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          El secreto del mal: un  secreto a medias
            
              Por Carlos Almonte
            en http://garciamadero.blogspot.com
          
          
          Sospecha  momentánea
          La primera reacción de un sujeto  lector, ante el hecho de un editor hurgando en los archivos de un recientemente  fallecido escritor exitoso, es de sospecha, me parece. Teorías conspirativas en  que aparecen ganancias económicas, escritores fantasmas, egos personales y  truculencia de variados tipos, cuentan el recíproco encanto, o desencanto, de  los lectores de la obra encontrada, editada y publicada a total arbitrio de los  instintos y gustos personales del editor –selección, disposición, correcciones  varias, etc.-. 
          Así las cosas, al comenzar la  lectura, aún rondaban por mi cabeza diversas teorías, relacionadas con historias  tan curiosas como textos originales de Capote encontrados en una mesita de  hotel, o de Rilke bajo unas piedras. Durante un par de hojas pensé que un  escritor como Bolaño, siempre al borde de 
la tripa al aire, no podía estar  paseándose entre arquitecturas blandas y maduras señoras silenciosas. Demoré  tres largas páginas en encontrar la voz de Bolaño, poderosa y cristalina, al  interior del primer relato: “Eran lo que en aquellos lejanos años se conocía  como solteronas y arrastraban ese destino como podían, es decir mal, o en el  mejor de los casos de una forma resignada y oscura que iba dejando huellas  imperceptibles en las cosas o en los recuerdos de las cosas que uno tiene  después, cuando todo se ha desvanecido”. Y esa voz elegante y desencantada, que  opta siempre por el más azul de los caminos, me devolvió la tranquilidad.
          Relatos
          “El hijo del coronel”, es acaso el  cuento más acabado de la primera mitad del libro. En una extraña secuencia  (extraña para Bolaño, extraña de por sí), se narra una historia de zombies,  militares y científicos que experimentan con seres humanos; historia que, cosa  curiosa dado el tenor de la antología, llega hasta el final -o algo que podría  considerarse como final-. No se produce en este caso el corte de aire que  sucede en la mayoría de los demás casos. Si bien el uso del español de España,  tan detestado por los lectores latinoamericanos (lo que hace sospechar que  Bolaño escribía en esa jerga, o que tal vez no alcanzó a traducir el texto a  jergas más amables, o que este cuento en especial estaba escrito en ese tipo de  español) enfada a ratos, no es tan recurrente como para terminar el cuento hablando  a “tíos”, “coños” y “cojones”. En este caso, lo que empieza como sueño, termina  como película, podríamos decir en clarísima intención de parodia.
          “Sabios de Sodoma” es donde el libro  toma un vuelo acorde a lo esperado: Bolaño por sí mismo y en sí mismo. El  relato, en dos versiones, según la nota preliminar, aunque bien pudiera  pensarse en un mayor complemento que eso, deja ver a ratos al Bolaño de Tres que sueña con escritores que  caminan y se encuentran, detestan todo y vuelven a sus lugares de origen. Acá  Naipaul, por quien Bolaño una vez más confiesa su admiración, es quien recorre  Buenos Aires, en versión poética, la primera, en versión anecdótica, la  segunda. Tal vez hay una salida, un apunte o nota a pie de página, en la  mención de Fresán; tal vez, y sólo tal vez, se escapa un tanto del tono  fictivo, o quizás sólo suena a huida. En cualquier caso, es un relato logrado,  en sus dos versiones. A la primera le falta una línea. A la segunda puede que  ninguna, lo que es bastante decir.
          Luego de una larguísima y tediosa  descripción -con sus consecuentes derivaciones- de una fotografía de  intelectuales y artistas franceses (“Laberinto”), en la que por supuesto hay  sexo, cafés, calles y hombres solos, se llega, o desemboca, a un conocido  comentario sobre Martín Fierro. El  concluyente “hay que releer a Borges otra vez” (lo que nos ubica, al menos, en  una tercera lectura) nos lleva a una verdad, al parecer, ineludible para todos,  y en especial para Bolaño: Borges es el gran padre de la literatura  latinoamericana y su relación –me refiero a la de Bolaño y Borges- se  circunscribe al más puro hecho literario que pueda, o no pueda, narrarse. Ambos  van y vienen, con el desparpajo de los que se reconocen frente a un espejo y no  sonríen, porque no tienen para qué. La evidencia no los marca en absoluto, ni  siquiera en la más cerrada intimidad. 
          En “Crímenes” volvemos a Ciudad  Juárez, aunque acá se llame Calama; esa extraña ciudad al norte de Chile (al  norte de México), enclavada en el corazón del desierto de Atacama (Sonora). El  símil no es gratuito y los seguidores de la radialidad de la obra bolañiana,  estarán, una vez más, satisfechos. El texto a ratos logra cautivar, sobre todo  en la tensión “final”, en que se confronta a la víctima (o el simulacro de  víctima), con el asesino (o el simulacro de asesino).
          En “No sé leer”, Bolaño viaja a  Chile, ya de adulto. Habla de lo que significa para él ser jurado, de  apart-hoteles, de ferias de libros, de revistas femeninas en papel suave y un muy  poco interesante etcétera. La narración se centra en Lautaro, hijo de Bolaño y  Carolina, quien expone su talento en esquivar el sensor de las puertas  automáticas de los centros comerciales y tiendas. Luego aparece Andrea, cuyo  arte consiste en aparecer y desaparecer; y poco más. El relato más parece una  excusa para hablar de las gracias del hijo y de su anfitriona, quien  seguramente, ya al exterior de la ficción, habrá comentado unas dos millones de  veces la existencia de este cuento.
          “Bronceado” y “El provocador”,  resultan medianamente interesantes en cuanto al uso de la contingencia y  actualidad. El primero retrata la moda de las estrellas –de cine, de la música,  etc.- que adoptan niños de países tercermundistas; un aspecto nuevo en la  narrativa de Bolaño, el entrecruzar temas de farándula y pobreza. “El  provocador” retrata (intenta hacerlo, o esa era, tal vez, su intención  primera), a un sujeto que porta carteles con leyendas provocativas en protestas  que se originan por la guerra de Iraq. Este último caso no pasa de ser lo que  se lee, es decir, un intento, un muy primer esbozo, un esqueleto. No había  necesidad de llevar tan lejos el rescate, en mi opinión. 
          “Músculos” (protohistoria, o  derivado, de Una novelita Lumpen)  aborda a personajes aparentemente superficiales, preocupados de su aspecto  físico y un corpus de reflexiones interiores, ligadas a la solidaridad, a la  filantropía, y hasta a la filosofía.
          Tal vez “Muerte de Ulises” sea uno  de los cuentos más emocionantes de la colección. Bolaño acá rinde homenaje a su  gran amigo y compañero de armas literarias, Ulises Lima (Mario Santiago). Es  uno de los casos en que más se lamenta la ausencia de final. Bolaño ya adulto  viaja invitado a la Feria del Libro en Guadalajara, pero en  el mismo aeropuerto del DF, se arrepiente y antes de tomar la conexión, decide  el cambio de planes y se interna en las calles de la ciudad de su juventud. No  sólo se interna entre edificios y semáforos, también en los recuerdos, en la  amistad y en su propia vida. Es un ejercicio notable, sensible y lleno de  imágenes que emocionan, como el intento de llegar a un departamento vacío,  sentarse afuera, esperar inútilmente a que se abra aquella puerta e incluso la  aparente contradicción que representan los músicos y fans vecinos de Lima. 
          “La Jornadas del Caos” funciona como cuento  final. Es sabido –o confesado- por el propio editor en la nota preliminar, que  el orden de los archivos encontrados (STORIX y STOREC), no fue respetado. En  este sentido, “Las Jornadas del Caos”, representa una despedida, una conciencia  de final, un testamento. Es, por lo demás, otro caso claro de incompletitud,  como todo el libro.
          
          Utilidad  de un arte trunco
          El interés obvio de El secreto del mal radica en saber que  se está leyendo a Bolaño. Su voz, para bien o para mal, está presente en cada  texto. Hay acá un cierto fetichismo magnificado en el acto de lectura. Hay un  cierto grado de homenaje y tal vez de agradecimiento, de parte de cada lector. Hay  complicidad y comprensión, en cada ausencia de final. Hay también una esperanza  de encontrar al mejor Bolaño, ese de la revolución en Liberia, ese del desierto  de Sonora, ese del balneario en que radica Wieder. Existe, en este último sentido,  decepción, al encontrarse con ejercicios truncos, frases recortadas y cuentos a  medio proceso, literalmente. Es como encontrarse frente a una pintura de Rembrandt  sólo con dos o tres líneas sobre el lienzo; como ir de paseo en avioneta, pero  sólo sentarse en el hangar y bajarse antes de que el motor se ponga en marcha;  como leer relatos de un escritor genial que no tuvo la ocasión de terminarlos. 
          Cabe preguntarse por el objetivo de  un acto como el de publicar una obra como ésta. Y, además de las respuestas  evidentes y que dicen relación con los negocios, puede agradecerse un nuevo  acercamiento, una nueva visita al “Jardín Bolaño”, donde se adivinan –allá al  fondo, tras la niebla- robles gigantescos, arbustos demenciales y laberintos de  intrincados diseños, junto a flores que recien nacen y otras mal cuidadas, o  que han sido mutiladas. El secreto del  mal vendría siendo como un tallo, un almácigo que el paisajista enorme y  talentoso dejo a un lado para rescatar después. Y bueno, sucede que el  paisajista ha muerto y ha llegado un cortador de césped, torpe y ambicioso,  dispuesto a lo que sea por mantener el parque como está y, en lo posible,  aumentar el flujo de visitas.
          El  secreto del mal bien pudo haber quedado en el más oscuro bit, del más lejano archivo de la última  carpeta, en el computador de Bolaño en Blanes. Y no habría pasado nada,  absolutamente nada. Los textos terminados están prestados de publicaciones  anteriores y el resto es una colección de voces sueltas, de conversaciones, de  expresiones incompletas; lo que redunda, hacia el final, en un sentimiento  extraordinariamente encontrado; placer a ratos, a párrafos, y esa sensación  atónita de terminar cuando en realidad no se termina.
          Así, El secreto del mal, pasa a ser un texto prescindible al interior de  la gran obra de Bolaño, un objeto para coleccionistas o fanáticos, que ven  desde la tribuna cómo se suceden las historias: sin final, sin desarrollo, sin  inicio.