Según el escritor Gonzalo Garcés,
este es un libro comparable nada menos que a En busca del tiempo
perdido. Es un libro que invita a escribir y a leer otros libros,
y deja con el sabor de haber conocido una obra inmensa.
Es un gran libro. Es un libro inmenso.
Estos pensamientos, que parecen el mismo pero son distintos, siempre
que se piensen en forma sucesiva y con asombro creciente, son los
primeros que acometen al lector de 2666. Y después:
no es posible hablar de esto en un par de carillas. Y después:
es imperfecta, es fragmentaria como lo es cierta clase de obra maestra,
no el Fausto, no el Ulises, sino libros más acogedores como
En busca del tiempo perdido. Uso palabras mayores, ya sé. Están
usadas a conciencia. Y agregaré que, como la novela de Proust,
ésta de Bolaño es una construcción abierta, invita
a escribir, invita a leer otros libros, no parece el fin sino el principio
de algo, lo que no deja de ser notable en una obra tan apocalíptica.
Agujero negro
La novela, como probablemente sabe ya el lector, consta de cinco
largos libros. El primero narra la búsqueda infructuosa, por
parte de cuatro críticos, del legendario escritor Benno von
Archimboldi, visto
por última vez en la ciudad mexicana de Santa Teresa; el segundo,
la locura incipiente del profesor Amalfitano, que vive en Santa Teresa
con su hija; en el tercero, un periodista llamado Fate, huérfano
reciente, llegado a Santa Teresa para cubrir un combate de boxeo,
se interesa por los asesinatos de mujeres que asuelan la ciudad; el
cuarto detalla interminablemente esas muertes; el quinto es la biografía
trágica de Archimboldi. Los personajes menores son incontables;
la proliferación de historias, biografías, anécdotas
y hechos deja sin aliento. Todo este caudal confluye en Santa Teresa,
último círculo del infierno latinoamericano, donde una
mano invisible e inexorable mata con la regularidad de una máquina.
Para describir este libro varios críticos han usado la imagen
de un agujero negro. Con igual justicia se podría hablar de
un cono abierto hacia arriba, como los practican en la arena las llamadas
hormigas león, que se quedan en el fondo a la espera de que
otras hormigas resbalen hacia ellas para devorarlas. La hormiga león
es Santa Teresa. Hacia ella derrapan las almas sensibles o ya debilitadas,
los que han sido heridos en el intelecto como los críticos,
o en el espíritu como Amalfitano, o en el corazón como
Fate, u otros cuyo destino mismo se presenta como herida, que es el
caso de Archimboldi. También se podría pensar en unos
buzos cansados yendo hacia la hélice del barco que los hará
pedazos. Pero aquí está lo realmente notable: el punto
de vista del libro es el de la hélice. El libro cuarto, el
de los crímenes, es el punto de encuentro de los demás;
a la luz de ese matadero debemos entender el destino de los personajes.
El tema, entonces, es la muerte. Mejor dicho: el tema es el vasto
tiempo, las incontables historias personales, vistos desde el umbral
de la muerte.
La melancolía del libro está bien representada en esta
frase que pronuncia, mortalmente enferma, la esposa de Archimboldi:
"Esa luz fue emitida hace mucho tiempo, ¿lo entiendes?",
dice, señalando las estrellas, "es el pasado, estamos
rodeados por el pasado, lo que ya no existe o sólo existe en
el recuerdo o en las conjeturas ahora está allí, encima
de nosotros, iluminando las montañas y la nieve y no podemos
hacer nada para evitarlo". "Un libro viejo también
es el pasado", contesta Archimboldi, mostrando, de paso, una
vez más, que en la ficción de Roberto Bolaño
la vida perdida y los libros perdidos son caras de una misma moneda,
momentos de una misma poética de lo irreparable.
Santa Teresa
Esa vastedad del pasado, Bolaño la construye por acumulación
de innumerables pequeños hechos. Pedro Rengifo dice, Sergio
González se sienta, Elvira Campos come, Reiter suelta, Amalfitano
pregunta, Pedro Rengifo vuelve a decir... Hay que imaginar esto multiplicado
por hordas, multitudes de personajes. Como en la vida real, estos
hechos a menudo parecen insignificantes mientras ocurren; es al mirar
atrás cuando se descubre una forma. Bolaño descree de
los momentos decisivos.
A este relato esencialmente realista Bolaño gusta de interrumpirlo
con ciertas fantasmagorías recurrentes. Entre ellas: 1. Diálogos
disparatados. Una voz misteriosa le pregunta a Amalfitano si, tal
como quería Wittgenstein, se ha preguntado si su mano es una
mano, le dice que es la voz de su padre, después la de su abuelo,
y al fin le sugiere que lave los platos. Como en todos los diálogos
de esta clase en Bolaño, algo trascendente parece a punto de
revelarse y no llega a hacerlo. 2. Accesos de erudición extravagante.
La directora del manicomio de Santa Teresa enumera las fobias conocidas,
incluyendo la tricofobia o miedo al pelo, la dendrofobia o miedo a
los árboles, la balistofobia o miedo a las balas ("Ésa
es la mía", dice su amante, que es policía). 3.
Incursiones levemente absurdas en un oficio o profesión. Florita
Almada, vidente de casi brutal sentido común, prefiere recomendar
la ingestión de fibras antes que formular profecías.
4. Genealogías. La de Lalo Cura, ya aparecido en un cuento
de Bolaño, permite igualmente conectar con Los detectives salvajes:
Lalo fue concebido por su madre tras acostarse con dos estudiantes
prófugos en Sonora; ¿Lalo es hijo de Arturo Belano o
de Ulises Lima? 5. Parodias, homenajes, alusiones. No comparto la
fruición con la que algunos se lanzan a descubrir los referentes
reales de personajes de Bolaño; que cierto poeta encerrado
en el manicomio de Mondragón en "La parte de Amalfitano"
corresponda a Leopoldo María Panero, me parece menos importante
que su efecto en el relato. Lo mismo digo de Ciudad Juárez,
modelo de Santa Teresa. Ésas y otras alusiones, sin embargo,
existen.
Todo en 2666 sugiere una continuidad más allá de lo
relatado. Los crímenes de Santa Teresa no son esclarecidos
(aunque el lector pueda entrever una solución) y todo deja
pensar que continuarán. Las "partes" de los críticos,
de Amalfitano, Fate y Archimboldi son sólo cuatro en una serie
potencialmente infinita: más y más destinos podrían
confluir en Santa Teresa, donde las mujeres seguirían interminablemente
muriendo. Bolaño se niega a cerrar sus grandes novelas. Si
Los detectives salvajes tenía principio pero no final, 2666
tiene final pero no principio.
¿Cuál será el lugar de esta novela en la narrativa
hispanoamericana? El crítico Álvaro Bisama contrapone
Macondo, mito del origen, a Santa Teresa, mito del final. Sin contradecirlo,
yo arriesgaría una lectura algo menos apocalíptica;
pues el mundo de Bolaño, aunque marcha hacia la destrucción,
es incomparablemente más rico que el de García Márquez.
Macondo no es sólo mito del origen, sino de la totalidad. Su
autor toma al pueblo pobre latinoamericano y, de simple momento en
la historia, lo convierte en sentido, en morfología histórica:
de barro y cañabrava fuimos en el comienzo, de barro y cañabrava
somos cuando al último Buendía se lo comen las hormigas;
nuestra verdad es, ella misma, de barro y cañabrava... Bolaño
rehúsa esa totalización. Santa Teresa no es una forma
del destino; es un final que vuelve inteligible a una pluralidad infinita
de destinos, y su campo de acción abarca todo el planeta.
Roberto Bolaño
"2666"
Editorial Anagrama, Barcelona
2004, 1.128 páginas