2666
Roberto Bolaño
Anagrama. Barcelona, 2004.
1124 páginas
Los escritores hispanoamericanos contemporáneos
de resonancia (entre ellos Roberto Bolaño) siguen empeñados,
tras alcanzar el éxito –y el chileno (1953-2003) consiguió
con Los detectives salvajes
el premio Herralde y el Rómulo Gallegos– en escribir “la novela”
de su vida, la que ha de dejar testimonio de su capacidad para alterar
el curso de la novela.
No cabe duda de que 2666 es una obra de gran envergadura
y el proyecto de “la novela” en el que Bolaño trabajaba se
revela en la nota final de su editor y amigo Ignacio Echevarría,
quien nos obsequia con algunas claves: su enigmático título
o la precisión de que Santa Teresa equivale a Ciudad Juárez.
En una nota inicial los herederos del autor precisan que, ante la
proximidad de una muerte anunciada, dio instrucciones sobre la edición
por partes, una al año, con lo que suponía “dejar solventado
el futuro económico de sus hijos”. Nunca sabremos qué
hubiera ocurrido si Bolaño hubiera seguido puliendo esta novela
que requiere devoción para adentrarse en su selvático
mundo.
La más literaria de las cinco partes de la novela es la primera:
“La parte de los críticos”, porque es literatura sobre literatura
inventada: un puro ejercicio borgeano. Las historias de los críticos
que analizan la obra de un escurridizo escritor alemán, Archimboldi,
tres hombres y una mujer, que se encuentran en sucesivos congresos
y se atraen hasta conformar un menage à trois, desgranan
historias personales: la británica y divorciada Liz Norton,
el francés Pelletier, el español Espinoza y el italiano
Morini en su silla de ruedas trazan variadas historias amorosas. Sugieren
también un mundo paralelo de sueños individuales y desembocan
en Santa Teresa, donde descubrirán al profesor chileno Amalfitano,
que entiende el exilio “como un movimiento natural”.
“La parte de Amalfitano”, segunda de la novela, gira también
en torno a la literatura (Lola abandonará a su pareja para
visitar a un poeta que “vivía en el manicomio de Mondragón”
[alusión a L. M. Panero]); literatura y sexo se confunden,
de forma irracional, anticipando el tema central del relato. Lola,
su pareja, acaba abandonándolo, como a su hija Rosa, que seguirá
viviendo con su padre en un silencio de 7 años. El reencuentro
se da con una literaria normalidad. Es cuando descubre El testamento
geométrico, de R. Dieste, sobre quien investigará
también en Santa Teresa, donde acabará enseñando.
Las relaciones literario-filosóficas las resolverá en
figuras geométricas que se reproducen. Símbolos como
el libro colgado en un tendedero ofrecen toques irracionalistas y
vanguardistas (Duchamp) a una novela enriquecida con observaciones
sobre el arte y la literatura. Los paralelismos entre Bolaño
y Cortázar resultan fáciles de advertir.
La tercera parte (“La parte de Fate”) nos propone los
trueques de personalidad. Nadie es lo que parece y hasta el cambio
de nombres no se da sólo en el periodista negro Quincy Williams
(Fate), sino en el novelista alemán, cuya naturaleza se nos
revelará con detalle en la última parte, “Archimboldi”.
Este borgeano juego de identidades. Fate, convertido en periodista,
se introduce en el mundo del boxeo. Se acentúa ya el tema de
la desaparición de las muchachas en la zona, por las que se
interesa la periodista Guadalupe Roncal, tema anticipado con breves
alusiones en las anteriores capítulos. El relato se sirve de
las técnicas objetivistas de la novela policíaca clásica.
Descubriremos una antológica descripción del desierto
(pág. 344) y una reflexión sobre la muerte.
La cuarta parte (“La parte de los crímenes”) constituye
la zona más amplia y central (págs. 441-793). Los crímenes
contra las mujeres describen violencias sexuales y torturas de toda
índole, con la minuciosidad de un forense. Reiterativas, exhaustivas,
y terribles estas páginas son un rosario de depravaciones de
asesinos desconocidos. Otra serie de personajes desfilan: la exótica
Dorita con sus apariciones televisivas, y Klaus Haas, alemán
nacionalizado estadounidense, acusado de los crímenes en serie.
La desaparición de Kelly, una mujer de la buena sociedad capitalina,
provoca la investigación de un detective. Pero, a la muerte
del policía, las investigaciones derivaban hacia el mundo del
narcotráfico con conexiones políticas. Y poco sabremos
de los resultados de Kessler, el máximo especialista estadounidense
en asesinatos en serie. Porque nos hallamos frente a una corrupción
colectiva.
La última parte “(La parte de Archimboldi”) nos
llevará a escenarios bien distintos. Trata la infancia y aventuras
bélicas de Hans Reiter, un muchacho, en el que, como en tantos
personajes de Bolaño, el misterio inicial se combina con la
magia en su vida adulta. Sólo en la página 981 se desvelará
que Reiter ha elegido el nombre literario de Archimbaldi, tras haber
narrado una serie de aventuras, donde los personajes dejan de ser
lo que dicen ser y así Zeller, compañero de campo de
concentración, resulta Leo Sammer, un exterminador de judíos.
La hermana de Reiter se casará con Werner, de modo de Klaus,
en la cárcel de Santa Teresa, será el sobrino del escritor
nobelable alemán. Da la impresión de que Bolaño
pretende ir cerrando los círculos y enlazar las historias confiriéndoles
valores simbólicos. 2666 constituye una experiencia literaria
compleja, donde el autor busca inscribir sus pesadillas en un tiempo
que siente desvanecerse. Su lectura apasiona, aunque el material,
los tiempos y el volumen parezcan desbordantes. Debía publicarse
en un único volumen y así debe leerse.