Presenté el primer libro que Bolaño editó en
Chile. Fue en 1997, en Santiago, en la Plaza del Mulato Gil —una placita
chueca, medio escondida, donde trastabilla la bohemia chilena sin
esperanzas—. Era una tarde primaveral, un poco fría, las sillas
frente a la tribuna no se llenaron. Bolaño apareció
con su aire abstraído, nebuloso, como si se viniera levantando.
Y así
escuchó los elogios que le prodigamos, no como si no fueran
para él —lo que dice casi todo escritor en estos casos— sino
como si le tuvieran sin cuidado. El acto languidecía, los borrosos
bohemios del Mulato conversaban y reían sus cervecitas en la
periferia. Luego, el editor, Carlos Orellana, sacó una revista
vieja, medio descuadernada, y empezó a leer un poema desde
el podio. De reojo noté que, por primera vez en la desangelada
palidez de ese lanzamiento, Bolaño se animaba, una sonrisa
oblicua asomaba a sus labios: "No hagas eso, hombre", protestó
sin convicción. Y sin embargo, era evidente que "eso"
era lo mejor que el editor podía haber hecho: rescatar y leer
un poema viejo, que no venía al caso, perdido en una revista
descontinuada, que Bolaño había publicado cuando era
un poeta desconocido, sin futuro, ni editores, ni lanzamientos. Como
uno de sus personajes: un poeta salvaje y desesperado.
Creo que a Bolaño le sentaba mal la fama. Le caía pesada
al hígado, ese hígado delicadísimo que lo mató.
Se encontraba a disgusto en los podios, aun más, sospecho que
se encontraba a disgusto en la literatura "real" —o sea
lo que no es la literatura—: sus prestigios de contratapa y solapa,
sus honores de cartulina, sus tardíos reconocimientos. "Me
llegó tarde"— me dijo al día siguiente, comiendo
en el restaurante Venecia, al pie del cerro San Cristóbal,
mientras bebía un agüita amarga, de manzanilla—, "la
fama me llegó tarde". Y era como si la fama —no él—
fuera una vieja fea, a la que se soñó bonita cuando
uno era joven, y vino a entregarse cuando ya no podríamos,
ni querríamos, enamorarnos. Y de allí, la anticipada
desilusión, la rabia, la "extraña pasión
helada" de Bolaño (como lo describe Javier Cercas en su
novela Soldados de Salamina).
Vladimir Nabokov decía que la literatura debe leerse, no con
el cerebro, ni con el corazón, sino con la espina dorsal. Un
buen escritor se reconoce por un cierto escalofrío que recorre
la espina del lector al descubrirlo. Ese escalofrío fue lo
que sentí a comienzos de los noventa, cuando leí el
primer libro de Bolaño que cayó en mis manos. ¿O
debiera decir que lo "escuché"? Porque su prosa es
casi puro ritmo, música, entonación; el argumento apenas
un pretexto para el fraseo melódico. El estilo bolañesco
(qué mejor elogio se puede hacer de un escritor que convertir
su apellido en adjetivo) se pega al oído, se cuela en la propia
dicción. Ya hay autores jóvenes —y no tanto—, por todo
el idioma, repercutiendo a lo Bolaño, sacudidos por su escalofrío,
chicoteados por la envidia creativa. Y descubriendo, me temo, que
para escribir una prosa como esa tendrían que trasladarse a
vivir a un planeta distinto, digamos Júpiter, donde hay otra
gravedad, donde las palabras que en la tierra de nosotros pesan un
kilo, allá pesan una tonelada...
Exagero, claro. Pero es que el planeta de la obra de Bolaño
es desmesurado, exagerado, habitado por personajes iracundos y a la
vez exangües, vampirizados por la lectura (en sus venas traslúcidas
corre más tinta que sangre). En el planeta Bolaño no
hay psicologías sino sicopatías, no hay clases sociales
sino sectas literarias, no hay terrícolas, en suma, sino tripulantes
de una astronave a la deriva en una galaxia al borde de la extinción.
La astronave es la poesía —el núcleo poético
y no narrativo de su estilo— y la galaxia en extinción es la
literatura. La obra de Bolaño viaja por ese universo literario
colapsado, amenazado por el agujero negro de la falta de lectores.
Un universo cada vez más frío, y más grave, donde
el único refugio sería escribir para otros escritores
(que serían los últimos lectores), y lanzar libros al
vacío desde la astronave de los poetas jupiterinos, cada vez
más furiosos, más seguros del fracaso y la extinción
final.
Con esa ideología apocalíptica, milenarista, de la literatura
en extinción, no es extraño que el fracaso y la rabia
("un deseo de quemar el mundo") hayan sido los grandes temas
de Bolaño... Y el poder literario, su obsesión. El Bolaño
que conocí fue un escritor con una desolada ambición
de poder literario. Tan intensa que llegaba a ser ingenua (como si
se hubiera creído los cuentos de guerrillas poéticas
que él mismo escribió). Creía que la literatura
es un sistema de poder —que también lo es— y una batalla —que
también lo es— y en definitiva una mierda —todo lo que no es
escribir—. "No me sumergiré nunca más en el mar
de mierda de la literatura", jura el narrador, el doble de Bolaño,
en Estrella Distante. Sin embargo, viene la fama y no queda
más que sumergirse, hasta el hígado, hasta el cuello.
Y chapotear. Supongo que, por eso, casi su primer reflejo al volver
a Chile, después de veinte años, con esa pasión
helada suya, fue atacar a José Donoso. Indudablemente, si uno
concibe la literatura "real" como una batalla, los escritores
consagrados antes son el bando enemigo. Y lo primero es atacar al
cuello del general contrario, descabezar al monstruo del prestigio
literario establecido. Tuve mi momento de ingenuidad (quién
me manda a mí a defender a Donoso, que debiera defenderse solo)
y le contesté. Un correveidile de los que abundan en la plaza
chueca de la literatura chilena vino a decirme que Bolaño decía:
"Franz me traicionó". Y como soy leso, en vez de
reírme de su desorbitado belicismo, me piqué y quedamos
distanciados. Con lo que él vino a tener razón: la literatura
puede ser una guerra (lo que sinceramente es una mierda). Todo esto
ya no importa nada. Importa su obra y que escribía como los
dioses. Como un dios martillándose el dedo en el planeta Júpiter.
Y que ahora estará enfrentándose a ese "japonés
luchador de sumo"; que eso dijo una vez que era la muerte para
él.