Sobre
"Apuntes para sobrevivir al aire", de Rocío Cerón
por Jorge Solís
Arenazas
Debo iniciar esta lectura con una confesión. Los libros de
raigambre fragmentaria siempre me han imantado de un modo peculiar.
Me refiero a esos títulos donde las fronteras funcionales de
los géneros ya sólo pueden proceder mediante la duda;
donde el calce contingente de toda obra no sólo
se hace evidente, sino necesario. Notas, fragmentos de diarios, cartas,
apuntes sin desarrollar, esbozos de ensayos, preguntas dispersas,
citas o escolios de otros libros, borradores, aforismos. Con estas
líneas en movimiento, el libro es menos la puesta en juego
de una unidad u orden programático que el escenario donde la
serie de accidentes en que se funda una escritura manifiesta sus puntos
de partida. Por todo esto, Apuntes para sobrevivir al aire,
el más reciente libro de Rocío Cerón (Ciudad
de México, 1972) conquistó mi atención de inmediato.
Desde el título mismo, es palpable que se trata de breves esbozos
reflexivos, y no de prosas tejidas en el largo reposo y la prolongada
estructuración. Los 25 textos que dan vida a este conjunto
sostienen una misma dimensión: el libro no es fragmentario
porque sus notas tengan una naturaleza disímil entre ellas;
tampoco por la discontinuidad de sus fuentes; su fragmentariedad consiste
en que cada uno de estos apuntes a vuelapluma entraña un registro
que se esmera en mostrar la transitoriedad de los discursos. ¿La
lucidez en sus recorridos cimeros? Más bien los estadios de
emergencia en los que el pensamiento se desnuda ante su inmediatez,
sin dejar de evidenciar la existencia de un camino que lo dota de
sentido (sin sacrificarse ante un programa sistemático ni ante
un orden general).
A pesar de que los textos de Apuntes para sobrevivir al aire
no ponen en juego un orden temático exclusivo, es factible
leerlos al amparo de un sólo hilo conductor, a saber: los vínculos
originarios entre la muerte y toda experiencia reflexiva. Que este
hilo conductor o eje no siempre esté mencionado de forma explícita,
no le impide salvar estas prosas de la dispersión, ni comunicar
distintos momentos del libro a partir de sus variaciones: el peso
de los días como signo asequible de la muerte de Cristo; la
mortalidad que implica la asunción de los despojos; la intención
de matar en tanto que "refinada intención de inmortalidad";
el haz que va del suicidio y el olvido al reconocimiento de la propia
finitud ("Mas debajo de la piel y las vísceras, mas al
otro lado de mí, hay una puerta abierta: mi doble ya camina
hacia la muerte"). Muerte, finalmente, como la ambigua encarnación
de nuestra condición temporal: "El instante es el nuevo
emperador".
Así que la estela mortuoria no es unívoca. Por un lado,
se trata del imperio de lo temporal que obtura las posibilidades de
la existencia, entregándonos a un mundo que ya sólo
puede reconocerse en la imagen del vacío. Frente a esta versión
de la muerte, se intenta sobrevivir; con toda justeza, cada esbozo,
cada apunte intenta habitar el terreno de lo sustancial por encima
de la transitoriedad de lo aéreo. Sin embargo, del otro lado,
dicho envite, bien representado por "el hombre cabal", no
deja de ser una especie de suicidio: distancia y despojo, renuncia
de la pertenencia ante el orden del mundo.
Llegados a este peldaño, se transparenta el cuestionamiento
más importante de todo el libro. Si la muerte resulta presencia
inagotable, no sólo es un límite; también deviene
en condición de la construcción de sentido. Únicamente
desde ella es dado erigir cada apuesta vital. De suyo se comprende
que el afán crítico no es un modal para cubrir las prebendas
discursivas en boga, sino una volición última por alcanzar
lo auténtico. En otras palabras: el pensamiento es uno de los
reductos finales para defender el resto de nuestra existencia. Mas
la forma en que Rocío Cerón asume todo esto no es precisamente
clarificadora. Me explicaré. En Apuntes…, todo cúmulo
de certezas se desvanece; no por una rigurosa revisión de las
mismas, sino por un halo de agotamiento que subyace a toda referencia
vital. La verdad reducida a polvo no por un cuestionamiento incesante,
tampoco por una beligerancia que le desnude lo más absurdo
de su núcleo. Se trata, en cambio, de la dramática aceptación
de que las verdades, las verdades de este mundo no nos han
bastado para cifrar la otra vida.
Lo curioso es que, allende lo anterior, el discurso de Cerón
no implica una clausura vital ni una resignación definitiva.
Pareciera que el cuerpo de la verdad, aun roto, puede emprender una
profesión de fe que se dimensione tanto ética como estéticamente.
Por una senda ética, puesto que se urde una forma de vida que
será "locura", pero que permitirá abrirse
paso entre la densa selva de la podredumbre cotidiana, de tal suerte
que ésta no avasalle por completo al individuo. Quien emprende
esta travesía es el "hombre cabal", cuya elección
se asemeja al suicidio. La dimisión frente al mundo y la heteronomía
no es únicamente la forma privilegiada, sino la única
factible para alcanzar una vida auténtica. Se trata, en pocas
palabras, de una insistencia en la honestidad.
También tiene su lado estético, aquel que le impele
a hallar en el lenguaje la materia necesaria de lo que aspira a ser
sedición íntima. No es seguro que la palabra pueda fundar
otra existencia, aunque sí puede ser palestra donde combatir
por el instante ahíto de sentido. Las palabras del hombre cabal
"son lodo y del lodo resucita lo esencial del lenguaje".
Esto despierta una última fe, que encuentra en la poesía
un asidero, una vía para acceder a la realidad bordeando los
rasgos onerosos de la misma ("La poesía es una nebulosa
satinada que guarece mi cabeza). También cumple un papel negativo;
no es sólo creación, también es resistencia,
ya que "la poesía le quita el peso al miedo".
Ahora bien, aquí inician las mayores flaquezas del libro. Apunto
únicamente la que encuentro más sintomática.
Al encontrar en la experiencia poética la condición
para vivir de un modo más íntimo, honesto y libre, el
lenguaje reflexivo de Cerón comienza a filtrar sus manierismos.
Cae en el peligro de domesticar las intuiciones primarias y hacer
de las tensiones apuntadas un pretexto para el "lirismo",
en el sentido más débil del término. De tal suerte
que el "estilo" pertenece, más que a una exploración
personal, al cumplimiento de las convenciones de la manida "prosa
poética". Porque, en el recuento final, los rasgos plásticos
y sonoros del lenguaje no se integran a las experiencias a las que
se enfrenta la autora, y las figuras idiomáticas no terminan
por revelarnos nada, sí por burocratizar en algo la fuerza
de los cuestionamientos iniciales. ¿Se debe esto a una impaciencia
reflexiva? Ciertamente, me quedo con la impresión de que en
el momento que la autora tocaba los puntos más arriesgados
de sus observaciones, se repliega ante lo que ve, y la desnudez de
sus experiencias cede ante un lenguaje que, hasta cierto punto, está
anquilosado.
Empero, por encima de esto, leer Apuntes para sobrevivir al aire
resulta importante y aleccionador, pues nos recuerda, desde la misma
carga vital a la que aspira, aquella visión que Montaigne aprendió
en Cicerón, esto es, que pensar es aprender a morir. Un aprendizaje
anfibio, puesto que el pensamiento -que encarna una relación
atómica con las palabras- también alberga un deseo por
combatir a la muerte, un deseo por sobrevivir ante el aire y ante
nosotros mismos.