El
secreto del mal
(Anagrama, 2007)
Roberto
Bolaño
*
(Publicado
el 29/03/2007 en El Cultural, de España)
*
La
colonia Lindavista
Cuando llegamos a México, en 1968, pasamos
los primeros días en casa de un amigo de mi madre y luego alquilamos un
departamento en la colonia Lindavista. He olvidado el nombre de la calle, aunque
a veces creo que se llamaba Aurora, pero puede que me confunda. En Blanes viví
durante unos años en un piso de la calle Aurora, por lo que me parece poco
probable que también en México hubiera vivido en otra calle Aurora,
si bien es cierto que este nombre es bastante usual y que muchas calles de muchas
ciudades lo llevan. La calle Aurora de Blanes, en cualquier caso, no tenía
más de veinte metros y se podría decir que más que calle
era un callejón. La Aurora de la colonia Lindavista, si realmente se llamó
así, era una calle estrecha pero grande, al menos de cuatro cuadras, y
allí vivimos durante el primer año de nuestra larga estancia en
México.
La mujer que nos alquiló la casa se llamaba Eulalia
Martínez. Era viuda y tenía tres hijas y un hijo, habitaba en la
planta baja del edificio, un edificio que entonces me parecía normal, pero
que ahora, en el recuerdo, se me aparece como un conjunto de anomalías
y de torpezas, pues
la segunda planta, a la que se llegaba subiendo una escalera al aire libre, y
la tercera, a la que se accedía mediante una escalerilla de metal, habían
sido levantadas mucho después y posiblemente sin permiso de obras. Las
diferencias eran notorias: la casa de la primera planta tenía el techo
alto, un cierto empaque, era fea pero había sido construida siguiendo los
planos de un arquitecto; la segunda y la tercera planta eran improvisaciones del
gusto estético de doña Eulalia y de la maña de un albañil
de confianza. Detrás de esa adiposidad arquitectónica se hallaba
una razón no meramente mercantil. La dueña de nuestro departamento
tenía cuatro hijos y los cuatro departamentos de las dos plantas adicionales
fueron construidos para ellos, para que siguieran cerca de su madre cuando se
casaran.
Cuando nosotros llegamos allí, sin embargo, sólo
estaba ocupado el departamento que quedaba justo arriba del nuestro. Las tres
hijas mayores de doña Eulalia estaban solteras y vivían con su madre
en la casa de abajo. El hijo menor, Pepe, era el único que se había
casado y vivía encima de nosotros junto a su mujer, Lupita. Ellos fueron
nuestros vecinos más cercanos durante aquel tiempo.
De doña
Eulalia poco más es lo que puedo decir. Era una mujer voluntariosa y había
tenido suerte en la vida y posiblemente era más mala que buena. A sus hijas
apenas las conocí. Eran lo que en aquellos lejanos años se conocía
como solteronas y arrastraban ese destino tan bien como podían, es decir
mal, o en el mejor de los casos de una forma resignada y oscura que iba dejando
huellas imperceptibles en las cosas o en los recuerdos de las cosas que uno tiene
después, cuando todo se ha desvanecido. Se las veía poco o yo las
veía poco, consumían telenovelas y hablaban mal de las otras mujeres
del barrio, con quienes se cruzaban en el almacén o en el oscuro zaguán
donde una india esquelética vendía tortillas de nixtamal.
Pepe
y su mujer, Lupita, eran diferentes.
Mi madre y mi padre, que por entonces
eran tres o cuatro años menores de lo que yo soy ahora, se hicieron amigos
de ellos casi de inmediato. A mí me interesó Pepe. En el barrio
todos los muchachos de mi edad lo llamaban el Piloto porque era piloto de la Fuerza
Aérea Mexicana. Su mujer se dedicaba a las labores de la casa. Antes de
casarse con Pepe había trabajado de secretaria o de administrativa en una
oficina pública. Los dos eran o trataban de ser simpáticos y hospitalarios.
A veces mis padres subían a su casa y se estaban un rato allí, escuchando
discos y bebiendo. Mis padres eran mayores que Pepe y Lupita, pero eran chilenos
y los chilenos en aquella época se veían a sí mismos como
el súmmum de la modernidad, al menos en Latinoamérica, y la diferencia
de edad quedaba borrada por el talante francamente juvenil que exhibían
mis dos progenitores.
En alguna ocasión yo también subí
a casa de ellos. Pepe tenía una sala o un living, como le llamábamos
nosotros, bastante moderno, y un tocadiscos que parecía recién comprado,
y en las paredes y sobre los aparadores del comedor había fotos de él
y de Lupita y fotos de los aviones que él pilotaba, aunque de eso, que
era lo que a mí más me interesaba, prefería no hablar, como
si estuviera permanentemente constreñido por algún secreto militar.
Información clasificada, lo llamaban los norteamericanos en sus teleseries.
Secretos militares de la Fuerza Aérea Mexicana que en el fondo no le quitaban
el sueño a nadie, salvo a Pepe, que tenía un sentido del deber y
de la responsabilidad bastante extraño.
Poco a poco, por conversaciones
oídas a la hora de la cena o mientras yo estudiaba, me fui haciendo una
idea de la situación real de nuestros vecinos. Llevaban cinco años
casados y aún no habían tenido hijos. Las visitas al ginecólogo
no escaseaban. Según los médicos Lupita era perfectamente capaz
de tener hijos. Los exámenes hechos a Pepe revelaban lo mismo. El problema
era mental, habían dicho los médicos. La madre de Pepe, a medida
que pasaban los años y no la hacían abuela, le fue cogiendo ojeriza
a Lupita. Ésta una vez le confesó a mi madre que el problema residía
en la casa y en la cercanía de su suegra. Si se fueran a otra parte, le
dijo, probablemente no tardaría en quedar embarazada.
Creo que Lupita
tenía razón.
Un apunte más: Pepe y Lupita eran bajos
de estatura. Yo, que en aquella época tenía dieciséis años,
era más alto que Pepe. Así que supongo que Pepe no medía
más de un metro sesentaicinco y Lupita con suerte andaría por el
metro cincuentayocho. Pepe era moreno, con el pelo muy negro y una expresión
reflexiva en el rostro, como si constantemente anduviera preocupado por algo.
Todas las mañanas salía a trabajar vestido con el uniforme de oficial
de la Fuerza Aérea. Su afeitado era perfecto, salvo los fines de semana,
en que se ponía una sudadera y unos pantalones vaqueros y no se afeitaba.
Lupita tenía la piel blanca, el pelo teñido de rubio, casi siempre
con permanente, que se hacía en la peluquería o ella sola, con una
maletita en donde había todo lo necesario para el pelo de una mujer y que
Pepe le trajo desde Estados Unidos, y solía sonreír cuando saludaba.
A veces, desde mi cuarto, los escuchaba hacer el amor. En aquella época
empecé a escribir con cierta asiduidad y me quedaba despierto hasta muy
tarde. Mi vida no me parecía nada excepcional. De hecho, estaba insatisfecho
con todo. Y escribía hasta las dos o las tres de la mañana y era
a esa hora cuando de improviso empezaban los gemidos en el departamento de arriba.
Al
principio todo me parecía normal. Si Pepe y Lupita querían tener
un hijo tenían que coger. Pero luego empecé a hacerme algunas preguntas:
¿por qué empezaban tan tarde?, ¿por qué no oía
voces antes de que empezaran los gemidos? De más está decir que
todo lo que sabía de sexo en aquella época lo había aprendido
en el cine o leyendo revistas pornográficas. Es decir, sabía muy
poco. Pero lo suficiente como para presentir que en el departamento de arriba
ocurría algo raro. La relación sexual de Pepe y Lupita se me aparecía
de improviso ornada de gestos ininteligibles, como si en el departamento de arriba
se llevaran a cabo escenas de sadomasoquismo, un sadomasoquismo que no conseguía
visualizar del todo y que estaba regido, más que por acciones que provocaran
dolor y placer, por movimientos teatralizados que Pepe y Lupita interpretaban
contra sí mismos y que paulatinamente los estaban trastornando.
Exteriormente
esto apenas era perceptible. De hecho no tardé en llegar a la fatua conclusión
de que sólo yo lo sabía. Mi madre, que de alguna manera era amiga
de Lupita y receptora de sus confidencias, creía que con mudarse de casa
se solucionarían todos los problemas de la pareja. Mi padre no tenía
opinión. En realidad, recién llegados a México bastante teníamos
con lo que a diario nos deslumbraba como para preocuparnos de los misterios de
nuestros vecinos. Cuando recuerdo esa época veo a mis padres y a mi hermana
y luego me veo a mí, y el conjunto que aparece ante mis ojos es de una
desolación abrumadora.
A seis cuadras de nuestra casa se levantaba
un supermercado Gigante adonde mi familia iba los sábados a hacer la compra
de toda la semana. Eso lo recuerdo con profusión de detalles. Y también
que por aquella época empecé a estudiar en una preparatoria del
Opus Dei, aunque en descargo de mis padres debo decir que éstos en su vida
habían oído hablar de esta institución. Yo mismo tardé
más de un año en enterarme de en qué lugar endemoniado estaba
estudiando. Mi maestro de Ética era un nazi confeso, pero lo curioso es
que se trataba de un chiapaneco pequeñajo y aindiado que había estudiado
becado en Italia, en el fondo un tipo simpático y estúpido al que
los nazis de verdad no hubieran dudado en exterminar, y mi maestro de Lógica
creía en la voluntad heroica de José Antonio (muchos años
después, en España, alcancé a vivir en una avenida José
Antonio), pero lo cierto es que yo, como mis padres, no me enteraba de nada.
Los
únicos interesantes eran Pepe y Lupita. Y un amigo de Pepe, de hecho el
único amigo de Pepe, un tipo rubio, el mejor piloto de su promoción,
un tipo alto y delgado que había sufrido un accidente mientras pilotaba
su caza y ya no podía volar nunca más. Casi todos los fines de semana
aparecía por la casa y después de saludar a la madre y a las hermanas
de Pepe, que lo adoraban, subía a la casa de su amigo y se dedicaban a
beber y a ver la tele, mientras Lupita preparaba la comida. Otras veces aparecía
entre semana y entonces llegaba vestido con el uniforme, un uniforme que me cuesta
visualizar, yo diría que era azul, pero es probable que me equivoque, si
cierro los ojos y trato de evocar a Pepe y a su amigo rubio, los veo con uniformes
verdes, un verde claro, un uniforme bonito para dos pilotos, junto a Lupita que
va vestida con una falda azul (ella sí de azul) y una blusa blanca.
A
veces el rubio se quedaba a comer. Mis padres se acostaban y arriba seguía
la música. En mi casa yo era el único que permanecía despierto
porque a esa hora comenzaba a escribir. Y de alguna manera el ruido que venía
del piso de arriba me hacía compañía. A eso de las dos de
la mañana las voces y la música cesaban y se hacía un silencio
extraño en todo el edificio, no sólo en el departamento de Pepe
sino también en el nuestro y en la casa de la madre de Pepe que sostenía
las ampliaciones y que a esa hora parecía chirriar, como si los pisos que
habían crecido encima le pesaran demasiado. Y entonces yo sólo oía
el viento, el viento nocturno del DF y las pisadas del rubio que se aproximaban
a la puerta, seguido de las pisadas de Pepe que lo acompañaba, y después
alguien bajaba las escaleras, las mismas pisadas, pero en nuestro rellano, y luego
bajaban las escaleras hasta la primera planta, y alguien abría el portón
de hierro y luego las pisadas se perdían en la calle Aurora. Entonces yo
dejaba de escribir (no recuerdo qué escribía, algo malo, sin duda,
pero algo largo y que me mantenía en vilo) y aguardaba a los ruidos que
no se producían en el piso de Pepe, como si tras marcharse el rubio todo
allí, incluido Pepe y Lupita, se hubiera de improviso congelado.
*
El
secreto del mal
Este cuento es muy simple aunque hubiera podido ser
muy complicado. También: es un cuento inconcluso, porque este tipo de historias
no tienen un final. Es de noche en París y un periodista norteamericano
está durmiendo. De pronto suena el teléfono y alguien, en un inglés
sin acento de ninguna parte, le pregunta por Joe A. Kelso. El periodista responde
que es él y luego mira el reloj. Son las cuatro de la mañana y no
ha dormido más de tres horas y está cansado. La voz al otro lado
del teléfono le dice que tiene que verlo para transmitirle una información.
El periodista pregunta de qué se trata. Como suele suceder con este tipo
de llamadas, la voz no suelta prenda. El periodista le pide, al menos, una pista.
La voz, en un inglés correctísimo, mucho mejor que el de Kelso,
le dice que prefiere verlo personalmente. De inmediato, añade, no hay tiempo
que perder. ¿En dónde?, inquiere Kelso. La voz menciona un puente
de París. Y añade: En veinte minutos puede llegar caminando. El
periodista,que ha tenido cientos de citas semejantes, contesta que en media hora
estará allí. Mientras se viste piensa que es una manera bastante
torpe de arruinarse la noche, pero al mismo tiempo se da cuenta, con un ligero
asombro, de que ya no tiene sueño, que la llamada, pese a su previsibilidad,
lo ha desvelado. Cuando llega al puente, cinco minutos más tarde de lo
convenido, sólo ve coches. Durante un rato permanece quieto en un extremo,
esperando. Luego cruza el puente, que sigue solitario, y tras aguardar unos minutos
en el otro extremo finalmente vuelve a cruzarlo y decide dar por concluida la
noche y volver a casa y dormir. Mientras camina de regreso a casa piensa en la
voz: no era un norteamericano, de eso está seguro, tampoco era un inglés,
aunque eso ya no podría asegurarlo. Tal vez un surafricano o un australiano,
piensa, o puede que un holandés, o alguien del norte de Europa que aprendió
inglés en la escuela y que luego lo ha ido perfeccionando en distintos
países angloparlantes. Cuando cruza una calle oye que alguien lo llama.
Señor Kelso. De inmediato se da cuenta de que quien lo ha llamado es la
persona que lo ha citado en el puente. La voz sale de un zaguán oscuro.
Kelso hace el ademán de detenerse, pero la voz lo conmina a seguir caminando.
Cuando llega a la siguiente esquina el periodista se da vuelta y ve que
nadie lo sigue. Está tentado a volver sobre sus pasos, pero tras vacilar
un instante decide que lo mejor es continuar su camino. De pronto un tipo surge
de una bocacalle y lo saluda. Kelso devuelve el saludo. El tipo le tiende una
mano. Sacha Pinsky, dice. Kelso estrecha su mano y dice, a su vez, su nombre.
El tal Pinsky le palmea la espalda. Le pregunta si le apetece tomar un whisky.
En realidad dice: un whiskycito. Le pregunta si tiene hambre. Asegura conocer
un bar abierto a esa hora que vende croissants calientes, acabados de hacer. Kelso
lo mira a la cara. Pinsky lleva sombrero pero aun así se puede apreciar
una jeta blanca, pálida, como si hubiera estado muchos años recluido.
¿Pero en dónde?, piensa Kelso. En una cárcel o en una institución
para enfermos mentales. De todas maneras, ya es tarde para echarse atrás
y los croissants calientes seducen a Kelso. El local se llama Chez Pain
y pese a estar en su barrio, si bien en una calle pequeña y poco frecuentada,
es la primera vez que entra y posiblemente la primera vez que lo ve. Los establecimientos
a los que suele acudir el periodista están, en su mayoría, en Montparnasse
y son lugares aureolados con una cierta ambigua leyenda: el bar donde comió
alguna vez Scott Fitzgerald, el bar donde Joyce y Beckett bebieron whisky irlandés,
el bar de Hemingway y el bar de John Dos Passos y el bar de Truman Capote y Tennessee
Williams.En Chez Pain los croissants son, efectivamente, buenos y están
recién hechos y el café no está nada mal. Lo que lleva a
Kelso a pensar que el tal Pinsky probablemente sea, posibilidad horrenda, un vecino
del barrio. Mientras sopesa esta posibilidad, Kelso se estremece. Un pesado, un
paranoico, un loco que observa sin ser, a su vez, observado, alguien a quien le
costará sacarse de encima. Bien, dice finalmente, usted dirá. El
tipo pálido, que no come y bebe a sorbitos una taza de café, lo
mira y sonríe. Su sonrisa es, de alguna manera, una sonrisa en extremo
triste, y también cansada, como si sólo con ella se permitiera exteriorizar
el cansancio, el agotamiento y la falta de sueño. Cuando deja de sonreír,
sin embargo, sus facciones recobran instantáneamente la gelidez.
*
El
viejo de la montaña
Siempre hay casualidades. Un día
Belano conoce a Lima y se hacen amigos. Ambos viven en México DF y su amistad
se cimenta, como suele ocurrir entre los jóvenes poetas, en el rechazo
a ciertas normas, en la afinidad con ciertas lecturas. He dicho que son jóvenes.
En realidad, son muy jóvenes, y también son, a su manera, vigorosos
y creen en el poder lenitivo de la literatura. Recitan a Homero y Frank O’Hara,
a Arquíloco y John Giorno, y sus vidas discurren, aunque ellos no lo saben,
en el borde del abismo. Un día, esto ocurre en 1975, Belano dice que William
Burroughs ha muerto y Lima, al escucharlo, pa-lidece intensamente y dice que no
puede ser, que Burroughs está vivo. Belano no insiste; dice que él
cree que Burroughs está muerto pero que probablemente se equivoque. ¿Cuándo
murió?, dice Lima. Hace poco, creo, dice Belano cada vez menos convencido,
lo leí en alguna parte. En este punto de la historia se produce algo que
podemos llamar silencio. O vacío.Un vacío, en cualquier caso, muy
breve, pero que en la percepción de Belano se prolonga misteriosamente
hasta las postrimerías del siglo.
Al cabo de dos días Lima
aparece con la noticia, esta vez irrefutable, de que Burroughs está vivo.
Pasan
los años. A veces, muy de tanto en tanto y sin saber por qué, Belano
recuerda el día en que anunció arbitrariamente la muerte de Burroughs.
Era un día claro, Lima y él caminaban por Sullivan, salían
de la casa de un amigo, tenían el resto del día a su disposición.
Posiblemente hablaban de los beatniks. Entonces él dijo que Burroughs había
muerto y Lima palideció y dijo no puede ser. En ocasiones, Belano cree
recordar que Lima gritó. No puede ser. Es imposible. Injusto. Algo así.
Y también recuerda la pesadumbre de Lima, como si le estuvieran anunciando
la muerte de un familiar muy querido, pesadumbre (aunque la palabra, Belano lo
sabe, no es pesadumbre) que sólo se evaporó dos días después,
cuando Lima sabía, fehacientemente, que la información era errónea.
Algo de aquel día, sin embargo, algo impreciso, deja en Belano un rastro
de inquietud. De inquietud y de alegría. La inquietud, en realidad, es
un disfraz del miedo. ¿Y la alegría? Generalmente, para su propia
comodidad, Belano suele pensar que tras la alegría se esconde la nostalgia
por su propia juventud, pero en realidad tras la alegría se esconde la
ferocidad: un espacio reducido y oscuro en donde se mueven, pegadas e incluso
sobreimpuestas, unas figuras borrosas y en permanente acción. Unas figuras
que se alimentan de violencia, unas figuras que apenas gobiernan (o que gobiernan
con una economía curiosísima) la violencia. La inquietud que el
recuerdo de aquel día le provoca es, contra lo que dicta el sentido común,
aérea. Y la alegría es subterránea, como un buque de perfecta
geometría rectangular navegando por un surco.
A veces, Belano contempla
el surco.
Se arquea, se agacha, su columna vertebral se cimbra como el tronco
de un árbol en medio de una tormenta y contempla el surco: una huella profunda,
limpia, que hiende una piel extraña cuya pura con-templación le
produce náuseas. Pasan los años. Retroceden los años. En
1975 Belano y Lima son amigos y caminan cada día, inconscientes, por el
borde del abismo. Hasta que un día abandonan México. Lima parte
hacia Francia y Belano hacia España. A partir de allí sus vidas,
hasta entonces unidas, discurren por derroteros diferentes. Lima recorre Europa
y el Medio Oriente. Belano recorre Europa y África. Ambos se enamoran,
ambos intentan, vanamente, encontrar la felicidad o hacerse matar. Belano, al
cabo de los años, se establece en un pueblo a orillas del Mediterráneo.
Lima regresa a México. Regresa al DF.
Pero antes han ocurrido otras
cosas. En 1975 el DF es una ciudad resplandeciente. Belano y Lima publican sus
poemas en revistas, casi siempre juntos, y dan recitales de poesía en la
Casa del Lago. En 1976 ambos son conocidos y sobre todo temidos por un establish-ment
literario que no los soporta. Dos hormigas salvajes y suicidas. Belano y Lima
capitanean un grupo de poetas adolescentes que no respeta a nadie. Absolutamente
a nadie. El poder establecido de la literatura no lo perdona y Belano y Lima quedan
vetados para siempre. Esto ocurre en 1976. A finales de año Lima, que es
mexicano, abandona el país. Poco después, en enero de 1977, Belano,
que es chileno, lo sigue.
Esto es lo que hay. 1975. 1976. Dos jóvenes
condenados a cadena perpetua. Europa. Un nuevo ciclo que comienza y que al comenzar
los aleja del borde del abismo. Y la separación, pues si bien es cierto
que Belano y Lima se encuentran en París y luego en Barcelona y luego en
una estación ferroviaria del Rosellón, finalmente sus destinos divergen
y sus cuerpos se alejan, como dos flechas que de improviso y fatalmente adquirieran
trayectorias divergentes.
Y esto es lo que hay. 1977. 1978. 1979. Y después
1980, y la década que le sigue, nefasta para Latinoamérica.
En
cualquier caso Belano y Lima de vez en cuando tienen noticias el uno del otro.
Sobre todo Belano tiene noticias de Lima. Así, en una ocasión, sabe
que un autobús ha atropellado a su amigo, quien salva la vida de milagro.
Lima sale del accidente con una cojera que arrastrará el resto de su vida.
Sale, también, convertido en leyenda. O al menos eso es lo que piensa Belano,
lejos del DF. De vez en cuando un amigo de Belano que vive en Barcelona recibe
visitantes de México que traen noticias de Lima y que el amigo de Belano
le hace llegar a éste.