismo tardío, cuyas escenas
finales se encomendaron a Franco Alfano (la reciente revisión
de Luciano Berio ha resultado un chasco).
Desgraciadamente, o quizá por fortuna, la literatura - y también
la plástica- , obedecen a leyes muy diversas. Así como
a nadie se le pasaría por la mente colorear el monumental dibujo
en sepia de Leonardo - "La Virgen con Santa Ana, el Niño
Jesús y San Juan", de la National Gallery, en Londres-
, se desconocen intentos por redondear El Castillo, de Kafka,
"mejorar" las últimas novelas del ciclo En busca
del tiempo perdido, de Proust - es decir, La fugitiva y
El tiempo recobrado- o agregar estrofas a Kubla Khan, o: La
Visión de un Sueño, de Coleridge. Los textos literarios
simplemente se resisten a ser manipulados por personas ajenas a su
autor y tal empeño está condenado al descalabro o acaba
por perjudicar, de modo irreparable, a la misma obra.
El mastodonte
La anterior referencia a Proust viene al caso, porque ya hay estudiosos
del legado de Roberto Bolaño que comparan, a favor de
este último, la serie novelesca del francés con 2666,
título póstumo del poeta y prosista chileno. En verdad,
la celebración hiperbólica, el éxtasis sin respiro,
la aclamación continua han saludado, en todos los medios hispanoamericanos
y, seguramente también en los sectores académicos, la
publicación de 2666. Si no fuera porque el gigantesco volumen
posee valor, uno tendría legítimo derecho a deducir
oscuras maniobras editoriales, extrañas semejanzas -por no
decir alevosas coincidencias y unanimidades- , a modo de una conjura
universal en aras de 2666, lo cual habría divertido al propio
Bolaño y hasta podría haber constituido la materia prima
de alguna narración suya.
Hay que decirlo con todas su letras: 2666 es un mastodonte de mil
200 páginas, centenares de ellas superfluas, prescindibles,
sobrecargadas de información innecesaria, en suma, agotadoras
hasta para los fanáticos de las novelas largas, como ocurre
con este crítico. 2666 está a años luz de La
guerra y la paz, Los hermanos Karamazov, Middlemarch u otros espaciosos
trabajos novelísticos del siglo XX que, por estructura y dimensiones,
pertenecen a la tradición decimonónica (La montaña
mágica, de Thomas Mann, El hombre sin atributos,
de Robert Musil, Los Thibault, de Martín du Gard, etc.).
Y es una lástima que así sea, pues Los detectives
salvajes, la anterior entrega de Bolaño de similar ambición,
se vincula, bajo la forma de una gran epopeya de aventuras y misterio,
con esa escuela, recuperando, en un nivel magnífico, el gran
arte de contar muchas y muy buenas historias, característico
del siglo XIX.
Bolaño, desde luego, no tiene la culpa de que 2666 nos llegue
en un solo tomo y, según la nota a la primera edición,
de Ignacio Echevarría, a él "le parecía
más llevadero y más rentable, para sus editores tanto
como para sus herederos, habérselas con cinco novelas independientes,
de corta o mediana extensión, antes que con una sola, descomunal,
vastísima, y para colmo no completamente concluida". El
reseñador ignora a los lectores entre los posibles beneficiados
del supuesto carácter "más llevadero y más
rentable" del proyecto original de Bolaño, aunque, más
adelante, se cuida de agregar que, en el futuro próximo, pueden
venir impresiones independientes de cada de las secciones que componen
este mamut novelesco (¿si se comprueba que ello es más
accesible y lucrativo, nos atrevemos a preguntar?).
La decisión de lanzar 2666 en un único compendio parece,
a simple vista, desafortunada y, peor aún, según los
propios términos de Echevarría, el crítico y
amigo de Bolaño, contraría expresamente los deseos del
escritor. O sea, estamos lejos de la determinación de Max Brod,
albacea testamentario de Kafka, quien violó las disposiciones
de su camarada y libró de las llamas algunos manuscritos que
después pasaron a ser piezas cumbres de la literatura universal.
Es evidente que 2666 se ha publicado en un formato opuesto al que
tenía in mente su creador y ello sugiere variadas conjeturas.
Para evitar calificarlas diremos, de paso, que si una probable intención
era lograr la deferencia crítica sin contrapesos, ella se ha
conseguido de modo rotundo. 2666 ha sido y seguirá siendo,
por un largo rato, una fiesta para los críticos. El tiempo
dirá si estos aplausos se mantienen o si quienes hoy ovacionan,
mañana cambiarán de parecer y continuarán prefiriendo
la superior producción previa de Bolaño.
Un poco de historia
Como lo hemos dicho en otras oportunidades, la reputación
de Bolaño fue bastante tardía y comenzó con
La literatura nazi en América (1996), culto, ingenioso,
divertido e inclasificable relato, consistente en una serie de treinta
biografías y un apéndice, que comprende unas trescientas
revistas, unidas todas por la común y vaga simpatía
al ideario nacionalsocialista (conviene recordarlo, el manuscrito
de este libro permaneció en el escritorio de la filial chilena
de una casa editora española, sin ser siquiera leído,
hasta que Bolaño entregó una copia, esta vez con más
suerte, a la sede en Barcelona).
A La literatura... siguió Estrella distante,
ligada a la anterior por su última referencia: un oficial de
la Fuerza Aérea de Chile, infiltrado en grupos de izquierda
antes del derrocamiento de Allende, deviene poeta, piloto versificador,
verdugo y finalmente es asesinado por encargo en una ciudad catalana.
Algunos personajes de La literatura... se conservan idénticos
en Estrella... - Abel Romero, Tatiana von Beck Iraola, el propio
Bolaño- , pero otros cambian sus personalidades y nombres,
desarrollándose hasta ser irreconocibles, como la propia crónica,
cuyo punto de partida, siendo muy parecido al de "Ramírez
Heredia, el infame", postrer capítulo de La literatura...,
va evolucionando y transforma a esta ficción en un ejemplar
de perfecta técnica narrativa. A Estrella... se le pueden
reprochar ciertos deslices idiomáticos -mezclas de chilenismos
y giros peninsulares- , algunos abusos (nadie leía, en el Chile
de 1973, a Elizabeth Bishop, Anne Sexton, Sylvia Plath o Alejandra
Pizarnik y pocos conocen hoy a Joyce Mansour, Norman Rockwell o Wiliam
Carlos Williams) y variados errores (la Guerra del Pacífico,
de 1879, es confundida con el conflicto contra la Confederación
Perú-boliviana). Sin embargo, estos reparos se olvidan enseguida
frente a la audacia del tema y su destellante ejecución. Escoger
a un tenebroso criminal como protagonista y presentarlo como un poeta,
nacido en la tierra donde ha surgido un aporte sustancial a la lírica
española del siglo pasado, requiere coraje y una inusitada
dosis de imaginación.
Es imposible resumir la infinita variedad de atractivos y los múltiples
grados de lectura presentes en Los detectives... y hacerlo
es, de alguna manera, limitar el potencial de un texto que es como
un torrente, un diluvio, una marea que se impone de inmediato por
el puro peso de su fuerza. El estilo de Bolaño en este extenso
trabajo novelístico es resultado de una labor de muchos años,
pero jamás se traduce en una prosa afectada, sibarítica,
efectista, sobreactuada, sino en la milagrosa naturalidad de una conversación,
en un verdadero aluvión narrativo, que fluye como por un cauce,
en una eclosión de historias hilvanadas sin pausa, como una
exhalación. Estamos ante una vitalidad expresada mediante la
sucesión de episodios in crescendo, sin aparente motivo central,
aunque presididos por una invencible corriente interna, donde cada
uno de ellos es más subyugante e hipnótico que el precedente
y cuya estructura general no decae en ningún momento. Muy por
el contrario, el interés aumenta y al dar vuelta a la última
página, deseamos que la trama hubiese continuado, que se hubiera
duplicado su longitud en número de carillas. De pocas novelas
escritas en castellano durante los últimos lustros puede decirse
lo mismo y muy escasas obras concebidas en otras lenguas pueden equipararse
con la narración cimera de Bolaño. Con todo, y pese
a la avasalladora espontaneidad de su estilo, el lector avisado notará
que el volumen conforma, asimismo, un artificio literario. Los
detectives... es una de las formulaciones novelísticas
más tributarias del mundo libresco que uno pueda leer en esta
época. Este rasgo se advierte, fundamentalmente, en dos perspectivas:
la primera y más obvia, dice relación con la infinita
cantidad de textos y artistas de la literatura de todos los tiempos
a que se hace referencia, desde cantores latinos hasta poetas de vanguardia,
desde novelistas y filósofos canónicos, hasta un sinnúmero
de escritores menores, ignotos o inventados por Bolaño. La
segunda vertiente es mucho más interesante y peculiar, puesto
que el dilatado tomo conforma, además, una reflexión
sobre el arte de escribir. Uno de los rasgos magníficos de
esta creación es la combinación indisoluble de amenidad,
pura y simple entretención, con el exorbitante bagaje cultural
del cronista, quien despliega una pasmosa facilidad para ser cultivado
sin descender a la pedantería, sin rebajarse nunca al engolamiento.
Las cinco novelas
¿Puede decirse algo remotamente parecido de 2666? De ninguna
manera. Como ya se sabe, el libro consta de cinco novelas: "La
parte de los críticos", "La parte de Amalfitano",
"La parte de Fate", "La parte de los crímenes"
y "La parte de Archimboldi". Al comienzo, se narra la vana
cacería en pos del excéntrico escritor Benno von Archimboldi,
cuyo último paradero conocido fue la urbe mexicana de Santa
Teresa -en la realidad, Ciudad Juárez, fronteriza con Estados
Unidos- . A continuación, el profesor Amalfitano da muestras
de creciente locura, mientras vive con su hija en esa localidad. Después,
un reportero de nombre Fate, arriba a Santa Teresa para describir
un combate de boxeo y comienza a interesarse por los homicidios de
mujeres que se suceden en el lugar. La cuarta y quinta parte son,
lejos, las más vastas -casi 400 páginas cada una- y
exponen, en detalles interminables, esas horrendas muertes y la trágica
vida, azarosa, increíble, repleta de incidentes, de Archimboldi.
Como observación preliminar, las dos primera partes son mejores
que las finales, donde muchas veces se pierde el hilo, hay demasiada
truculencia, sobre todo en el matadero en que se convierte Santa Teresa
y rebasan las anécdotas secundarias, las biografías
a la pasada, los incontables actores de reparto. También, a
modo de consideración provisoria, abundan, a lo largo de todo
el libro, los chispazos brillantes, las visiones paródicas,
la contemplación del pasado como presente continuo, descansando,
a la manera de Tolstoi, en la memoria del lector, todo ello presidido
por una mirada apocalíptica, desgarrada, visceral, fatalista,
de un continente - el nuestro- sin destino y una sociedad sin rumbo.
Algún día se hará un censo de los personajes
de 2666 (seguramente en una universidad norteamericana) y algún
día se situará a esta novela dentro del lugar que le
corresponde en la actual narrativa hispanoamericana. Los más
entusiastas ya la ponen por encima de Cien Años de Soledad
y contraponen el mito fundacional de Macondo, con el de la fiebre
destructiva de Santa Teresa, sin duda más vigente, menos totalizador
y de una singular manera, más universal. Por cierto, estamos
ante una fábula devastadora, impresionante, de interpretaciones
inacabables. 2666 puede resultar una narración compleja y frustrada,
aunque se trate de un naufragio deslumbrante.
2666
Roberto Bolaño
Anagrama, Buenos Aires, 2004.
1123 páginas.