Cuando tenía dieciocho años leí un libro de Ivan
Turgueniev cuya historia me persiguió durante otros dieciocho
años. No quiero decir con esto que cada día pensara
en la novela y en el destino tragicómico del principal de sus
personajes, pero lo que en ella se relataba cada cierto
tiempo parecía cernirse sobre mí como un asesino en
serie o como una pregunta recurrente. Ni siquiera recuerdo su título.
Entre los libros de Turgueniev que tengo en mi biblioteca no está.
Creo, pero no estoy seguro, que se trata de Rudin. Sin ninguna
duda es una de las novelas más tristes que he leído
en mi vida. Su argumento es el siguiente: un joven llega, a una casa
de campo, en realidad un palacio, propiedad de uno de los hombres
más ricos de la región. No recuerdo por qué aparece
allí. probablemente ha sido contratado por el rico propietario
como preceptor de sus hijos. Por supuesto, el joven viene de Moscú
o de San Petersburgo. Ha leído y está al tanto no sólo
de la última moda de la ciudad sino que también hace
gala de ideas avanzadas. En una palabra: es un intelectual y además
es hermoso como un héroe romántico y entre clase y clase
inocula a los jóvenes con el virus de la aventura y la revolución,
un poco a la manera de los primeros capítulos de El siglo
de las luces, de Carpentier, salvo que en el libro del cubano
los jóvenes están solos, en cierta forma son huérfanos
y los huérfanos, ya se sabe, están a medio paso de la
aventura y de lo que sea, y en el del precursor Turgueniev los jóvenes
alumnos no son huérfanos, todo lo contrario, y además
la revolución les queda a miles de verstas de distancia.
Primeras dudas
Por supuesto, esta lejanía a los jóvenes
rusos no les importa, y menos aún le importa a la mayor
de los dos hermanos, una joven guapa y despierta que empieza a soñar
con una vida bohemia en París en compañía, claro,
de su preceptor. Al principio el joven intelectual moscovita (pongamos
que es moscovita) se siente complacido por el amor que le demuestra
su alumna, pero luego, ante las perspectivas reales de futuro que
se despliegan si esa relación prosigue, empieza a dudar. Primero,
duda de que el amor de ella sobreviva a las estrecheces cotidianas
de una vida a salto
de mata, aunque esa vida se desarrolle entre París y Venecia
o entre París y Ginebra. Después duda de sí mismo,
pues una cosa es predicar y querer el cambio tanto político
como de costumbres, y otra muy diferente intentar llevarlo a cabo.
Acto seguido sopesa la reacción que puede tener el padre de
la muchacha, que lo aprecia como preceptor y como intelectual y que
no dudará, llegado el momento, en prestarle ayuda mediante
sus influyentes amigos de Moscú (o de San Petersburgo) para
que el joven consiga un trabajo mejor y se "labre un futuro seguro
y puede que hasta brillante, pero que en modo alguno tolerará
que su hija se case con él. Finalmente piensa en sí
mismo, en lo que quería antes de llegar al campo (la ayuda
del rico propietario, etc.), y en lo que tendrá si, haciéndole
caso a su corazón, escapa con la heredera desheredada.
En líneas generales, ahí está toda
la novela, similar en ciertos aspectos a Rojo y negro, de Stendhal,
aunque ciertamente inferior a ésta. Por descontado, el joven
y hermoso intelectual
opta por la seguridad (por su seguridad) y rechaza con elegante elocuencia
a su joven enamorada, la cual, según recuerdo vagamente, no
tarda en casarse con su anterior novio, un memo integral probablemente
rico, lo que demuestra que la muchacha romántica no era muy
inteligente o que se trataba de una masoquista inveterada o ambas
cosas. Pero entonces, cuando ya todo está irremediablemente
consumado y el lector espera el punto final, viene lo mejor de la
novela.
Vil e infame
El joven intelectual descubre de golpe que está,
de verdad, enamorado de la heredera. Y también se da cuenta
de golpe de que su actitud ha sido vil e infame. Creo, aunque no estoy
seguro, que le
escribe una carta a la joven y después intenta suicidarse en
los extensos jardines que rodean la mansión. No lo consigue
y en una sola noche descubre su amor y su cobardía. Al q día
siguiente, sin cartas de recomendación, se marcha del campo.
En Moscú, reintegrado al mundo, desaparece.
Nadie sabe nada más de él. Pasan treinta años.
El último capítulo o los últimos párrafos
de la novela muestran con profunda simpatía una barricada en
París defendida por los pobres, por los desheredados, pero
también por aventureros y bohemios llegados de los rincones
más alejados de Europa. El ejército carga contra la
barricada. Un viejo de pelo blanco, y en el que se adivinan los restos
de una perdida apostura, envalentona a los defensores desde lo más
alto de la barricada. Una
bala lo derriba. Unos desconocidos o tal vez unos amigos lo llevan
a su pobre habitación de extranjero. El viejo agoniza hablando
en ruso y Turgueniev nos sugiere que no sólo ha encontrado
el valor sino también el puente en llamas que une las palabras
y los gestos.
Hasta la última frase esperé, cuando tenía
dieciocho años, a que apareciera de pronto su antigua enamorada
para acompañarlo en su muerte. Pero la enamorada no apareció
jamás.
«Blanco y Negro Cultural», suplemento
del diario ABC