UNO
Esto no es lo que yo quería escribir. La idea era otra, el
plan era diferente. Lo que me había propuesto era llevar un
cuaderno de bitácora de 2666, un diario de lectura de
la meganovela póstuma de Roberto Bolaño. Ir anotando
y recopilando –como si se tratara de pies de página o de comentarios
al margen– impresiones, ideas, ecos y hasta recuerdos. Una suerte
de autobiografía de un lector cuya vida duraría lo que
duraba el libro y, por suerte, era un libro largo. MUY largo. Pero
las cosas no salieron como yo pensaba y lo que tengo para decir aquí
ocupará mucho menos tiempo y espacio. Porque la verdad sea
dicha: recibí las pruebas encuadernadas de 2666 y empecé
a leerlas –leí eso de “La primera vez que Jean-Claude Pelletier
leyó a Benno von Archimboldi...”– y ya no me detuve para anotar
nada hasta la página 291; hasta el final de la segunda parte/novela
de 2666. Y lo que anoté entonces –en rotundas mayúsculas–
fue lo siguiente: NADA QUE ANOTAR. NADA QUE DECIR. DIFICIL ESCRIBIR
ALGO SOBRE TODO. Escrito esto, ya no volví a escribir nada
hasta superar la última página donde se lee eso otro
de “Poco después salió del parque y a la mañana
siguiente se marchó a México”.
Después –sin aliento y encandilado– me puse a escribir esto
otro que no es lo que yo quería escribir, pero que es lo que
hay. La verdad sea dicha: no tiene mucho sentido leer sobre 2666;
hay que leer 2666.
DOS
Y se me ocurre que la lectura de 2666 es consecuencia de la
escritura de 2666. Me explico: la escritura nocturna y lanzada
al abismo de 2666 -Bolaño jugando una carrera contra
todo, noche tras noche, por alcanzar la última página
de su novela antes del último amanecer de su vida– opera en
el lector causando un efecto similar. No importa la hora que sea;
cuando se lee 2666 uno no demora en rendirse a una suerte de
trance entre sonámbulo e insomne.
En 2666, la prosa de Bolaño cautiva más que en
ninguno de sus otros libros porque de lo que aquí se trata
es de conseguir una suerte de summa artística, de todo armónico
y al mismo tiempo disfuncional donde –por medio de epifanías
de larga distancia suspendidas en el espacio o abruptas aceleraciones
en el tempo enmarcadas en el formato de novela abierta, de novela
exterior e interior al mismo tiempo–, lo que se persigue y se alcanza
no es otra cosa que una teoría del mundo, de todo el mundo.
TRES
En la página 264 de 2666, el chileno errante Amalfitano
recibe la visita de una voz nocturna y espectral que le habla de algo
que Amalfitano no entiende y que la voz define como “historia descompuesta”
o “historia desarmada y vuelta a armar”. Y que –comprende Amalfitano
aunque no comprenda– es aquello que sucede cuando “la historia vuelta
a armar se convertía en otra cosa, en un comentario al margen,
en una nota sesuda, en una carcajada que tardaba en apagarse y saltaba
de una roca andesita a una riolita y luego a una toba, y de ese conjunto
de rocas prehistóricas surgía una especie de azogue,
el espejo americano, decía la voz, el triste espejo americano
de la riqueza y la pobreza y de las continuas metamorfosis inútiles,
el espejo que navega y cuyas velas son el dolor”. Esta voz que no
está definiendo a otra cosa que a 2666 bien podría
ser -así lo hacen pensar varias anotaciones a las que alude
el crítico y albacea literario Ignacio Echeverría en
la nota que cierra la novela– la de Arturo Belano, protagonista de
Los detectives salvajes y supuesto alter ego de Bolaño. En
alguna conversación, como al pasar, Bolaño se confesó
tentado de que Belano acabara como una suerte de eternauta viajando
a través del tiempo y transmitiendo desde el futuro. Y digo
supuesto alter ego porque me parece que con Belano, Bolaño
consiguió algo mucho más interesante que el habitual
disfraz que utiliza un escritor paraconvertirse en personaje. Se me
ocurre que, tal vez, Belano sería igual a Bolaño si
Bolaño hubiera optado por ser Belano y no por ser el Bolaño
que acabó escribiendo a Belano. Algo así. ¿Está
claro? ¿Sí? Creo que no. Bueno, lo siento.
CUATRO
En cualquier caso –otro punto que me parece interesante–, Belano es
más un protagonista/espejo que otra cosa. En Belano suelen
proyectarse segundos y terceros y multitudes y generaciones. Con esto
quiero decir también que Bolaño fue el escritor menos
autofabulador que he conocido (más allá de que contara
con un amplio y convulso historial para construir en vida su propia
leyenda, en caso de que esto le hubiera interesado). No hay muchos
así: Bolaño era todo un personaje; pero poco y nada
hablaba de su historia, de su pasado, de lo que había vivido
y por lo que casi había muerto. A veces, se le escapaba algo
en una entrevista y yo, después de leerla, lo llamaba para
preguntarle sobre eso, y Bolaño cambiaba de tema y a otra cosa.
A Bolaño le divertía mucho más fabular sobre
los demás. Inventarse historias, hipótesis, teorías
conspirativas abarcando desde los concursantes de Gran Hermano a la
posibilidad de que Bin Laden fuera un holograma generado en los laboratorios
de una agencia de seguridad norteamericana muy por encima de la CIA
y el Pentágono. Esta vocación por la conjura está
claramente estipulada en todos sus libros, en su visión de
una realidad alternativa, en un presente al que a veces sospechaba
como escrito desde el futuro: desde el imposible año/cementerio
2666 donde ya no todos serán famosos por quince minutos
sino que quince minutos será todo lo que habrá para
justificarse, para hacerse acreedor a una lápida noble o a
un mausoleo resistente. Para Bolaño, el futuro era el exilio
definitivo y el exilio posiblemente sea El Tema de la obra de Bolaño;
pero a no confundirse, por favor: El exilio NUNCA fue la estrategia
de Bolaño como escritor. Y eso no sólo lo honra sino
que lo hace tan diferente a los demasiados autofabuladores. Como la
esquiva Cesárea Tinajero en Los detectives salvajes y como
el escurridizo Benno von Archimboldi en 2666, Bolaño
se mitificaba desapareciendo. Y que lo busquen si son valientes.
CINCO
Se nos dice también en 2666 que “Leer es como pensar,
como rezar, como hablar con un amigo, como exponer tus ideas, como
escuchar música (sí, sí), como contemplar un
paisaje, como salir a dar un paseo por la playa”. Y he aquí
–éstas son– las posibles instrucciones para hundirse sin ahogarse
en esta última novela de Bolaño. Una meganovela armada
y desarmada. Una playa donde pasean otras cinco novelas –La parte
de los críticos (un vaudeville académico), La parte
de Amalfitano (una historia de fantasmas donde todos los vivos parecen
muertos), La parte de Fate (el tránsito existencialista de
un periodista deportivo), La parte de los crímenes (el censo
tan clínico como lírico de cientos de cadáveres
de mujeres asesinadas), La parte de Archimboldi (la crónica
de la deformación del soldado Hans Reitner para que se forme
el escritor Benno von Archimboldi)– que se relacionan no como cajas
chinas o muñecas rusas sino que parecen fundirse unas con otras
proponiendo una suerte de historia alternativa del siglo XX. Y que
–como su hermana siamesa Los detectives salvajes, pero con diferente
polaridad– es otra crónica de los lazos de sangre, sudor y
lágrimas que unen y separan a Europa de América.
Por ahí leemos que “la historia, que es una puta sencilla,
no tiene momentos determinantes sino que es una proliferación
de instantes, de brevedades que compiten entre sí en monstruosidad”
y, sí, también de eso trata 2666.
SEIS
Y si Los detectives salvajes podía leerse como un viaje
de ida –como la trayectoria en miles de direcciones partiendo desde
ese punto concentrado de energía que era una visión
y una revisión de la revoluciónlatinoamericana pasada
por el filtro de una ars poética donde el único credo
posible era el verso–, entonces 2666 se propone como el Yang
de aquel Yin: parte desde múltiples ciudades de Europa en busca
de la revelación de un misterio mexicano viviendo y muriendo
y siendo asesinado en una ciudad de frontera con nombre de santa.
Y lo que aquí se discute no es el arte de la poesía
neomundista, realista y visceral, sino el arte de la novela como uno
de los rasgos distintivos y nobles del viejo mundo. Así, en
Los detectives salvajes se iba tras la pista inframundista de la poeta
Cesárea Tinajero mientras que en 2666 lo que se investiga es
la prosa europea de Benno von Archimboldi. Una y otra terminan en
un desierto. Uno de esos paisajes amplios –playas, cielos, océanos,
cordilleras– que Bolaño siempre escribe en cinemascope y súper
8 al mismo tiempo. Lo mejor de ambos mundos.
SIETE
Y en el texto de la contraportada se menciona el concepto de “agujero
negro” devorando las luces de los muchos personajes que viven y mueren
en 2666; pero también puede entenderse al inconfundible
estilo de la prosa de Bolaño –capaz de hacer comulgar la carcajada
y el espanto en una sola y serpenteante oración– como un agujero
blanco: un novedoso fenómeno espacial que irradia toda esa
luz que devoró durante años y que acaba encandilando
a fuerza de genio y sentimiento. Está claro que aquí
las intenciones de Bolaño eran formidables. Y que el resultado
es magnífico. Lo que consigue aquí es la Novela Total
ubicando al autor de 2666 en el mismo equipo de Cervantes, Sterne,
Melville, Proust, Musil, Pynchon, Vollmann y Stephenson: hombres también
empeñados en la búsqueda, hallazgo y escritura de lo
que el chileno define aquí como “centro oculto” o “el secreto
del mundo” mientras –como el miniaturista Borges– va construyendo
y citando escritores y obras dentro de su propia obra de escritor.
Otra vez, lo mejor de ambos mundos: la amplitud de la saga, la concentración
de la anécdota.
Pensar en 2666 como en un colosal motor novelístico de movimiento
perpetuo alimentado con el combustible de incontables relatos. Un
inagotable mural mitad El Bosco y mitad Diego Rivera: todo y todos
se mueven y van y vienen y se cruzan en la tierra y en el aire emparentados
por rasgos artísticos (como la obsesión casi patológica
por el escritor alemán Benno von Archimboldi); monstruosos
(la montaña creciente de cadáveres de mujeres asesinadas
en la ciudad mexicana de Santa Teresa, transparente máscara
de Ciudad Juárez y cuyo mayor basurero clandestino, me parece
pertinente destacarlo, se llama “El Chile”, que es un ají picante
pero también un país); o culinarios (múltiples
variaciones a la hora de preparar chuletas de cerdo).
Al igual de lo que ocurría con Los detectives salvajes
–la otra gran novela coral y polifónica y sísmica de
Bolaño–, todo intento de sinopsis es tan inútil como,
finalmente, innecesario. Porque la maravilla de los detalles microscópicos
de 2666 sólo puede y debe apreciarse con modales macro; dejándose
llevar por el torrente de páginas y situaciones y personajes
donde el lector se pierde primero para, después, enseguida,
encontrarse.
Pensar en 2666 como en esa escena final de Citizen Kane: un
largo y elevado travelling sobre las posesiones acumuladas por un
magnate, en las tripas de su palacio, a lo largo de toda una vida.
Sólo que aquí no hay Rosebud ardiendo al final del recorrido
y explicándolo todo. El centro oculto y el secreto del mundo
permanecen invisibles e inviolables, porque las novelas y las vidas
jamás gozarán del orden impuesto por los primeros estudios
y los últimos magnates a la hora de cerrar una historia.
OCHO
Casi al final de Estrella distante –el primer libro de Bolaño
que leí– me encontré con una frase que me impresionó
y me sigue impresionandomucho. Allí se lee: “Esta es mi última
transmisión desde el planeta de los monstruos”. Recuerdo que
entonces no pude evitar imaginarme a Bolaño como una suerte
de disc-jockey en órbita, sin optimismo ni esperanza –como
en Doctor Bloodmoney, esa novela de Philip K. Dick que se contaba
entre sus preferidas–, transmitiendo para los monstruos que se arrastraban
sobre la faz de la tierra. Monstruos a secas. Monstruos monstruosos
librando batallas que abarcaban generaciones y continentes y que masacraron
a los miles de jóvenes que invoca con prosa de espiritista
Auxilio Lacouture al final de Amuleto. Bolaño no como el Kurtz
de Conrad sino como el Kurtz de Coppola o, mejor dicho, como el Kurtz
de Brando. Alguien que ordena que arrojen las bombas y que exterminen
a todos para así preservar la memoria coral de esas jóvenes
multitudes épicas y desaparecidas que van siendo bautizadas
a lo largo de los libros de Bolaño con diferentes nombres:
“los sudacas voladores”, “los niños más lindos de Latinoamérica”,
“los jóvenes envejecidos”, “los perros románticos”,
“los veteranos de las guerras floridas”, “los monstruos”, “los detectives”,
“los detectives helados”, “los detectives latinoamericanos”, “los
detectives perdidos”, “los detectives abrumados” y, por fin, el definitivo
“los detectives salvajes”.
2666 es –ahora sí– la última y atronadora pero
afinada transmisión desde ese planeta que está en éste
y en el que, invisible pero en todas partes, muerto aquí pero
vivo en su obra, Bolaño se transforma ahora en una especie
de Cesárea Tinajero o de Benno von Archimboldi y convierte
a sus lectores en nuevos realistas viscerales, en flamantes archimboldianos.
Porque todos los libros de Bolaño –de un modo u otro, con amor
o con espanto– siempre apuntan y disparan y dan en el blanco de lo
mismo: a la hora de la verdad, el escritor siempre es el verdadero
héroe y el único destino posible de toda peregrinación
santa o sacrílega.
2666 es el sitio al que llegó Bolaño y al que
ahora invita a sus lectores a que lo sigan. Es un viaje largo, pero
como sucede con las mejores travesías, avistado el puerto del
final, descubrimos que hemos ganado tiempo en lugar de perderlo. Pocas
veces se ha publicado una novela póstuma más vital;
hace mucho que no aparece en español algo tan trascendente
y asombroso como 2666; y poco y nada importa –salvo porque
una página más de Bolaño siempre será
motivo de alegría– el perfil inacabado de su fachada.
2666 es uno de esos monumentos que han llegado para quedarse,
para permanecer. Bolaño, para nuestra felicidad, y con modales
de faraón todopoderoso pero mortal y ateo, ha erigido esta
pirámide que lo sobrevive y lo honrará por siempre.
Pirámide frente a la que nosotros, afortunados testigos, turistas
privilegiados –como suele suceder con las pirámides–, no dejaremos
nunca de preguntarnos, una y otra vez, cómo cuernos fue que
lo hizo.