“2666” es una novela inconmensurable, una novela
que desafía cualquier idea previa sobre sus dimensiones y su
importancia para la literatura hispanoamericana e, incluso, mundial.
Meses antes de morir, Roberto Bolaño
definió "2666" -el libro a cuya escritura
estaba abocado día y noche- como su obra más ambiciosa,
lo que, proviniendo de un narrador por definición ambicioso,
que por lo demás ya se había apuntado con una decena
de libros magistrales, provocó una
mueca de ligera incredulidad hasta en sus más incondicionales
seguidores. La publicación de "2666" era, entonces,
esperada no sólo con curiosidad, sino también con franca
impaciencia, tanto por los lectores, digamos, químicamente
puros, como por esa verdadera horda de fiscalizadores de la crítica
literaria chilena que últimamente se ha venido constituyendo.
Pues bien: "2666" ya está aquí, recién
editada por Anagrama. Después de leer sus 1.129 vertiginosas
páginas, es evidente que para describirla de manera adecuada
se requerirían otras mil u otras cinco mil páginas,
porque se trata de una novela inconmensurable, una novela que desafía
cualquier idea previa sobre sus dimensiones y su importancia para
la literatura hispanoamericana e, incluso, mundial. Pero ya que estamos
en esto -y bien avisados de que todo intento de condensar lo que hay
en "2666" está destinado al fracaso- convengamos
que es éste un libro de destinos, algo así como un gigantesco
obituario donde figuran todos los nombres.
Detalles microscópicos
Con o sin sus papeles en regla, explícita o imaginariamente,
los centenares de personajes de esta novela se dirigen al infierno,
un infierno que aquí cobra la forma de Santa Teresa -la Comala
o el Spoon River de Bolaño-, una ciudad mexicana en la frontera
con Estados Unidos donde casi no hay cesantía pero abundan,
en cambio, los cadáveres: cadáveres de mujeres jóvenes,
violadas por los dos conductos -aunque un experto llega a asegurar
que es posible violar a una mujer hasta por siete conductos- y luego
abandonadas en el basurero "El Chile" o en alguno de los
numerosos rincones baldíos de la ciudad.
Es verdaderamente impresionante la capacidad de Bolaño para
sostener el relato, para acumular detalles microscópicos cuya
enumeración, sin embargo, nunca detiene el trepidante progreso
de la narración. Las cinco partes o las cinco novelas de que
consta "2666" son, en rigor, obras simultáneas, piezas
movidas con voluntariosa maestría por un narrador omnisciente,
orgullosamente omnisciente. Así, "La parte de los críticos"
es el relato de las aventuras -es decir de los deseos, las frustraciones,
los sueños y, sobre todo, las pesadillas- de un grupo de críticos
europeos que viajan a Santa Teresa animados por la posible presencia
de Benno von Archimboldi, un esquivo escritor prusiano cuya obra llevan
décadas estudiando con incontenible admiración. "La
parte de Amalfitano", en tanto, es el magistral registro de la
descomposición psíquica de Óscar Amalfitano,
un profesor chileno cuya mujer lo abandonó en España
y que ahora vive con la hija de ambos en la ciudad de los crímenes,
arrinconado por oscuras bromas geométricas y hasta por un fantasma
que le asegura que "no hay amor, no hay épica, no hay
poesía lírica que no sea un gorgoteo o un gorjeo de
egoístas, trino de tramposos, borbollón de traidores,
burbujeo de arribistas, gorgorito de maricones".
En "La parte de Fate", la tercera del conjunto, un periodista
negro neoyorquino se ve involuntaria y fatalmente impelido a transitar
por los ambientes de la mafia y del hampa de Santa Teresa, mientras
que "La parte de los crímenes" es la maratónica
y aterradora narración de más de cien salvajes asesinatos,
con abundancia de pormenores forenses que confirman la insólita
pericia de Bolaño para conciliar el horror con la más
corrosiva de las carcajadas. "La parte de Archimboldi",
finalmente, es la historia que los críticos de la primera novela
hubieran querido leer, es decir, la biografía de Benno von
Archimboldi.
Heridas de guerra
Archimboldi es un novelista respetado y admirado que ha escrito su
obra guiado por la convicción de que "toda la poesía,
en cualquiera de sus múltiples disciplinas", cabe o puede
caber en una novela. Del mismo modo, la historia de su vida es una
melancólica y sangrienta versión de la historia del
siglo veinte europeo. Aunque la ilusión de las cuatro paredes
lo resguarda de la desesperación, Archimboldi nunca deja de
ser un ex soldado que repasa sus heridas de guerra, el hijo de un
cojo y de una tuerta que recuerda culposamente a Boris Abramovich
Ansky (un escritor que, en la trinchera enemiga, no tuvo la suerte
que sí tuvo Archimboldi: sobrevivir) y que viaja a México
(el país de los aztecas, que según Ingeborg Bauer, su
mórbida esposa, son gentes muy extrañas) no para reunir
materiales para una próxima novela transcontinental, sino más
bien para conocer a su sobrino, que es el principal sospechoso de
los asesinatos de Santa Teresa.
Como dice uno de los enésimos personajes secundarios de esta
novela, "todo libro que no sea una obra maestra es carne de cañón,
esforzada infantería". Roberto Bolaño ha escrito
una obra maestra, una novela absoluta, un libro total, que hurga en
los límites mismos de la literatura y demuestra que escribir
es una incalculable y definitiva forma de acción.
Un cementerio olvidado
En más de una entrevista,
Roberto Bolaño dijo que el título “2666” ameritaba una
extenuante explicación, una explicación probablemente
tan larga, que a fin de cuentas nunca se animó a dar. Por lo
pronto, parece que el título alude a una fecha, o a un centro
desde luego imposible de localizar, o a una esencia o a un hoyo, que
para el caso vienen a ser lo mismo. En la nota editorial que cierra
el volumen, Ignacio Echevarría observa que en otra novela de
Bolaño, “Amuleto”, se menciona “un cementerio de 2666, un cementerio
olvidado debajo de un párpado muerto o nonato”. En la misma
nota, Echeverría se refiere también al supuesto carácter
inacabado de “2666”: se supone que Bolaño no alcanzó
a terminarla, pero es prácticamente imposible discernir con
mediana seguridad qué aspectos de la novela quedaron a medio
acabar. Hay, naturalmente, algunas historias que hubiera sido posible
continuar (los asesinatos relatados, sin ir más lejos, son
ciento y tantos, pero podrían ser doscientos o cuatrocientos),
pero la verdad es que, según la lógica interna del relato,
no tendrían por qué finalizar.
Echevarría advierte con
justicia que si “Los detectives salvajes” hubiera sido publicada de
forma póstuma también podría haber sido leída
como una novela inacabada.