Roberto Bolaño
y la Literatura Mexicana
Un acto de reconocimiento
Por Christopher Domínguez
Michael
Revista de Libros de El Mercurio, Sábado
19 de Julio de 2003.
La más persuasiva de las novelas mexicanas de los últimos
años la escribió un chileno: Roberto Bolaño.
Los detectives salvajes (1998) es esa odisea latinoamericana
que esperábamos y como tal no puede ser sino una reflexión
sobre la literatura. Esta novela incluye muchos libros que iré
comentando a lo largo de este ensayo. Pero me interesa comenzar diciendo
que Juan García Madero, el joven aficionado cuyo diario abre
Los detectives salvajes y cuyo testimonio cierra magistralmente
la trama, representa a ese Ser Inmaduro —para usar las mayúsculas
caras a Witold Gombrowicz— que es todo joven aficionado a las letras,
creatura que enfrenta velozmente tanto el aprendizaje sexual como la admiración vicaria por una comunidad literaria. Al narrar
las insensatas aventuras de los fantasmales y trashumantes jefes del
realvisceralismo —caricatura de todas las vanguardias—, Bolaño
presenta una hipóstasis de la condición del escritor
contemporáneo.
Los detectives salvajes es una novela de la literatura, un
relato detectivesco, un cadáver exquisito, una novela en clave
y una clave para descifrar. Entre el radicalismo político y
la ansiedad erótica, a través del viaje interior y de
la fuga geográfica, muchísimos escritores latinoamericanos
han sido Ulises Lima y Arturo Belano, es decir, sicofantes de Rimbaud
y de Marx, editores marginales, desaparecidos poéticos, traficantes
ocasionales, detectives a la búsqueda de un Grial que, oculto
en la tradición literaria, otorgue sentido a las variadas formas
de fracaso inherentes a la literatura.
Roberto Bolaño vivió en México en los años
setenta del siglo XX. Nunca ha regresado. Los detectives salvajes
es, también, un libro sobre México y acaso la novela
más importante que un extranjero haya escrito sobre este país
desde Bajo el volcán (1949), de Malcolm Lowry. La certeza
irónica de su mirada, la prodigiosa memoria con la que reconstruye
el habla chilanga y la forma en que destaca a la ciudad de México
como una de las capitales culturales del planeta me llevan a hacer
semejante afirmación. O quizá mi confianza en sus poderes
se deba tan sólo a que Bolaño ha sido el único
autor que yo conozco que ha sido capaz de reparar en que la "noche
patialba del DF es una noche que se anuncia hasta el cansancio, que
vengo que vengo pero que tarda en llegar, como si también ella,
la mendiga se quedara a contemplar el atardecer, los atardeceres privilegiados
de México..."
Comenzar un ensayo sobre la literatura mexicana de la segunda mitad
del siglo XX exaltando una novela chilena, más que una provocación,
es un acto de reconocimiento: las literaturas nacionales, hijas ancianas
del romanticismo decimonónico, están muertas. Y el problema
de la crítica es no haber sabido enterrarlas. Parto, así,
de una incomodidad. Me molesta hablar de "literatura mexicana"
tanto como de literatura colombiana o, inclusive, de literatura francesa,
pero la meditación sobre el espacio nacional sigue siendo una
de esas obligaciones cuyo cumplimiento se espera del crítico.
Y esa esperanza es aún más fuerte en literaturas como
la mexicana, que aunque sus grandes escritores (Vasconcelos, Reyes,
Revueltas, Paz) fueron universalistas, todavía defienden, de
una manera no por rutinaria menos irritante, un discurso identitario.
En Tiros en el concierto. Literatura mexicana del siglo V,
me propuse seguir el hilo de Jorge Cuesta y afirmé, apoyándome
en la autoridad de nuestros clásicos modernos, que nuestra
literatura es un conglomerado de tradiciones cuya localización
carece de misterio: la cultura occidental.
Nuestros mestizajes y nuestros sincretismos (si es que utilizar este
último término en crítica cultural no expresa
una imperdonable falta de rigor) no son ontológicamente superiores
a los sufridos por los galos cuando entraron en contacto con el imperio
de Roma. Somos, como lo dijo Arturo Uslar Pietri y lo desarrolló
Octavio Paz, el Extremo Occidente. La crítica francesa Pascal
Casanova, en La república mundial de las letras (1999),
inclusive despoja a nuestra literatura de la ortodoxia de Herder:
los latinoamericanos, como los angloamericanos, tuvimos un romanticismo
tan débil porque no estaban en juego la defensa de una lengua
o de una religión. Los americanos somos herederos legítimos
de Shakespeare y de Cervantes, de los puritanos ingleses y del Concilio
tridentino. Sor Juana y Melville, Rubén Darío y Whitman
pertenecen al canon universal antes que a cualquiera de las literaturas
nacionales. En los siglos XVI y XVII, a su vez, a las lenguas precolombinas
les fue imposible acumular un capital literario traducido alfabéticamente,
de tal forma que la gran literatura americana escrita en inglés,
español o portugués queda también fuera del campo
semántico de los estudios neocoloniales.
Pero desprovistos del monopolio del exotismo, provenga del viejo nacionalismo
romántico o del multiculturalismo académico, ¿no
corremos el riesgo de sustituir un concepto tan vaporoso como la mexicanidad
por una apelación al universalismo que a menudo resulta antinómica?
El riesgo existe: si todos somos universales, nadie lo es. Pero hace
rato que dio la hora de asumir las consecuencias de la famosa frase
de Paz en El laberinto de la soledad: de qué manera
hemos sido contemporáneos de todos los hombres.
Leyendo Los detectives salvajes, de Bolaño, pude comprobar
cómo la disolución de las literaturas nacionales en
América Latina vuelve más hermosa y compleja la tarea
de trazar las fronteras imaginarias que cruzan la literatura mundial.
Antes de continuar debo aclarar, sin temor a incurrir en la obviedad,
que la literatura moderna es mundial desde hace varios siglos, desde
ese momento paradójico en que el latín fue sustituido
por las lenguas vernáculas. Desde Dante, Petrarca hasta Voltaire
y Goethe tenemos un desfile de escritores internacionales; fue el
siglo XIX la época que cultivó a la literatura como
supuesta exaltación del genio nacional. Y curiosamente, el
nacionalismo de los románticos alemanes o de los reaccionarios
franceses se volvió material de exportación, munición
europea para dotar a las desabastecidas artillerías de los
países periféricos. El romanticismo fue una cultura
internacional, como lo fue el elogio del francés de Joaquim
Du Bellay, enmarcado este último en ese capítulo de
la vida europea que fue la querella entre los Antiguos y los Modernos.
Que nadie se engañe: la historia de la literatura como horizonte
mundial es vieja y sólo tiene, hoy día, una relación
episódica o fenoménica con esa palabreja con aspecto
de señora gorda que divulgan los políticos y los periodistas:
la globalización. Esa globalización tiene, qué
duda cabe, su international ficcion o world literature,
que a menudo es la capacidad para decir en distintos idiomas la misma
imbecilidad al mismo tiempo. E inclusive, las recetas del éxito
editorial actual reproducen —en una escala planetaria que un Eugene
Sue, el exitoso rival de Balzac en 1850, jamás habría
soñado— la vastísima epidemia del folletón romántico.
Posdata
El texto anterior lo escribí en abril de este año como
parte de un libro en preparación. No sé si la precoz
muerte de Roberto Bolaño le dé mayor o menor sentido
a estas líneas. Sólo quisiera sumarme a esa sensación
que viaja de Barcelona a Santiago de Chile, pasando por México,
Caracas, París, de que con Bolaño hemos perdido a uno
de los escritores en verdad grandes de la lengua española.
Y un amigo, a quien le comenté la muerte de Bolaño tan
pronto me enteré, me dijo, "mira, un escritor mexicano
que nunca regresó a México". Es impropio posesionarse
de los muertos, pero dado que no conocí a Bolaño ni
fui su amigo, me atrevo a decir que pocas literaturas lamentarán
tanto su desaparición como la mexicana. Una edición
anotada de Los detectives salvajes sería, qué
duda cabe, un suculento paseo por la historiografía literaria
de hace treinta años. Pero la esencia, como traté de
decirlo más arriba, está en las extrañas maneras
mexicanas de Bolaño, resultado de una vida del espíritu
entre nosotros que duró el tiempo exacto para evadir tanto
el enamoramiento como el odio, o peor aún, la rutina. Durante
los años setenta la historia quiso que cierto México
y cierto Chile desarrollaran lazos profundos. En literatura, Roberto
Bolaño fue el fruto más inesperado e imperecedero de
ese accidente.