En 1996 Roberto Bolaño publicó un engendro literario
titulado "La literatura nazi en América",
e irrumpió como una bestia en esa pequeña casa de adobe
en que vivía amontonada la literatura chilena.
El portazo se escuchó en todas partes. En los siguientes siete
años, se despachó varias novelas y algunos libros de
poesía, ganó el premio Herralde y el Rómulo Gallegos
con "Los detectives salvajes", conquistó lectores
a diestra y siniestra y se convirtió en un polemista incómodo
pero adorable. Hasta que el año pasado, la muerte -que siempre
hace la misma gracia porque en verdad nunca ha sido muy fanática
de los grandes escritores, o quizás es al revés y por
eso se lo llevó- le dijo ya es suficiente. El escritor que
había salido de Chile cuando era muy joven para ir hasta México
y quedarse enredado en la rebeldía de una generación
de poetas veinteañeros y que luego se arrinconó para
siempre en un pueblo de la costa catalana llamado Blanes, murió
en una clínica de Barcelona cuando tenía 50 años,
una novela inconclusa y un hígado malo.
Ha pasado un año, y a estas alturas uno no sabe si referirse
a él como escritor a secas, como un escritor romántico
o un melancólico irresponsable (Brodsky dixit, que fue su amigo),
como un héroe (Brodsky también, aunque no es el único),
como una leyenda o como un mito, en el caso de que leyenda y mito
sean cosas distintas. Eso por un lado. Por otro: más allá
de los adjetivos que acompañen su nombre, tengo la sensación
de que hablar de él suelta la lengua, como si el articulista
ocasional se sintiera en una situación privilegiada para esgrimir
querellas de cualquier tipo. Lo digo porque ya parece un cliché,
cuando alguien escribe sobre Bolaño, descalificar a un tercero
posando de inteligente, como si hablar del occiso fuera algo parecido
a tener una metralleta en las manos.
Ahora bien, ni cómo se le nombre, ni las cosas que se digan
en su nombre, en verdad, son grandes dolores de cabeza, ninguno condenable
por lo demás, pero sí vale la pena dejarlos apuntados.
Por estos días la mejor excusa para hablar de Bolaño
es el libro "Entre paréntesis", que acaba
de salir del horno de Anagrama. Apuesto por una reseña simple:
aquí está todo, o casi todo, lo que Bolaño publicó
(o que los editores pudieron reunir, porque hay también inéditos)
en formato de columna, artículo, discurso o conferencia. El
grueso lo conforman los textos que como columnista escribió
para Las Ultimas Noticias y para el diario español Diari
de Girona. Pero hay de todo. Aquí está el "Discurso
de Caracas", leído en Venezuela con ocasión de
recibir el Premio Rómulo Gallegos en 1999. Está "Fragmentos
de un regreso al país natal" publicado originalmente en
la revista Paula, y está también aquel que tituló
"El pasillo sin salida aparente", un polémico ensayo
aparecido en la revista española Ajoblanco que no demoró
en circular en Chile provocando ácidas reacciones. Eso y más:
la conferencia inconclusa "Sevilla me mata", y la última
entrevista concedida a la edición mexicana de la revista Play
Boy, que para Ignacio Echeverría, prologuista del volumen,
viene a constituir algo así como una síntesis del genio
y figura de Bolaño.
Además de los textos, fechados entre 1998 y 2003, aparece un
Bolaño totalmente reconocible en la diversidad de los registros
que adopta. De ahí que la pura narración se cuele entre
las páginas de un ensayo o que a reglón seguido y con
toda soltura desenfunde la crítica más visceral. Repleto
de esa ironía fina que le era propia, el libro funciona también
como un recorrido por las lecturas y experiencias del autor, dibujando
el arco grueso de una autobiografía. Se trata de un libro imprescindible,
lleno de riesgo, a ratos sorprendente, firmado por ese equilibrista
de alturas que era Bolaño, el mismo que más de una vez
insistió en que la literatura era un oficio peligroso.
Entre paréntesis
Roberto Bolaño
Anagrama, 366 págs.