ANTICIPO
EXCLUSIVO
La batalla futura
Por Juan
Villoro
Revista de Libros de El Mercurio, viernes 5 de mayo de 2006
Gran amigo del autor de "2666",
Juan Villoro aceptó con entusiasmo el encargo de escribir el prólogo
de "Bolaño por sí mismo" (Ediciones Universidad Diego
Portales), libro en el que Andrés Braithwaite selecciona las
mejores entrevistas que dio el escritor chileno. La compilación llega
la próxima semana a librerías. Adelantamos un fragmento del
prólogo.
Mordaz y tierno, sofisticado y popular, desinhibido y pudoroso.
Roberto Bolaño era un gigante contradictorio. Si su cuerpo
sugería fragilidad, su escritura se alza como un despliegue de
contundencia, solidez, valentía. La publicación de Bolaño por sí
mismo (Ediciones Universidad Diego Portales) reafirma ese carácter
multifacético y explosivo del autor de Los detectives
salvajes.
La selección de entrevistas y conversaciones, realizada por Andrés
Braithwaite, incluye medios extranjeros y
abarca el período 1998-2003, es decir, cuando Bolaño ya ha dejado de
vivir como un piel roja que cazaba cuanto premio organizaban los
municipios españoles. Publica en Anagrama y Seix Barral, visita Chile y,
claro, empiezan a lloverle más premios. Y ni hablar de las entrevistas.
"No sé quién soy, pero sé lo que hago y, sobre todo, sé lo que no hago
ni haré jamás", contestó enigmático cuando le pidieron que se definiera.
Como si se tratara de un ars combinatoria, este tipo de respuestas iban
seguidas de la ironía, el exceso, la crítica. ¿Cuál es el rasgo chileno
que menos toleras?, le preguntó una periodista. "La ingratitud. El poco
valor que se le da a la obra de Dittborn, el organizador del Mundial del
62", dijo sin vacilar. En otra oportunidad le pidieron que mencionara
los cinco libros que lo marcaron a fuego, pero Bolaño advirtió que en
realidad eran cinco mil. Algunos de la lista: Moby Dick, Rayuela, El
castillo y Los aforismos de Lichtenberg.
En el prólogo, Juan Villoro destaca que Bolaño se movía en la
conversación "como un cazador que respira el olor de su presa y se
dispone a poner una trampa". Como un investigador interesado en los
cabos sueltos, solía hacer preguntas, cambiar de opiniones y alterar el
curso de la conversación. Buena prueba de ellos son los diálogos con
Piglia y Fresán. Con el primero habla de la traducción, la amistad y la
biblioteca, mientras que con Fresán se centra en la obra de Philp K.
Dick, mostrando su pasión como lector y el riesgo a la hora de emitir
juicios: "Dick va camino de ser un clásico y una de las características
de un clásico es ir mucho más allá de la buena escritura, que no es otra
cosa que una cierta corrección gramatical".
Bolaño por sí mismo se completa con una serie de fotografías hasta
ahora desconocidas. Aparece con pañales y como Bob Dylan, a los 27 años.
También en la redacción de una revista mexicana o con su padre en
Acapulco. Luego, con sus hijos Lautaro y Alexandra; en su estudio en
Blanes; y en su cumpleaños número 49, cuando su hígado ya no daba más.
Porque el cuerpo, como explicó él mismo, "es un maestro en el arte de
dar sorpresas, generalmente malas. Pero, en contrapeso, el cuerpo de los
demás nos suele dar buenas sorpresas, sorpresas gratas".
a. m.
Una noche de 1998 sonó el teléfono y oí una voz que atravesaba el
tiempo: "Habla Roberto, Roberto Bolaño". Nos habíamos conocido casi
veinte años antes. La comunicación no era muy buena; las palabras
parecían venir de un submarino. "Aquí hace mucho viento", explicó
Roberto. Estaba en Blanes, una pequeña ciudad en la costa del
Mediterráneo. "Donde se alza la primera roca de la Costa Brava",
precisó. Esa roca podía ser la última viniendo desde Francia, pero él
prefería que fuera la inicial. En conversaciones posteriores, cuando lo
visité en su casa, y a partir de 2001, cuando me instalé en Barcelona,
lo escuché singularizar las cosas con gusto por los extremos. Alguien
era "único", otro era "borderliner". Los matices le interesaban poco;
prefería corregir criticando. "
Como ha recordado Rodrigo Fresán, Roberto "no alentaba las
conversaciones en abstracto"; le tenía sin cuidado hablar de Dios, la
izquierda o el clima. Se sumía en la plática como un cazador que respira
el olor de su presa y se dispone a poner una trampa. Perseguía los temas
con esmero de taxidermista. Al poco rato, cambiaba de opinión: la
historia del sudamericano ejemplar se transformaba en la historia del
sudamericano canalla. Todo asunto es reversible para quien sepa
contarlo. Como los "monstruos esperanzados" que tanto le interesaban a
Roberto (las criaturas que padecen una anomalía y buscan adaptarse al
medio en forma excepcional), los relatos encontraban en su voz diversos
modos de sobrevivir. El vaquero insolado reaparecía como pistolero
místico o vaquero sudaca.
Con frecuencia, cometíamos el error de escucharlo en actitud
notarial, como si pormenorizara lo ya sucedido, un acervo
inmodificable, convertido en ley. Olvidábamos que su temple era el del
investigador: sólo le interesaban los cabos sueltos. Si le recordabas
algo que había dicho, y con lo que estabas de acuerdo, podías toparte
con su sonrisa diagonal: "¡¿Pero qué dices?!". Mónica Maristain le
preguntó en su ya célebre entrevista para Playboy: "¿Por qué le gusta
llevar siempre la contraria?". De manera ejemplar, el polemista
contestó: "Yo nunca llevo la contraria".
Las extraordinarias entrevistas con Roberto Bolaño equivalen a la
caja negra de los aviones. Las palabras antes del accidente. No se trata
de un calculado testamento, sino de la voz que atraviesa turbulencias
con una última entereza.
¿Qué pensaría él al verlas reunidas? Hay que considerar, de entrada,
su desprecio por los sistemas de consagración. Al mismo tiempo, resulta
imposible soslayar una paradoja: los géneros menores que practica un
autor - sus voces secundarias- sólo emergen con su consagración.
He usado la imagen de la cacería para las conversaciones con Roberto
porque es una de las muchas tareas de supervivencia individual que se
ajustan a su modo de narrar. El relator ponía una trampa y la cubría
cuidadosamente con hojas secas. Hablaba con el sentido de la
consecuencia de quien deja carnadas rumbo a un sitio de peligro. Inmerso
en los detalles, los olores, la hora exacta en que ocurrían las cosas,
el escucha se dejaba llevar por el asedio hasta advertir, demasiado
tarde, que la presa era él mismo: "¡¿Cómo pudiste creer eso?!",
exclamaba el piel roja feliz.
Las entrevistas que concedió incluyen celadas de este tipo.
Inflexible en el terreno de los afectos - un militante emocional, con
fobias y lealtades de hierro- , Roberto hacía que la conversación
literaria se moviera en el terreno de las conjeturas. Compartía con
Nabokov la idea de la escritura como simulacro que acepta las
condiciones de lo real sólo en la medida en que puede reinventarlas.
¿Hasta dónde hay que tomar al pie de la letra sus provocaciones, sus
salidas de tono, sus bromas, sus afortunadas desmesuras? ¿En verdad le
detuvo un tiro penal a Vavá? Cuando dijo que Gabriela Mistral era
extraterrestre, ¿elogiaba a la escritora y criticaba el oxígeno de la
Tierra, o sugería lo contrario? Seguramente sonreiría al saber que ha
logrado despistar al enemigo.
Las entrevistas son claves que rodean el campo de batalla, minas que
no han sido
desactivadas, pero estallan al margen de la estrategia
principal. El núcleo fuerte de la obra de Bolaño está en sus cuentos y
novelas, y en un extraño interregno: la zona en que su prosa se alimenta
de su poesía. Las entrevistas pertenecen al corpus literario en la
medida en que casi todas fueron contestadas por escrito y pusieron en
juego su imaginación y las líneas de fuerza de su prosa. "Inteligencia,
soledad en llamas", escribió José Gorostiza en Muerte sin fin. La
expresión se aplica sin pérdida a la actitud general de Bolaño ante la
escritura. Con todo, vale la pena tener presente que las entrevistas son
excursiones sin mapa definido que desafían al turista de ocasión y al
peregrino precipitado. Bajo la superficie de hojas secas hay ramas
afiladas como lanzas.
Borges afirmó que la fama es siempre una simplificación. Como tantos
grandes, Roberto Bolaño corre el albur de convertirse en mito pop. De
manera sugerente, las entrevistas que concedió son a un tiempo el tónico
y el antídoto de esa situación. El detective salvaje sigue retando a sus
lectores. Sus opiniones se debilitan al ser juzgadas como verdades
absolutas y ganan fuerza al ser leídas como rarezas esquivas (criaturas
provisionales como el "pez soluble" de Breton). Se trata de tomarlo en
serio no al modo de un gurú, sino de un escritor que usó las palabras
como lumbre y, al modo de Cocteau, supo que lo más rescatable del
incendio es el fuego.
Ante la pregunta de en qué persona o cosa le gustaría reencarnar,
ofreció una miniatura narrativa: "Un colibrí, que es el más pequeño de
los pájaros y cuyo peso, en ocasiones, no llega a los dos gramos. La
mesa de un escritor suizo. Un reptil del desierto de Sonora". Rara vez
rehuyó hablar de temas personales, pero no le interesaba la literatura
confesional, sino la autofabulación. Cuando le preguntaron por su mayor
remordimiento, dijo: "Son muchos y se acuestan y levantan conmigo y
escriben conmigo, porque mis remordimientos saben escribir".
Bolaño tuvo una clara estrategia de solitario que impone su ley,
repudia la convención, descree de la gloria y sus poderes. Resulta
difícil compartir todos sus juicios, en gran parte porque él mismo
desconfía de ellos: "A la literatura se llega por azar (É). ¿Dije que a
la literatura se llega por azar? No, no, no, a la literatura nunca se
llega por azar. Nunca, nunca".
Como conversador era menos enfático, pero su temperamento dependía de
las exageraciones, y los exagerados dominan la plática. Hacía muchas
preguntas, mostraba genuina curiosidad por los datos más nimios de los
otros, las travesuras que habían hecho los niños, cualquier cosa que le
contaran las mujeres, y luego recuperaba el hilo de una historia
larguísima, animada por la contundencia de los adjetivos, que podía ser
sórdida hasta el disparate. Hablaba con un exaltado afán de veracidad,
como si los detalles precisos fueran cuestión de honor. Lo oí referirse
con idéntico sentido de la apropiación a asesinos seriales, estrellas
porno, trovadores merovingios, poetas perdidos en el México del siglo
diecinueve.
En aquella llamada de 1998 traté de distinguir el acento que oía
después de casi veinte años, un acento trabajado por las emigraciones y
quizás enronquecido por el clima ("aquí hace mucho viento"). Roberto
pronunciaba las palabras con espontánea cautela, como si mostrara algo
valioso y barato a la vez, al modo de un vendedor callejero que abre el
impermeable para ofrecer una ristra de relojes chinos que imitan el oro
suizo. Un cuidado desaliño del habla que sólo podía definirse como
mezcla. Se servía de expresiones de Chile, México, España, y de ciertos
giros catalanes, pero su voz representaba el país de una persona. El
acento movedizo permitía saber dónde había estado y ocultaba adónde iba.
Esta singularidad le sentaba bien a alguien que había dicho: "Todo país,
de alguna forma, deja de existir alguna vez". El transterrado conserva
memorias progresivamente imaginarias; los países se diluyen y regresan
como restos entrañables y dispersos, al modo de las cosas que de pronto
aparecen en los bolsillos.
El uso fluido de fórmulas dispersas hacía que el fraseo de Roberto
fuera ya un acto de estilo. Además, fumaba tanto como un personaje de
Onetti y esto influía en su ritmo: un relator torrencial que hacía una
pausa para inhalar una bocanada y retomaba el relato con un impulso
asordinado por el humo.
Los conversadores que fuman tienen tendencia a las digresiones. En
esa primera llamada habló de suficientes cosas para que yo me pusiera
nervioso por el costo. "No te preocupes", contestó: "La casa es fuerte".
Le pregunté de qué vivía y fue la primera vez que lo oí definirse como
cazador de cabelleras. Acechaba concursos municipales de cuento y se
lanzaba sobre ellos como un cherokee. En realidad, en 1998 ya había
perdido esa costumbre y escrito un cuento maestro sobre el tema,
"Sensini", pero quiso situarse en ese pasado, quizás aprovechando que yo
no lo había leído.
En los años siguientes comprobaría su fascinación por ciertos
solitarios de intemperie: pistoleros, exploradores, gambusinos, gauchos,
hombres apartados de la ley común pero que se asignan a sí mismos una
moralidad severa, determinada por las arduas condiciones de su oficio.
En una entrevista declaró: "La literatura se parece mucho a las peleas
de los samuráis, pero un samurái no pelea contra un samurái: pelea
contra un monstruo. Generalmente sabe, además, que va a ser derrotado.
Tener el valor, sabiendo previamente que vas a ser derrotado, y salir a
pelear: eso es la literatura".
Le gustaba soltar las fórmulas del "mílite guerrero" al que el
Quijote se refiere en su discurso sobre las armas y las letras,
extraviarse en videojuegos donde podía ganar la batalla de Borodino o
Austerlitz, estudiar la intrincada maquinaria de la guerra. Sin embargo,
nada tan alejado de él como la celebración de la violencia. La
fantasmagoría bélica le brindaba un espejo extremo de la realidad, el
humo negro que había que detectar para huir de él. Conocer los circuitos
en que se mueve el horror, distinguir la metodología del mal, son formas
de comenzar a refutarlos. En parte por eso planeaba una Antología
militar de la literatura latinoamericana. Como las bombas que permanecen
enterradas en tiempos de paz, sus metáforas guerreras podían estallar
ante quien se acercara a ellas con descuido. No buscaban explicar la
realidad sino ilustrarla. Nada le hubiera desagradado tanto a Roberto
como ser soldado, pero seguía el precepto de Séneca de considerarse
soldado de las más diversas circunstancias.
Para elogiar el temple de un colega, decía cosas como ésta: "Con
Sergio González Rodríguez iría a la guerra". Aunque no tenía el menor
ánimo de enrolarse en un batallón, apreciaba la lealtad en situaciones
extremas y la activa oposición ante el horror. Una noche me comentó que
aún no me encontraba acomodo en su Antología militar. "¿Qué regimiento
te gusta?", preguntó con malicia. Le contesté que sólo me veía yendo a
la guerra como Bob Hope o Marilyn Monroe, en la sección de
entretenimiento para las tropas. "Con eso basta", respondió. Para sí
mismo, prefería papeles beligerantes. "Soy un marine", me dijo en el
restaurante japonés de Barcelona que tanto le gustaba: "Donde me pongas,
resisto". La fabulación de su destino como pionero en descampado era un
correlato psicológico de las vastas extensiones que abarcó como
narrador, de la guerra civil española al movimiento estudiantil del 68
en México, pasando por el frente ruso en la segunda guerra mundial, las
muertas de Ciudad Juárez y el golpe de Estado en Chile. Crítico de
tiempo completo, rehusaba quejarse de su situación. Cuando soltaba un
chiste terrorífico sobre su hígado, suponíamos que disponía de una mala
salud de hierro. Alguien que pasaba la noche entera escribiendo, sin
encender la calefacción, sólo podía ser descrito en términos de
fortaleza. Sin embargo, no le gustaba alardear de su temple. Estuvo
preso en Chile después del golpe de Pinochet, pero detestaba que se
exagerara al respecto. En una entrevista con Eliseo Álvarez comentó:
"Estuve detenido ocho días, aunque hace poco, en Italia, me preguntaron:
¿qué le pasó a usted?, ¿nos puede contar algo de su medio año en
prisión? Y eso se debe al malentendido de un libro en alemán donde me
pusieron medio año de prisión. Al principio me ponían menos tiempo. Es
el típico tango latinoamericano. En el primer libro que me editan en
Alemania me ponen un mes de prisión; en el segundo, en vistas de que el
primero no ha vendido tanto, me suben a tres meses; en el tercer libro,
a cuatro meses y, como siga, todavía voy a estar preso".
El motivo de la llamada de 1998 era una nota que yo acababa de escribir
sobre la muerte del poeta Mario Santiago (Ulises Lima en Los detectives
salvajes). Roberto hizo preguntas de sucesos ocurridos en 1972
y asuntos de la semana anterior. No pude satisfacer su curiosidad.
A la distancia, él había construido un país de la memoria, de espectral
exactitud. Se sumía con minucia de buscador de pruebas en una época
cuya mayor virtud para mí era que ya había transcurrido. Volví a ponerme
nervioso por el costo de la llamada. Ignoraba que en Europa hay tarjetas
de descuento, aunque nunca supe si él las usaba. Tal vez el único
derroche en su espartano código de vida fueran las largas horas de
telefonía con amigos distantes, tal vez en un gesto de honor se negara
a usar especulativas tarjetas de descuento.
El conversador pasional requiere de cierta lejanía para alumbrar
sin calcinar. Roberto evitaba la plática de circunstancias;
la intensidad de sus intereses hacía que toda charla fuera
una excepción. Imposible repetir la experiencia al día
siguiente. Por conveniencia mutua, el trato debía ser espaciado
y muchas veces telefónico.
Era bueno darle el privilegio de la iniciativa. Desde que trabajó
en un camping tenía horarios de vigilante nocturno y su salud
mermada no siempre lo predisponía a un diálogo ocioso.
Yo prefería que él llamara, pero había que responderle
rápido. En una ocasión tardé más de la
cuenta atendiendo a mi hija y colgó, muy molesto.
Pasaron dos o tres días antes de que pudiera devolverle la
llamada. “¡Te hablo por algo urgente y tardas siglos en contestar!”,
se quejó, indignado por no haber impuesto la agenda de la conversación.
Le pregunté qué era tan urgente. “¿No sabes que
murió Irán Eory?”, preguntó, el ánimo
recompuesto por los recuerdos de la belleza rubia que habíamos
idolatrado en México. Esto disparó una cadena de anécdotas
que desembocó en el mismo reproche de antes, ahora convertido
en una extraña virtud de mi parte: “Nunca permitas que nadie
te impida atender a tu hija”.
Otras conversaciones no fueron tan armónicas. Para facilitar
el diálogo había que respetar su severo código
de vetos. No aceptaba la menor crítica sobre México
(la última palabra que escribió, y con la que concluye
su novela 2666, fue precisamente ésa: “México”)
ni toleraba elogios a Chile. En su peculiar teodicea de los países,
hablaba de virtudes y defectos nacionales sin tomar demasiado en cuenta
la realidad.
Ajeno a la geopolítica, precisaba sus ideas como un mitógrafo:
“Latinoamérica es como el manicomio de Europa. Tal vez, originalmente,
se pensó en Latinoamérica como el hospital de Europa,
o como el granero de Europa. Pero ahora es el manicomio. Un manicomio
salvaje, empobrecido, violento, en donde, pese al caos y a la corrupción,
si uno abre bien los ojos, es posible ver la sombra del Louvre”.
A mediados del 98 Roberto me envió dos de sus libros, con
títulos emblemáticos: Estrella distante y Llamadas
telefónicas. Las palabras del que está lejos. A
partir de entonces, la voz fantasmal surgida del pasado se convirtió
en una constancia.
Nos habíamos conocido en 1976 en una premiación de
la revista Punto de Partida. Él tenía 23 años
y yo 20. Hubo un cóctel en los jardines de Ciudad Universitaria
y me detuve a hablar con Poli Délano, jurado de cuento. Roberto
había leído a Poli y se acercó a nosotros. Llevaba
anteojos de Groucho Marx y el pelo agitado por un viento imaginario
que conservaría dos décadas después. Supo que
yo había quedado segundo en cuento y dijo: “Yo apenas quedé
tercero en poesía, aunque en realidad merecería una
amonestación”. En sus poemas de Punto de Partida, había
escrito: “Nicanor Parra será el antipoeta, no yo”. La trayectoria
del autor de Nocturno de Chile sería una perpetua corrección
de sus ideas. Disfrutaba enormidades tener razón, pero sólo
en tiempo presente.
Luego escogía otro rumbo.
Una de sus anécdotas favoritas se refería a la militancia
política.
Fue anarquista hasta que conoció a otro anarquista. La condición
única era su signo: “Yo tengo un tipo de sangre que sólo
tienen los que han escrito Los detectives salvajes”, le dijo a Andrés
Gómez. No buscaba maestros ni discípulos, necesitaba
a los demás para probar la fuerza de sus intuiciones y discutirlas
a fondo; en este sentido, hacía de la discrepancia una forma
del afecto.
Era difícil olvidar lo que decía. En el remoto cóctel
de 1976 comentó que el exilio obligaba a preguntarse por la
patria del poeta. Con los años, él encontraría
este territorio en los caminos que recorren sus personajes. Aunque
no dejó de verse a sí mismo como alguien entregado a
la poesía, su mejor literatura trasvasa un género en
otro: desde la narrativa, recrea las condiciones que permiten el acto
poético. Ignacio Echevarría ha sostenido con acierto
que la figura narrativa dominante en Bolaño es la del poeta:
el investigador heterodoxo de lo real, el detective salvaje. Si Ricardo
Piglia ve al detective como una variante popular del intelectual (el
hombre que busca conexiones y una teoría que explique el entorno),
Bolaño escribe de poetas que indagan el reverso de las cosas
y transforman la experiencia en obra de arte.
Esto no necesariamente ocurre por escrito. Los poetas de Bolaño
viven la acción como una estética de vanguardia. Algunos
de ellos escriben cosas que no leemos, otros buscan la gramática
del desmadre, todos resisten. El cuento “Enrique Martín”, incluido
en Llamadas telefónicas, comienza en forma emblemática:
“Un poeta lo puede soportar todo. Lo que equivale a decir que un hombre
lo puede soportar todo. Pero no es verdad: son pocas las cosas que
un hombre puede soportar. Soportar de verdad. Un poeta, en cambio,
lo puede soportar todo. Con esta convicción crecimos. El primer
enunciado es cierto, pero conduce a la ruina, a la locura, a la muerte”.
Desde aquellos poemas de 1976 hasta —rima de cifras— 2666, Bolaño
persiguió con mirada insomne el heroísmo de los que
versifican fuera de la escritura, con los vidrios rotos y los fierros
oxidados que entregan las calles traseras de la realidad.
En La República, Platón indaga a los poetas con preocupante
interés: “Si un hombre capacitado llegara a nuestra ciudad
con intención de exhibirse con sus poemas, caeríamos
de rodillas ante él como ante un ser divino, admirable y seductor.
Sin embargo, indicándole que ni existen poetas entre nosotros
ni está permitido que existan, lo reexpediríamos con
destino a otra ciudad”. El platonismo rechaza la horda poética
no porque descrea de sus efectos, sino porque cree demasiado en ellos
y por lo tanto les teme. Bolaño comparte esta convicción,
pero otorga carta de naturalidad al poeta, lo cual equivale a decir
que lo manda de viaje: sólo en tránsito puede sobrevivir;
la ciudad ha seguido el paranoico consejo de Platón.
Al escribir de nómadas, Bolaño tenía presente
la idea de Raymond Russell de que el viaje es un “pretexto de movilidad”.
Lo interesante no es lo que sucede en la carretera, sino lo que siente
el hombre que se desplaza.
La decisiva extranjería del poeta es la de quien habla otra
lengua, reveladora pero intraducible. Su palabra (o su acción
que aspira a ser palabra) representa la disonancia. Ciertos personajes
de Bolaño se sirven de esta capacidad transgresora para metas
nada edificantes. En una de sus entrevistas, recuerda que Hitler fue
un buen lector. La cultura, en sí misma, no libera del oprobio.
Pocos autores rivalizan con Bolaño en su exploración
de las posibilidades destructivas de la sofisticación. A la
manera del sobrino de Rameau, personaje de Diderot que combina el
buen gusto con la vileza, los dandis vanguardistas que pueblan La
literatura nazi en América actúan como crápulas
excelsos, eruditos de complicada iniquidad. Con Estrella distante
y Nocturno de Chile, la enciclopedia de nazis del nuevo mundo conforma
una trilogía sobre la sensibilidad al margen de la ética,
o sin más ética que la Forma. Si en los albores de la
Revolución francesa Diderot seocupa del pacto que el refinamiento
puede sostener con la inmundicia, en la Latinoamérica de las
dictaduras Bolaño despliega una galería de infames capaces
de conjugar con elegancia la gramática de la tortura. Enemigo
de las simplificaciones, crea sujetos facetados, poliédricos:
Wieder, el poeta que escribe versos con la cauda de su avión
en Estrella distante, es tan represor como artista. En él la
creatividad coexiste con la depredación.
Poetas, por todas partes poetas. Chamanes próximos como Mario
Santiago, visionarios en órbita como Philip K. Dick. Octavio
Paz aparece en Los detectives salvajes, extraviado en el Parque Hundido.
Una frase cae como una flecha en su recorrido circular: “El poeta
no muere, se hunde, pero no muere”.
Ya en una de sus primeras novelas, La senda de los elefantes (reeditada
como Monsieur Pain), Bolaño describía a César
Vallejo aquejado de hipo. El intercesor con los heraldos negros yace
en una cama y se somete a un tratamiento hipnótico. Lo único
que se escucha de él es un quejido. Lo inefable, sugiere el
novelista, proviene de esa garganta rota, el desgastado instrumento
del poeta. La entereza en la debilidad reaparece en Amuleto, que recupera
el caso real de una mujer encerrada en un baño mientras el
ejército mexicano invade Ciudad Universitaria en 1968. El asedio
conduce a una elegía a la madre de todos los poetas.
Uno de los aspectos que Bolaño apreciaba en Malcolm Lowry
y Henry Miller era la capacidad de situar a artistas en situaciones
muy poco artísticas y forzarlos a ejercer ahí su poética.
El detective salvaje encuentra un sistema para esta condición:
orienta su aventura en torno a una búsqueda (Cesárea
Tinajero en Los detectives salvajes, Benno von Archimboldi en 2666)
y resuelve crímenes que no han sido codificados. Robbe-Grillet
ha comentado que se considera un autor policiaco, no en la cuerda
de Raymond Chandler, sino en la de Sófocles: escribe de quienes
no saben que son culpables. Bolaño rara vez se sirve de una
intriga y no pospone las soluciones al modo de un novelista de deducción
policiaca; sin embargo, como Piglia en Respiración artificial
o Robbe-Grillet en Reanudación, ordena la trama en torno a
personajes que investigan, detectives de una alteridad que se les
resiste. Sus continuos encomios de la valentía se inscriben
en esta estética. Encontrar es un atrevimiento. Sin embargo,
su imaginación no privilegia lo extravagante, sino la novedad
de las zonas comunes. Como Perec, busca fulgores infraordinarios.
La prosa de Bolaño depende de leves rupturas en la percepción
de lo real. Llama la atención el poco interés que concede
al mundo subjetivo de sus personajes. Cuando refiere un sueño
lo hace con la sobriedad exterior de un delirio de Kafka. Su escritura
no depende de la introspección, sino del recuento de los datos.
Aunque sus personajes opinan mucho, no ofrecen ideas sobre ideas,
sino actas de descargo. Forenses de lo cotidiano que es inusual, levantan
inventario y comentan sus hallazgos.
En su última obra Bolaño perfeccionó el recurso,
desplazándolo de los personajes al propio narrador. En Los
detectives salvajes un coro múltiple se narra a sí mismo
a través de monólogos. El autor está del otro
lado de un vidrio de espejo, registrando declaraciones. Apenas publicada,
la novela se convirtió en objeto de culto, un I-Ching en el
que se adivina hacia atrás, para descifrar lo ya sucedido,
el Libro de las Mutaciones de una generación, una época
pensada en primera persona, donde cada quien es detective de su destino.
El procedimiento se altera en 2666.
Los personajes son trabajados como casos, sujetos ajenos a las vacilaciones
de la vida interior que al modo de los héroes griegos avanzan
a su desenlace sin cerrar los ojos. Los capítulos representan
las carpetas de un investigador. Esta vez el detective está
fuera del libro, narrándolo. Si los crímenes de Ciudad
Juárez son descritos como un peritaje médico, los protagonistas
integran un archivo de datos: tienen acciones, no conjeturas.
El recuerdo o el anhelo importan poco al investigador; no puede extraviarse
en las posibilidades del pasado o el futuro; debe enfocar el presente
donde las huellas dactilares trazan una película confusa y
sin embargo legible; no se pregunta por qué esos personajes
hacen lo que hacen: reconstruye los hechos. La vida diaria se abre
como un misterio equivalente a las fosas comunes de Ciudad Juárez.
De ahí la peculiar energía del libro y su tensión
de avance.
Las entrevistas representan una zona lateral pero significativa de
este método de exploración. Son como los objetos numerados
con que el investigador trata de reconstruir los hechos. Una bala
perdida, un vaso con rastros de lápiz labial, un mechón
de pelo, cosas que pueden tener que ver o no con los sucesos, pero
que indiscutiblemente estuvieron cerca de ellos.
El detective rescata y ampara. No quiere decirlo porque eso vulnera
la dureza de su oficio, pero cuando duerme tiene sueños de
protección.
El libro de poemas Tres termina con el salvamento de una infancia
ajena: “Soñé que Georges Perec tenía tres años
y lloraba desconsoladamente.
Yo intentaba calmarlo. Lo tomaba en brazos, le compraba golosinas,
libros para pintar. Luego nos íbamos al Paseo Marítimo
de Nueva York y mientras él jugaba en el tobogán yo
me decía a mí mismo: no sirvo para nada, pero serviré
para cuidarte, nadie te hará daño, nadie intentará
matarte.
Después se ponía a llover y volvíamos tranquilamente
a casa. ¿Pero dónde estaba nuestra casa?”.
La literatura de Bolaño es la casa a la que se dirige el hombre
que duerme. Su sueño es de una precisa realidad.
No hay subjetividades extrañas.
Una casa, un niño, un cuaderno para pintar. Quizás
lo que encierra esta breve parábola es la asimilación
del genio a la inocencia. Importa que Perec tenga tres años
y esté hecho de futuro.
Cuando el autor de 2666 fue internado en el hospital, el aire ardía
como un mensaje del horror. Hacía siglos que Marte, el planeta
guerrero, no estaba tan cerca de la Tierra. Poco antes de la muerte
de Roberto, se incendió el camping Estrella de Mar, donde él
fue velador nocturno. Nadie recuerda otro verano igual en Cataluña.
Fuimos al funeral en el tanatorio de Les Corts como a una reunión
en los desiertos de los que él había escrito. A los
pocos días, el aire sufrió un cambio repentino. Llovía,
“con lentitud poderosa”, como en la vana tierra de los inmortales
que imaginó Borges. El agua caía, semejando un milagro
inútil o un demorado bautizo. Roberto Bolaño había
iniciado su resistente posteridad, distinción que le interesaba
menos que aprovechar el más allá para inscribirse en
un curso de Pascal.
Cuando le preguntaron cómo le gustaría ser recordado,
contestó: “Ésa es una batalla futura”. Recordar a alguien
es permitir que siga peleando.
Sobre todo si se trata de un detective y sobre todo si debe cuidar
al joven Perec para que crezca y crezca y escriba La vida instrucciones
de uso.
La batalla continúa.