"2666"
ganó premio altazor
La literatura
y el mal
Por Christopher Domínguez
Michael
Revista de Libros de El Mercurio, viernes
29 de abril de 2005
La confianza ciega en la patota
juvenil, el vanguardista como héroe clásico, las teorías
conspirativas y una fuerza escatológica única hacen
de esta novela, una obra que conjuga poesía y verdad. Una novela,
según el crítico mexicano, como el universo entero.
"Si apareciera
un nuevo Kafka, decía el señor Bubis riéndose
pero
con los ojos entristecidos, yo me echaría a temblar".
"2666", p. 1011.
Roberto Bolaño fue, en la más
antigua y legendaria acepción del término, un poeta.
No todos los grandes novelistas devienen poetas en ese sentido, transformándose,
como a Bolaño le ocurrió, en ese hombre que reúne
a la tribu dispersa y al convocarla le manifiesta una nueva relación
de los hechos, un relato entero que modifica el origen y el sentido,
si lo hay, de esa aventura humana a la que se confía una comunidad
de escuchas, de lectores. En una década, que
habría de ser la última de su vida, Bolaño creó
toda una literatura, donde sus modestos versos, sus cuentos conjeturales
y sus a menudo perfectas novelas cortas, sólo son los hospitalarios
refugios dispuestos en la ruta de ascensión hacia esa doble
cima donde están Los detectives salvajes (1998) y 2666,
libro póstumo dispuesto de cinco novelas en un solo tomo. Una
vez en las cumbres, como el profesor Lidenbrock y sus socios ante
el cráter del volcán Sneffels de Islandia, el lector
deberá descender hacia el centro de la tierra.
No es un dato menor que Bolaño haya muerto a los cincuenta
años de edad en 2003: estamos ante una obra cerrada. Joseph
Brodsky, otro gran escritor precozmente fallecido y que al contrario
que Bolaño desconfiaba de la capacidad de la prosa para contener
a la poesía, dejó unas líneas que no puedo sino
citar: "Por alguna razón, la expresión la muerte
de un poeta suena siempre de manera más concreta que vida de
poeta, quizá porque vida y poeta, como palabras, son casi sinónimas
en su positiva vaguedad, en tanto que muerte - incluso como palabra-
es aproximadamente tan definida como la propia producción de
un poeta, es decir, un poema, el rasgo principal del cual es su último
verso. Sea lo que fuere una obra de arte, propende a su final, que
contribuye a su forma y niega la resurrección. Después
del último verso de un poema no hay nada, salvo la crítica
literaria. Así pues, cuando leemos a un poeta participamos
en su muerte o en la muerte de sus obras".
En ese punto podemos introducirnos al primer círculo descendente
de 2666, "La parte de los críticos": cuatro profesores
emprenden la búsqueda de Benno von Archimboldi, novelista alemán
cuyo prestigio internacional se ve acrecentado por una desaparición
de varias décadas, ausencia física que priva a su obra
del respaldo mediático, político o moral que su figura
pública debería otorgarle. "La parte de los críticos"
es una burla elegante, mediante una narración sin pausa, de
la rutina comercial y académica de la República Mundial
de las Letras, de sus ritos y coloquios, de sus extenuantes traslados
aéreos, del mercado editorial y de quienes viven para alimentarlo
o derruirlo. Esa cacería llevará al cuarteto de críticos
- a su vez entreverados erótica y profesionalmente entre sí-
a Santa Teresa, trasunto de Ciudad Juárez, sitio que Bolaño
ha colocado como punto ciego del universo.
Quien haya leído a Bolaño se reencontrará con
una versión, sofisticada y cosmopolita, de la materia que da
vida a Los detectives salvajes: la confianza casi mágica
depositada por el narrador chileno en el grupo, la camarilla juvenil,
esa comunidad literaria on the road que hace del viaje sentimental
su primera educación, la decisiva. Los profesores, empero,
no están solos. En tanto que administradores de la vanidad
literaria deberán confrontarse, noche a noche y de hotel en
hotel, con la rutinaria presencia de lo onírico, de esa otra
voz que a través de los sueños los previene de la futilidad
de su empresa. Y el mismo Benno von Archimboldi, un barbarus germanicus
del que en ese momento poco sabemos, es (y así lo corroboraremos
en la quinta novela) más que la presa que los críticos
quisieran levantar como trofeo, un detective salvaje elevado a la
n potencia. Si los infrarrealistas mexicanos que inspiraron al primer
Bolaño no eran simpáticos (ni buenos escritores) como
tampoco fueron una u otra cosa los licántropos o los hidrófobos
del romanticismo francés de los que Mario Praz se burlaba,
poco importa, pues lo que de ellos queda es la majestad del grupo
literario concebido como banda de forajidos y escuela de iniciación.
De igual forma, Benno von Archimboldi representa a un personaje que
la literatura del siglo XX había intuido (pienso en Jean Cocteau,
en Roger Vailland, en René Daumal) pero sólo en Bolaño
ha alcanzado a presentarse de cuerpo entero: el vanguardista como
héroe clásico.
"La parte de Amalfitano", segunda novela, deja atrás
el elogio de la comunidad para hacer el retrato de un solitario, un
profesor chileno abandonado en Santa Teresa no tanto a la mano de
Dios sino a las voces nocturnas de Schopenhauer y a los salvajes crímenes
contra las mujeres cometidos en la frontera mexicana con los Estados
Unidos. Amalfitano, en una de las numerosas imágenes memorables
que pueblan 2666, cuelga al viento, en el tendedero de la ropa mojado,
un ejemplar de "El testamento geométrico" de Rafael
Dieste. Ese gesto - en la más propiamente chilena de las cinco
novelas- me dice mucho. El culto a la velocidad cinemática
y al cine negro en Huidobro, los antipoemas de Nicanor Parra, las
fábulas pánicas de Alexandro Jodorowski, el poema instantáneo
en Enrique Lihn y otros precedentes menos prestigiosos, permitieron
que Bolaño proyectase, como ningún otro escritor latinoamericano
contemporáneo, a la vanguardia como clasicismo y a los vanguardistas
como relevos de Ulises, de Jasón y de los argonautas, de Eneas.
Pero esta segunda novela está dispuesta esencialmente para
que Amalfitano y su hija nos introduzcan en la atmósfera de
irrealidad y sevicia de Santa Teresa que se irá volviendo de
casi intolerable lectura en "La parte de los crímenes".
Antes, "La parte de Fate" es el homenaje que Bolaño
rinde a la decisiva influencia de la cultura estadounidense en su
formación, a través de las figuras fronterizas del periodista
negro, del predicador, del imposible militante del Partido Comunista
en Brooklin y del hervidero, tan profundamente norteamericano, de
las teorías de la conspiración. Otra vez Bolaño
es excepcional: ningún otro escritor latinoamericano (y acaso
sólo Corman McCarthy entre los usamericanos) ha entendido la
densidad simbólica de la frontera como él. El dibujo
numinoso y sangriento que Bolaño hace de Santa Teresa condena
el trabajo de tantos narradores mexicanos (y hasta españoles)
sobre la frontera a ser, en el mejor de los casos, periodismo y en
el peor, folclorismo de la miseria. Lo mismo ocurre, como veremos,
con todos aquellos que intentaron parodiar la literatura alemana y
vienesa de entreguerras. La aparición de un gran escritor impone
que otros renunciemos a la palabra. De esa implacable selección
natural está hecha la literatura.
Artaud creyó que México era el pulmón místico
del planeta, Bolaño cree que en la caverna del feminicidio
mexicano se esconde el pavoroso secreto del mundo. Apoyado en el precedente
moral de Huesos en el desierto (2002), de Sergio González
Rodríguez, Bolaño dedica "La parte de los crímenes"
a una monomaníaca decodificación de los crímenes
de Santa Teresa. Yo no creía posible que se pudiese hacer literatura
de tanto horror y, al hacerlo, conservar al mismo tiempo el honor
de las víctimas y el honor de la literatura, encarando uno
de los problemas morales menos transitables de la creación
artística. Si los crímenes se deben a la difuminación
del asesinato serial o a la multiplicación del rito satánico
eso ya es cosa, que en 2666, depende de las estrategias novelescas
que Bolaño utiliza.
A Santa Teresa fue a dar Benno von Archimboldi y en su búsqueda,
un cuarteto de críticos. Llegados a la cuarta novela, tras
haber escuchado los testimonios del solitario Amalfitano y del gregario
periodista Oscar Fate, tenemos en "La parte de los crímenes"
algo más que una apocalíptica novela negra: un retrato
brutal de México, que deja ser ese jardín de Paul Valéry
en el que Bolaño observa perdidos a los escritores chilangos,
para convertirse, en Santa Teresa/Ciudad Juárez, en la última
frontera de muchos mundos, como si en ese punto ciego terminasen la
sociedad industrial, la religión de los cristianos, la Ilustración
y su aura, y un largo y abusivo etcétera que apenas ilustra
la fuerza escatológica de Bolaño, escritor a veces difícil
de leer porque no es común encontrar en un solo libro, juntas,
a la literatura y a la verdad, como soñó Goethe.
"La parte de Archimboldi", última de las novelas
que componen 2666, comienza semejando una parodia de Robert Walser,
parece transformarse en la novela que uno supondría fue a escribir
Benno von Archimboldi en Santa Teresa y termina por solucionar - sin
descalificar las intuiciones del lector- el enigma de la identidad
del novelista. En "La parte de Archimboldi" Bolaño
nos lleva de la mano - como si fuera necesario, como si otros grandes
escritores no lo hubiesen hecho ya- por los mataderos del siglo XX.
Bolaño tiene en cuenta, empero, que su lector sabe mucho (tanto
como él) sobre los crímenes del bolchevismo o la ocupación
nazi de la Unión Soviética y sobre todo conoce (ese
lector ideal) la manera en que los artistas europeos han pintado los
horrores de la guerra. Pero sirviéndose del expresionismo,
a través del cuaderno de Ansky (otra novela dentro de la novela),
dibujando a lo Grosz e interpelándonos demoníacamente
como si el alma de Gogol lo tomase por instantes, el genio de Bolaño
se impone gracias a que nuestro conocimiento de la materia manipulada
siempre será sorpresivamente inferior al que 2666 ofrece, como
si esta novela total aspirase a ser el libro bisagra entre dos siglos. Yo creo que lo es. Y formaba parte de una cierta lógica histórica
occidental que su autor fuese un latinoamericano.
Los teóricos de la posmodernidad detestan las grandes narrativas
literarias y les será difícil clasificar 2666, una novela
póstuma y probablemente no del todo conclusa. Si acaso en las
últimas páginas, cuando sabemos quién es verdaderamente
Benno von Archimboldi y por qué ha viajado a Santa Teresa,
son perceptibles varios párrafos inseguros o algún salto
temporal un tanto brusco, como cuando se nos informa que el héroe
navega en la red desde una computadora portátil y páginas
después leemos que dado que el escritor no leía periódicos
ni escuchaba la radio, se enteró de la caída del muro
de Berlín gracias a la viuda de su editor, la provocativa señora
Bubis. Pero de no ser por minucias de ese tipo incluso saldría
sobrando la nota editorial de Ignacio Echevarría sobre el estado
de los textos a la muerte de Bolaño.
"Toda poesía en cualquiera de sus múltiples disciplinas",
dice Bolaño en 2666, "estaba contenida o podía
estar contenida en una novela".
Sólo mediante la poesía, tal cual la concebía
el bajo romanticismo alemán, pudo Roberto Bolaño (1953-2003)
escribir 2666, una novela cuyo escenario es el universo entero, es decir, el tiempo de la literatura tal cual la concebió el siglo
XX. Y si el escenario es el mundo como universo concentracionario,
el tema es, otra vez, las relaciones entre la literatura y el mal,
ese tráfago infernal abundante en treguas, rendiciones, intercambio
de prisioneros. Y siendo el motivo de 2666 la literatura y el mal,
Benno von Archimboldi, su protagonista, encarna el mito del escritor
como ese antihéroe, nihilista sólo en apariencia, actor
que puede devolverle al mundo el orden de la pansofía, esa
secreta oxigenación subterránea que anhelaba Novalis.