"Print
the legend!"
Por
Javier Cercas
Babelia 14 de abril de 2007
La
figura del escritor chileno Roberto Bolaño no para de crecer. Ya
antes de su muerte con 50 años, en 2003, empezaba a ser leyenda, especialmente
en América Latina. La edición de un libro de relatos y un poemario
póstumos sirven para revisar la figura del creador de Los detectives
salvajes y 2666 a través de un mosaico realista según
varios escritores.
Casi cuatro años después
de su muerte, la leyenda de Roberto Bolaño continúa. Me refiero
a la leyenda que unos y otros empezaron a construir desde el mismo momento de
su muerte, claro está, no a la que el propio Bolaño escribió
en el frenesí monástico de sus últimos años tras una
vida entera consagrada con tenacidad a la literatura. Como su propio nombre indica,
ambas leyendas no se ajustan a la realidad, pero la que escribió Bolaño
tiene la inmensa ventaja de que es, en cierto sentido, más verdadera que
la verdad, mientras que la otra es en lo esencial mentira o es una mentira forjada
con ingredientes de la verdad, que es la forma más cabal de la mentira.
La leyenda que Bolaño construyó en sus libros vivirá muchos
años, o eso es lo que yo creo; la que han construido los otros se esfumará
pronto, o eso es lo que yo espero. Casi sobra decir que esta última era
previsible: más allá (o más acá) del valor literario
de su obra, el hecho de
que Bolaño muriera joven y en la cima de su potencia creadora y su prestigio
vedaba, supongo, cualquier otra posibilidad; la incurable propensión mitómana
de nuestro medio literario, sumada a nuestra hipócrita e igualmente incurable
propensión a hablar bien de los muertos -porque ya no molestan y pueden
ser manipulados a placer, o quizá porque queremos compensarlos por lo mal
que hablamos de ellos cuando estuvieron vivos-, ha hecho el resto. La historia
de la literatura, como la otra, abunda en ejemplos de este tipo de canonización
tras una muerte prematura, así que no hay de qué sorprenderse, al
menos en lo que se refiere a este punto; en lo que a otros se refiere no ocurre
lo mismo. Nada permitía presagiar, por ejemplo, que el mismo hombre que
escribió La pista de hielo escribiera sólo tres años
más tarde Estrella distante, y apenas seis años después
Los detectives salvajes; que entre 1996, año de Estrella distante,
y 2003, año de su muerte, escribiera lo que escribió entra de lleno
en el terreno de lo asombroso. También es verdad, sin embargo, que en el
caso de Bolaño, como en el de tantos otros escritores muertos en parecidas
circunstancias, hay en la leyenda que rodea su fama póstuma una cierta
justicia poética: al fin y al cabo, toda la obra de Bolaño puede
leerse como un intento logrado de convertir su propia vida en leyenda y, si no
fuera porque estaban socavados por un humor feroz que sus lectores más
obcecados o literales no siempre parecen percibir, los arrebatos, insolencias
y provocaciones de sus años fugaces de escritor consagrado podrían
inducirnos a pensar que Bolaño acabó sus días creyéndose
un personaje de Bolaño, cosa que por fortuna no es cierta o que sólo
es cierta en la triste medida en que todo escritor acaba resignándose tarde
o temprano a convertirse en un personaje de su propia obra. Pero no hay que ponerse
pesimista: por mucho que la leyenda tergiverse la realidad a gusto de cada cual,
por mucho que un muerto precoz y prestigioso sea pasto privilegiado de los desaprensivos
de turno, por mucho que los muertos no puedan defenderse y los vivos que pueden
defenderlo no sepan o no puedan o no quieran hacerlo, lo cierto es que a la corta
este runrún permanente que envuelve la vida póstuma de Bolaño
tiene la ventaja indudable de atraer cada día nuevos lectores sobre su
obra; no hay que descartar que a la larga -o no tan a la larga- tenga algunos
inconvenientes, pero cuando lleguen, si es que llegan, la propia obra de Bolaño
ya se encargará de afrontarlos, y lo hará con entereza. Sea como
sea, tal y como están las cosas es posible que tarde o temprano a algunos
de sus lectores menos perspicaces o más atolondrados les decepcione saber
que el escritor forajido en que han querido convertir a Bolaño fue en su
vida real un hombre morigerado y prudente, alguien que -pongo por caso- políticamente
no pasaba de ser un socialdemócrata o un liberal de izquierdas -que es,
supongo, lo más prudente y morigerado que políticamente se puede
ser-, pero eso ya no es problema de Bolaño ni de su obra, sino sólo
de los atolondrados y de quienes alimentan su atolondramiento.
Lo que importa
de verdad, ya digo, es la otra leyenda: la que Bolaño forjó con
su vida y nos legó en sus libros. Ésta, por supuesto, también
puede manipularse, sólo que en este caso manipularla es legítimo
y a veces hasta indispensable, aunque no todas las manipulaciones son igual de
inteligentes o valiosas, y no en todos los casos la obra de Bolaño las
autoriza sin ser al mismo tiempo traicionada. A mi juicio, muchos de los tópicos
más arraigados sobre la obra de Bolaño son equivocados. Se repite,
por ejemplo, que su obra surge de una reacción contra los autores del,
mejor o peor llamado, boom de la literatura latinoamericana, de los que
sería a la vez el antídoto y la vía de escape, o una de las
vías de escape; aunque ciertos desplantes para la galería del propio
Bolaño parecen avalarla, esta idea sólo puede ser fruto de la torpeza
o la impotencia de quien la defiende (cuando no de su mala índole) y de
una lectura muy superficial de la obra de Bolaño, y tiene el inconveniente
tremendo de proponer a un Bolaño torpe e impotente, además de casi
indocumentado, incapaz en todo caso de comprender que escribir algo de provecho
consiste en no ignorar a los gigantes, sino, por penoso o lesivo que resulte para
el amor propio de según quién, en reconocerlos y en encaramarse
en sus hombros, aunque sea incurriendo de vez en cuando en la coquetería
venial de despreciarlos de boquilla. Lo que quiero decir es que Bolaño
no fue en modo alguno (salvo en alguna zumbona intemperancia de última
hora) un detractor del boom, sino precisamente su continuador más
disciplinado: su obra no es sólo inimaginable sin una lectura a brazo partido
de Borges, sino también sin la transparencia coloquial de la prosa de Cortázar
o sin las astucias narrativas y las arquitecturas novelescas de Vargas Llosa,
sin duda el novelista vivo en español a quien más admiró
Bolaño, y uno de los que con más cuidado asimiló. Por otra
parte, también parece halagar la vanidad o aliviar las frustraciones de
ciertos lectores o exegetas de Bolaño imaginarlo como un vanguardista radical,
como un outsider apartado de las formas literarias de una época
prostituida por el convencionalismo de los usos narrativos y por la rapacidad
del mercado; en este caso la miopía es si cabe más aparatosa, aunque,
también en este caso, ciertas declaraciones de Bolaño -aceptadas
con desconcertante docilidad por sus exegetas- no han contribuido desde luego
a curarla: dejando de lado el hecho evidente de que la vanguardia, sea lo que
sea tal cosa a estas alturas, es en Bolaño mucho antes un ademán,
o si se prefiere una actitud, y sobre todo un yacimiento temático que una
práctica literaria, lo cierto es que los dos rasgos más visibles
de la obra de Bolaño son los dos rasgos más visibles, si no de la
corriente dominante de la narrativa en castellano (o quizá debería
decir en español, puesto que Bolaño fue también, y quizá
sobre todo, un escritor español), sí de una cierta corriente dominante
en la narrativa seria escrita en castellano en los últimos años:
la legibilidad y la narratividad. Como cualquier lector de buena fe comprueba
en cuanto abre cualquiera de sus libros, Bolaño no fue un narrador hermético
o difícil, gratuitamente exigente con el lector, enrocado en autofagias
experimentalistas más o menos novedosas -que suelen ser las más
viejas o las que antes envejecen-, sino un escritor alérgico a cualquier
forma de logomaquia, un narrador compulsivamente legible, inmediatamente cordial,
arrebatadoramente atractivo, y un inagotable contador de historias cuya escritura,
propulsada por una tracción sin freno, arrastra de una anécdota
a otra, de un personaje a otro, de un paisaje al otro en un torbellino alucinado
que deja al lector sin resuello. No: como tantos grandes escritores de cualquier
época, Bolaño no fue en absoluto una excepción; fue, sin
que tal vez él mismo lo sospechara -sin que acaso su obstinado espíritu
de contradicción se sintiera demasiado cómodo con ello-, una inesperada
y soberbia confirmación de la regla.
Si no me engaño, pese
a ser una evidencia palmaria lo anterior no sería aceptado sin escándalo
por los admiradores más superficiales o esquinados de Bolaño, que
serán los más efímeros; me alegra pensar que tampoco lo aceptarían
sus detractores más severos, a quienes ni siquiera la muerte de Bolaño
ha silenciado del todo. No me refiero ahora a quienes parecen querer escatimar
a la obra de Bolaño su valor incuestionable por las declaraciones o actitudes
personales de su autor, lo que es una estupidez y una indignidad, o más
bien las dos cosas a la vez: alegar, digamos, que el rencor contra su país,
o contra el establishment de la literatura en lengua española, fue el principal
carburante de la escritura de Bolaño no es sólo probablemente falso;
es algo bastante peor: es ignorar que para un escritor el rencor puede ser un
carburante tan legítimo como cualquier otro, y quizá más
eficaz, y que en todo caso ese rencor no es un argumento contra Bolaño
ni contra la obra de Bolaño, como no es un argumento, digamos, contra James
Joyce ni contra la obra de James Joyce, cuyo fervoroso rencor contra Irlanda alimentó
de por vida su escritura. Me refiero, por supuesto, a reproches propiamente literarios.
De todos ellos hay dos que son, creo, los más comunes. El primero afirma
que la prosa de Bolaño es pedestre, plana, elemental ("del tipo yo
Tarzán, tú Chita", ha dicho Fernando Vallejo, con una maldad
que parece sacada de cualquiera de los libros de Bolaño); el segundo afirma
que el único tema de Bolaño es la literatura o, peor aún,
la vida literaria. Puedo entender que algunos admiradores desprejuiciados de Bolaño
concedan que ninguno de los dos reproches es del todo injusto, pero yo les recordaría
que ambos son insuficientes: salvando todas las distancias, el primero de ellos
olvida que también a Cervantes se le reprocha, y no sin razón, el
uso de una prosa de sobremesa, a ratos ramplona y conversacional, y que, si Bolaño
sacrifica las suntuosidades del lenguaje y las complejidades de la sintaxis y
hasta del pensamiento, lo hace en aras de la eficacia torrencial, delirante y
exactísima de sus fabulaciones; o dicho de forma más clara: esa
prosa atonal y por momentos sin relieve es la prosa que Bolaño necesita
-ésa y no otra- para contar lo que cuenta. En cuanto al segundo reproche,
parte de una premisa verdadera, porque es un hecho que la escritura de Bolaño
se tensa hasta el límite cuando el asunto que aborda es sólo literario,
pero llega a una conclusión errónea, porque eso no lo convierte
en un escritor endogámico, autocomplaciente o solipsista: en los libros
de Bolaño la literatura o la vida literaria es sólo una metáfora
de la vida a secas, y uno de los principales méritos de Bolaño consiste
en haber dotado al chisme literario de una dimensión casi épica
en la que todas las pasiones, los vértigos y las perplejidades del ser
humano hallan una expresión desgarrada y nueva.
"Print the legend!",
exclama al final de El hombre que mató al Liberty Valance el director
del Morning Star tras comprender que la leyenda es más poderosa
que la realidad, o que la ficción es más verdadera que la historia.
Para Bolaño, la escritura consistió precisamente en eso: en imprimir
la propia leyenda; para los lectores de Bolaño, como para los de cualquier
otro escritor, ésa es la única leyenda que cuenta, porque ésa
es la única que él quiso o supo o pudo contarnos y porque en los
recovecos y líneas de fuga de esa leyenda se encuentra el único
Bolaño de verdad. Lo demás es sólo literatura. Literatura
en el sentido pestilente de la palabra, que es el que Bolaño detestaba
más que ninguna otra cosa y el que con harta frecuencia se le ha infligido
tras su muerte. Así que lo mejor es prescindir de todo eso. Prescindir
de los ventajistas que se lanzaron desde el primer momento sobre su cadáver,
de quienes lo ridiculizaron y humillaron en vida y lo canonizan cuando está
muerto para humillar y ridiculizar a otros vivos a quienes quizá canonizarían
de estar muertos, de la idolatría sonrojante de quienes suspiran por convertirlo
en una especie de James Dean chileno, de los rencores estériles y extraviados
de sus exegetas, de las ingenuidades y cursilerías de sus lectores cursis
e ingenuos y hasta de los exabruptos e insolencias a que el propio Bolaño
se sintió tal vez obligado por la celebridad o con los que le gustó
jugar en sus últimos años. Prescindir de todo eso y quedarnos con
lo único que era seguro cuando estaba vivo y sigue siéndolo cuando
está muerto: el coraje y la honestidad inauditos con que Bolaño
asumió su vocación de escritor y el hecho incontrovertible de que
es, hasta donde alcanzo y a menos que alguien se apresure a demostrar lo contrario,
el escritor latinoamericano menos prescindible de su generación.
Javier
Cercas (Cáceres, 1962) es autor de Soldados de Salamina y La velocidad
de la luz.
El
hombre que escribía para morir por su cuenta
Por
Rafael Gumucio
Babelia, 14 de Abril de 2007
Los
adolescentes suelen querer creer que su patria está en los libros, y que
los poetas y la poesía es lo único sagrado en un mundo lleno de
vulgaridad y futilidades. Los padres suelen mirar este exceso de citas
y discursos y nombres de escuelas literarias y divisiones trotskistas con una
mirada piadosa, pensando: "Ya se le pasará". A Roberto Bolaño,
por razones de carácter, pero también por razones históricas
-hijo de los setenta, despatriado no sólo simbólicamente sino efectivamente,
a golpe de metralleta-, la adolescencia no se le pasó. A Roberto Bolaño
la adolescencia siguió -porque para su desgracia también era lúcido,
porque no sólo le gustaba leer sino que sabía leer- doliéndole
porque conocía mejor que nadie sus mentiras y sus torpezas.
Escribió
como nadie sobre esas torpezas y esas mentiras. No lo hizo ni desde la nostalgia
impostada, ni desde la decepción también impostada, sino con verdadera
ternura, con secreta templanza, con adolescente entusiasmo, con juvenil sarcasmo,
con maduro control de su prosa. Lo hizo en poco tiempo, poco tiempo antes de morir,
con la autoridad del que sabe que no le quedan más fichas, que no tiene
tiempo para otro intento. Es esa urgencia, y la fe que con contar basta para ser
comprendido, lo que hace que lo que cuenta Bolaño sea tan directamente
innegable. La extrema autoridad con que sus narradores nos hablan, nace de ese
extraño lugar desde el que Bolaño mismo nos habla, un adolescente
-es decir, alguien que cree que no puede morir- que habla con la voz de un hombre
que lo único que sabe a ciencia cierta es que va a morir. Que escribe por
eso y para eso, no para no morir sino para -como pedía Enrique Linh- morir
por su cuenta.
Rafael
Gumucio (Chile, 1970) es autor de Comedia nupcial y Memorias prematuras.
Bolaño:
literatura y apocalipsis
Por
Edmundo Paz Soldán
Babelia, 14 de Abril de 2007
En
Apocalipsis en Solentiname, Julio Cortázar indaga en las posibilidades
del arte en América Latina: dar una visión naif, folclórica
de la realidad, o testimoniar el horror. Toda la obra de Roberto Bolaño
puede entenderse a partir de una lectura del cuento fantástico de Cortázar.
En el escritor chileno no hay otra opción que dar cuenta del horror y del
mal, y hacerlo de la manera excesiva que se merece: el imaginario apocalíptico
es el único que le hace justicia a la América Latina de los años
setenta -explorada en Nocturno de Chile y Estrella distante-. Pero
lo que al comienzo era una exploración del continente en un momento específico,
en los años finales de Bolaño se generaliza al siglo XX, al mundo,
a la condición humana. En 2666, la ciudad de Santa Teresa es un
cráter, el agujero negro del crimen múltiple sin solución.
En el cuento 'El policía de las ratas' (publicado en El gaucho insufrible),
la pulsión criminal no parece ser la anomalía de una rata individualista,
sino más bien parte de la naturaleza de la especie. En ese contexto, el
escritor, figura cada vez más marginalizada, deviene esencial en Bolaño,
y la literatura recupera su aura: el escritor es el testigo que debe ser capaz
de mantener "los ojos abiertos", y una "escritura de calidad"
es "saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber
que la literatura básicamente es un oficio peligroso". Como en Borges,
la literatura es en Bolaño una forma de conocimiento, la búsqueda
absoluta de Arturo Belano y Ulises Lima en Los detectives salvajes, pero
aquí ya no funciona la analogía del universo como una Biblioteca;
se trata de algo más visceral, del escritor que entiende el arte como una
aventura vitalista, y en otras ocasiones del narrador y del poeta como detectives
en busca del origen del mal, y por ello condenados desde el principio a la derrota.
En la obra de Roberto Bolaño, vida y muerte se funden para articular una
reflexión existencialista en que, como en 'El policía de las ratas',
el mundo se revela sin sentido y la especie, a la manera de Sísifo, "condenada
desde el principio", no se arredra, continúa luchando y marcha en
busca de "una felicidad que en el fondo sabe inexistente".
Edmundo
Paz Soldán (Bolivia, 1967) es autor de novelas como Amores imperfectos
y
El diario de Turing.
Mago
de un solo truco
Por
Darío Jaramillo Agudelo
Babelia, 14 de Abril
de 2007
No me gusta hablar de lo que no me
gusta. Prefiero equivocarme en el elogio. Cuando abandono un libro es porque la
ecuación placer/dolor está de este último lado. Nunca me
impongo la lectura como un cilicio. Sobre todo la de poesía y la de novelas.
Soy lector sibarita. Cuando dejo un libro, en especial aquellos textos que vienen
bendecidos por cierto consenso, tiendo a pensar que se trata de una carencia mía.
Con Bolaño me sucedió eso. Fracasé. Tratándose de
un autor tan reconocido, de seguro el problema es mío. Perdí por
completo el interés en él.
Ahora, con motivo
de esta valoración que presenta EL PAÍS, me obligo a tratar de aclarar(me)
los motivos de mi fracaso. Leo algunas páginas. Tiene pocos recursos y
los repite sin variar. Me doy cuenta de que su prosa va en remolinos. En cada
párrafo uno pasa varias veces por la misma palabra. Abusa de la aliteración
hasta el cansancio. Con esa muletilla, da la impresión de estar conversando,
siempre con el mismo tono, que fluctúa entre la cantaleta y la salmodia.
Mis ideales son otros, distintas mis admiraciones. Por mi parte, mientras leo
voy tachando. Admiro la economía de medios. Me parece maravillosa, y dificilísima
de lograr, una prosa como la de Pedro Zarraluki, como la de Martínez de
Pisón, como la de Andrés Trapiello, todas distintas entre sí
como para demostrar que la sobriedad no es monotonía. En cambio ese ir
en eses es heces, digo para aliterar como alitera y repetir como repite Bolaño
en dosis tan excesivas, que terminan por denunciar la bisutería de una
prosa bastante poco recursiva. Bolaño es mago de un solo truco, retorcido
(como un remolino), adornado truco, pero siempre igual a sí mismo. Es ahí
cuando uno puede ver con nitidez la diferencia entra la pobreza -maquillada- y
la difícil y maravillosa sencillez.
Ahora lo tengo más
claro. Fracasé con Bolaño porque me marea su repetidora.
(De
seguro estoy equivocado. Definitivamente no me gusta hablar de lo que no me gusta).
Darío
Jaramillo (Colombia, 1947) es poeta y narrador, autor de Cantar por
cantar
y La voz interior.
Una
energía que no todos pueden seguir
Por
Guillermo Fadanelli
Babelia, 14 de Abril de 2007
Hace
apenas unas semanas llegué a Berlín, donde permaneceré un
año. Para el viaje dispuse de 50 libros que habrían de acompañarme
en la aventura: ensayos, novelas que acumulan sobre sí varias lecturas,
relatos de escritores alemanes (para ejercer la hipocresía) y ninguna obra
de Roberto Bolaño. Mis amigos que a su vez son escritores mexicanos discuten
acerca de Bolaño, a unos les parece que se ha hecho una tormenta en un
vaso de agua, es un buen escritor dicen, pero nada más. En cambio, otros
lo consideran un Dios de talento no sólo evidente, sino indiscutible. Aunque
he leído buena parte de la obra del escritor chileno me he mantenido fuera
de la contienda. ¿Con qué se queda uno después de leer una
novela? Acaso con un vaso roto y un conjunto de maldiciones, nadie lo sabe. Yo
creo que Bolaño era un gran escritor: incontenible en su producción
e impredecible en sus historias. Además es simpático, es decir,
que su relatar tiene gracia, humanidad. Cuántos escritores conocemos sin
una sola de gota de gracia. ¿Los contamos? No acabaríamos en varios
días. Me sorprende de varios escritores su furia narrativa: no saben detenerse.
Me imagino que también le sucedió a Bolaño, pero su caso
es distinto porque casi siempre salió bien librado. ¿A qué
se debe eso? Ojalá lo supiera, pero sospecho que su poder de fabulación
extraordinario sumado a un talento para hacer de cualquier hecho un acontecimiento
narrativo lo ponen del lado de los buenos. Los detectives salvajes me parece
por mucho una obra más que importante, pese a que me arrastré para
llegar a la última página. Y es que Bolaño tiene esa energía
de escritor niño al que no todos pueden seguir. Y bueno, el entusiasmo
se acaba: en sus relatos me siento bastante más cómodo, pero menos
emocionado.
La discusión a la que aludí líneas atrás
no tiene mayor sentido: cuando un escritor va más allá del mero
oficio de narrar y crea un mundo desconocido, imposible, capaz de hacer de la
imaginación de sus lectores un campo de batalla, estamos frente a un escritor
de verdad. Y Bolaño lo era de sobra. (Ahora bien, mis cincuenta libros
son intocables).
Guillermo Fadanelli
(México, 1963) es autor de Lodo y Educar a los topos.
Cuando
el arte nace a la contra
Por
Mario Bellatín
Babelia, 14 de Abril de 2007
Lo
que más llamó desde un principio mi atención con respecto
a Roberto Bolaño fue que su obra es precisamente lo contrario a lo que
se esperaría que fuera. Haciendo un rápido recuento a sus circunstancias
de vida, a la época en la que ésta transcurrió, a su forma
de asumir la realidad, a los acontecimientos que le tocó experimentar,
la admiración mayor es que nos encontramos con una serie de libros publicados
que desmienten de una manera rotunda una serie de mitos de época, detrás
de los cuales muchos de sus compañeros de generación trataron de
ocultar su mediocridad narrativa. Los libros de Roberto Bolaño, magníficos
en sí mismos, adquieren para mí una importancia mayor porque de
alguna manera representan lo que considero como arte: todo aquello que surge justamente
cuando todo está dado para que no ocurra. Los libros de Bolaño me
parecen pequeños milagros cuya existencia sólo se puede entender
si se tiene fe en que la verdadera escritura se encuentra siempre por encima de
cualquier condición inmediata. Incluso la de la existencia del propio autor.
Mario
Bellatín (México, 1960) es narrador y autor de Salón de belleza
y El gran vidrio.
El
vacío donde no cabe la náusea
Por
Nora Catelli
babelia, 14 de Abril de 2007
Nació
en Chile en 1953, vivió desde los quince años en México;
en 1973, volvió por una decisiva temporada a su país natal; regresó
a México, desde donde se trasladó a España en 1977; murió
en Barcelona en 2003. Empezó a publicar a mediados de la década
de 1970. Se le deben poemarios e importantes volúmenes de cuentos, además
de nouvelles y novelas, desde la interesantísima y singular La literatura
nazi en América a Los detectives salvajes o la misma 2666.
Algún día habrá que estudiar con detenimiento por qué
Bolaño empezó cerca de Marcel Schwob o de Alfonso Reyes (cuyos Retratos
reales e imaginarios admiraba) y cuándo se desplazó hacia una
monumentalidad -de índole joyceana- que muchas veces recuerda a Leopoldo
Marechal; sobre todo, al del viaje de los poetas porteños de vanguardia
en busca del Neocriollo en Adán Buensayres (1948).
Estar
atento a la vida de los otros y observar cómo viven son rasgos de narrador
clásico, que debe mantener activa una primigenia curiosidad infantil, para
después desplegarla de muchas maneras. La manera de Bolaño es su
necesario tributo a la época: para fabricar la obra debe sostenerse en
la observación de su propia vida. Una vida de artista. Y Bolaño
era, en este aspecto, un neorromántico: nada existe más lleno de
sentido que la vida de un artista, la única capaz de contener la vida de
los otros. De hecho, construyó con minuciosidad uno de los relatos más
reconocibles de la sociedad literaria: el escritor primero desdeñado y
después celebrado.
En su obra torrencial y a la vez controladísima
no falta ninguno de los ingredientes: inicios esforzados, rechazos editoriales,
premios de provincia, alguna batalla por el canon latinoamericano y una guerra
decisiva por el canon chileno, hoy disputado entre figuras como el mismo Bolaño,
Pedro Lemebel o Diamela Eltit, más díficiles de desautorizar que
Isabel Allende. Lo que Bolaño hizo con todo ello fue una contundente ficción
de la epopeya del artista, y, sobre todo, la del Poeta; no por casualidad los
chilenos usan esa mayúscula para aludir a Neruda. Bolaño logró
utilizar la comunidad de los poetas para convertirlos -y convertirse- en personaje
de novela: el intento más explícito es Los detectives salvajes,
que se pone en marcha porque unos poetas buscan a otros poetas. Y lo hace en un
castellano tan flexible que permite olvidar las frecuentes repeticiones en el
dibujo de una situación y en su deslizamiento hacia otra idéntica.
También 2666 participa de este esquema, cuya desmesura proviene
precisamente de su ausencia de culminación.
Utilizó, como
mecanismo básico, una técnica bien aceitada, de desdoblamientos,
lo cual le permite ofrecer espejos en clara sucesión cronólogica,
en los que "Bolaño" o personajes similares proponen ante el lector
un itinerario vital como medio de seducción literaria. En ocasiones esos
procedimientos se cruzan con otros menos autorreferenciales, que hacen patente
la voluntad visible por lograr una objetividad triunfante. Ésta es la segunda
vertiente de la que participan los relatos de El secreto del mal, algunos
ya publicados, muchos inconclusos, y dos, al menos, concluidos: el excelente -y
muy cortaziano- 'Laberinto' y, probablemente, 'Músculos'. La diferencia
entre inconclusos y concluidos no es banal, porque los finales de Bolaño
son suspensiones muy sutiles del mecanismo de la narración. Son finales
interrogativos, preguntas por esa próxima máscara que en la escena
vertiginosa del encuentro diferido con el doble se convertirá en próximo
texto. Lo que sucede con los libros póstumos es que probablemente el movimiento
de lectura deba invertirse. En este sentido, como movimiento de retrospección,
los cuentos de El secreto del mal revelan la ambición del proyecto
y la ansiedad por la posteridad que Bolaño escenificó y escribió
con toda desnudez: "El instante prístino que es el pasaporte de R.
B. en octubre de 1981, que lo acredita como chileno con permiso de residir en
España, sin trabajar, durante otros tres meses. ¡El vacío
donde ni siquiera cabe la naúsea!".