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Persuasión y desencanto en Muriendo por la dulce
patria mía
de Roberto Castillo Sandoval

Claudia Mesa
University of California, Los Angeles
Mester, Vol. XXIX, (2000)


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En el afán quijotesco de "averiguar todos los detalles de la historia verdadera de Arturo Godoy"(19), el narrador historiador de Muriendo por la dulce patria mía recibe un misterioso paquete de la Biblioteca Pública de Filadélfia con un cuaderno empastado cuya tapa decía:

«'VIDA Y COMBATES DE ARTURO GODOY
Novelada
Por
Gabriel Meredith'» (20). [1]

En un descuido, el narrador Castillo pierde el manuscrito, pero al compararlo luego con la Vida y combates de Luis Ángel Firpo se da cuenta de que «el tono del cuaderno sobre Godoy era totalmente diferente: melancólico, dubitativo, casi desesperado en su pesimismo sobre la posibilidad de comunicarse con sus lectores» (23-24).[2] En efecto, la dificultad de alcanzar una correspondencia exacta entre la experiencia personal y su representación a través del lenguaje es reiterada unas líneas más adelante en lo que según el narrador era el epígrafe al librito de Meredith: «'Si la totalidad el pasado es irrecuperable y la escritura de los recuerdos no refleja con justicia la experiencia de lo vivido, ¿por qué, entonces, escribo?'» (24).[3]

En este trabajo me propongo demostrar que en Muriendo por la dulce patria mía la tensión entre la palabra escrita y la experiencia de la realidad forma parte de una estrategia narrativa que busca subrayar el carácter artificial de la literatura. Si bien es cierto que la novela presenta rasgos que la emparentan con la historia, el periodismo y la autobiografía, el género que prevalece, aunque matizado por los demás, es el literario. De ahí que en el «Prólogo prescindible», el narrador Castillo se refiera a la literatura como una de las «malas artes de la escritura» (13) para contraponerla con el periodismo y con la historia:

Pero en comparación con otras malas artes de la escritura el periodismo es un quehacer relativamente honesto; quienes lo practican, por lo general, carecen de la displicencia facilona de los novelistas y de la arrogancia inconmovible de nosotros los historiadores. (13)

Como se verá más adelante, las divisiones entre historia, literatura, y periodismo se confunden a medida que los variados informantes reflexionan acerca de su propio discurso. Al final de la novela, el lector comprende que los informantes no hacen más que inventar e imaginar y que, por consiguiente, la literatura no puede ser como dice Borges, «un espejo del mundo, sino una cosa más agregada al mundo» («Una rosa amarilla» 795). La conexión con Borges, explica el narrador en un párrafo acerca de las sirenas, «no es antojadiza, por literaria que sea, porque sin Borges no se habría desencadenado la serie de eventos en que tuvo su origen esta historia» (16). Como se comprueba a lo largo de la lectura, la novela de Castillo sigue de cerca los pasos de Borges (y los de Cervantes) al practicar una estética que privilegia la noción de arte como objeto construido, y por lo tanto, diferente de la realidad.

Desde un comienzo, Muriendo por la dulce patria mía se presenta simultáneamente como ficción y como historia verdadera, valiéndose de las técnicas utilizadas por Cervantes en el Quijote.[4] En el «Prólogo prescindible» el narrador Castillo describe el libro que vamos a comenzar a leer como una narración fidedigna en la que es posible identificar con claridad sus fuentes.[5] No obstante, la noción misma de «Prólogo prescindible» destaca los vínculos del relato con la ficción ya que alude directamente a los «capítulos prescindibles» de Julio Cortázar en Rayuela. Más aún, el narrador advierte al lector, que la novela no es «sobre el boxeo ni sobre la vida del ciudadano Arturo Godoy» (15), sino más bien sobre ese otro Arturo imaginario que «tiene la costumbre de resucitar y deambular por ciertos parajes, a ciertas horas, en Santiago de Chile, en Iquique, en Buenos Aires o en Nueva York» (15).

Sin embargo, luego de esta advertencia inicial, el narrador emprende la tarea de reconstruir en detalle la biografía del púgil chileno, pero constantemente se tropieza con las dificultades que implican la elaboración de un texto. La primera de ellas es la conciencia de que la memoria, tanto la ajena como la propia, es limitada. La fiel reconstrucción del pasado se convierte en una empresa quimérica. El narrador sabe que «la suma de recuerdos distintos nunca da como resultado la verdad y que, al contrario, a veces hasta la ahuyenta para siempre» (21). La segunda, consiste en lograr que un texto literario parezca verosímil cuando, como comprueba el narrador, palidece al ser comparado con la realidad.

En cuanto a la primera dificultad, este narrador «desme-moriado» (16) que escribe para «ustedes, curiosos, desinfor-mados y crédulos lectores» (312-13), añora una correspondencia exacta entre el Arturo Godoy de carne y hueso y ese otro que le sugiere la pila de datos «algunos verdaderos y otros—como he sabido después—muy falsos» (69) que resultan de sus investigaciones. Aunque su intención es serle fiel a los acontecimientos, acaba constatando que las fotos, los documentos, los recortes periodísticos, y hasta la información suplida por el manager de Godoy, se difuminan lentamente en la memoria perdiendo su inmediatez. La veracidad del relato está ausente de su propia escritura y el narrador se lamenta pensando en su fragilidad:

Me enfrenté de nuevo a la hoja en blanco [. . .] Había tantos detalles que no recordaba, incidentes cuyas conexiones me parecían difusas, situaciones que sin la voz calmada de Al Weill perdían toda su relevancia, su fuerza, y hasta la simple gracia narrativa que tenían al salir de su boca. (178)

Lo ideal, dice el narrador, sería haber tenido «una grabadora» (178), un «ayudamemorias» (178), una especie de «máquina del tiempo» (113) que le permitiera «transcribir, traducir, traducir, y traducir» (178), los matices que su prosa no alcanza y que él falsifica para reproducir el original.

Ante la imposibilidad de capturar con precisión lo ocurrido, y dejando de lado sus «ínfulas» (17) de historiador, el narrador introduce de manera explícita la imaginación en el relato. En el capítulo titulado «Stevens, Stevens, Stevens nuevamente», el desilusionado narrador acaba convencido de que la imaginación, y por ende la inventiva, es una mejor alternativa que el olvido. La estrategia del narrador Castillo consiste en pedirle a los lectores que traigan a la memoria, y que si no recuerdan, que se imaginen, la pelea que tuvo lugar en Tokyo por el año 1970 entre el inglés Godfrey Stevens y el nipón Shozo Saijyo:

Acuérdense, los que puedan, de cierto gladiador llamado Godfrey Stevens que se fue a buscar la fama a las antípodas, al remoto Japón. Los que no se acuerden, imagínenselo, porque cuando los recuerdos desaparecen, la imaginación es mil veces preferible al olvido. (113)

Con frecuencia, el mismo Roberto Castillo se refiere a su propósito de desmitificar las creencias nacionales chilenas aun a costa de las reacciones del público: «Quise darle voz a esas versiones para ver las maneras en que se forma el mito. Esta no es una novela sobre el ciudadano Arturo Godoy sino sobre el mito y el mito no pertenece a la familia sino al país» («Libro sobre Arturo Godoy resucita polémica por biografías»). De esta manera, aunque el capítulo está planteado como una digresión, «un paréntesis para poner las cosas en perspectiva, para sacudirse un poco, estirar las piernas» (113), en realidad permite que el lector establezca una analogía entre el caso de Stevens y el de Godoy, a partir de la manera en que el público interpretó los resultados de los dos encuentros. Stevens, al igual que Godoy, pierde la pelea. Sin embargo, al regresar a su patria «vuelve en un vuelo interoceánico que toma más de 24 horas, y lo recibe una caravana tumultosa de compatriotas que dejaron todo botado por ir a aclamarlo al flamante aeropuerto de Pudahuel» (115). Pienso que en la analogía entre la pelea de Stevens y la de Godoy está la clave en que debe leerse la novela. Los boxeadores son símbolos, alegorías de las victorias morales del país y no figuras públicas. De ahí que Muriendo por la dulce patria mía no se trate del Arturo Godoy «de carne y hueso» (69), sino de un personaje imaginario, que a pesar de compartir rasgos comunes con el boxeador real es sobre todo una invención literaria: «El lector, si le place, hará las comparaciones apropiadas entre Stevens—o el patético Martín Vargas—y Arturo Godoy» (116).

Luego del «paréntesis» (113) de Stevens, el narrador se desplaza dentro de los límites de su propio relato hacia el terreno de la literatura. El capítulo «La pelea imaginaria» pone de relieve la disparidad entre el acontecimiento real de la pelea y su versión escrita por medio de una imagen cinematográfica. Cuenta el narrador Castillo que gracias a un tal Stephen Lott que pirateó las peleas de Arturo Godoy de «los archivos de la NBC» (118) pudo apreciar en vivo y en directo, la transmisión del encuentro entre: «¡El muy capaz retador, campeón de Sudamérica, con un peso de 202 libras! [. . .] Artuuuuurou Gou-doyyyyy!» (121) y «el campeón mundial de todos los pesos, el Bombardero de Detroit, ¡Joe Louuuuuuuiiis!» (122). Aunque el narrador disfruta de las ventajas que le ofrece su «little time machine» (118; «mi maquinita del tiempo»; énfasis suyo), el lector debe resignarse a «ver» la pelea a través del recuento del narrador. Para superar la naturaleza lineal de la escritura, el narrador decide apelar una vez más a la imaginación. Según él, para que la pelea pueda ser recreada en toda su magnitud, ésta sólo puede tener lugar en el ámbito de la fantasía. El lector observará la forma en que el boxeador obtiene una victoria moral en el legendario evento que cobrará vida simultáneamente en tres espacios y tiempos distintos— «Nueva York, Madison Square Garden, Santiago, Plaza Montt-Varas 9 de febrero de 1940 (o 14 de noviembre de 1995, o el día de hoy)» (117) — que resaltan su carácter mítico y encapsulan al lector en la máquina del tiempo que el narrador tanto añora.

Así, valiéndose de la imaginación, el narrador consigue suplir las limitaciones de la memoria, configurando lo que Ortega y Gasset denominaría un universo hermético, separado de la realidad.[6] Sin embargo, el hermetismo se socava a través de las constantes reflexiones acerca de la literatura que realzan la artificialidad de la novela. Otro de esos temas literarios, que es a su vez la segunda dificultad con la que se enfrenta el narrador en la elaboración de su historia, es la pregunta explícita por la verosimilitud del texto. Tras muchos intentos frustrados frente a la página en blanco, el narrador confiesa:

el escollo más difícil en la historia era hacer creíble ese encuentro con el manager y promotor de Arturo Godoy y con su hermano. «Si me dedicara a escribir una novela sobre esto—anoté en mi bitácora—no habría quién me creyera el encuentro en el parque [. . .] al que había llegado, más que nada, por hastío y abatimiento, escapando». (177)

Ante la pregunta por la posible verosimilitud de la historia, el mismo narrador entrega una pista para resolver, al menos parcialmente, el problema. La pista aparece en las primeras páginas de la novela cuando Castillo afirma: «En alguna parte—soy desmemoriado—Borges escribió que las sirenas cambian de forma» (16). La referencia proviene de una nota a pie de página sobre las sirenas de «El arte narrativo y la magia», texto en el que Borges indaga cómo se construye la fe poética en la imaginación del lector.[7] Para investigar los elementos que hacen que una narración fabulosa parezca verosímil, Borges considera, entre otros, el libro de William Morris The Life and Death of Jason (226), y explica que para hacer creíble al centauro Quirón, Morris sumerge gradualmente al lector en un mundo donde todavía existen los centauros mencionando junto con éste, la presencia de otras criaturas extrañas. La clave del asunto, concluye Borges, está en nombrar el elemento inverosímil sin mostrar asombro alguno (226-27). En Muriendo por la dulce patria mía, el narrador persuade al lector de que su historia es verdadera dándole cabida a relatos aun más increíbles que el suyo. El propósito del narrador es despistar deliberadamente al lector, hacerle olvidar que está leyendo una novela por medio de la inclusión del nombre real del boxeador chileno.

Uno de estos relatos asombrosos lo constituye la anécdota contada por el personaje de Godoy en el capítulo titulado «El tiburón». Dice el boxeador que una vez declaró, frente al asombro generalizado de la prensa, que no tenía ningún miedo de su próxima pelea con Joe Louis.

La razón de su tranquilidad radicaba en el hecho de que ya se había enfrentado «con pescados mucho más grandes y peligrosos» (276) que el Bombardero de Detroit:

Big fich, le dije yo. ¡Ah! ¿Galento? me dice. No, le dije yo, mucho más grande. ¿Firpo? me dice. Nooooo, le dije yo, más grande, y más peligroso. ¿Mussolini? me dice, no ve que yo le pagué a uno que se llamaba Pantaleón Mussolini en La Habana, esa vez que me dio el mordisco aquí en el brazo derecho donde tengo la cicatriz. No, Mussolini no, le dije. (276; énfasis suyo)

Godoy atrae a los periodistas creando una atmósfera de suspenso con respecto a la identidad de aquél «big fich» (276; «pescado grande»; énfasis suyo) capaz de opacar al famoso boxeador norteamericano. Pero en realidad, la anécdota de Godoy es una parodia de The Old Man and the Sea de Ernest Hemingway, en la que el boxeador trae a colación los recuerdos de su infancia como pescador y la aventura por la que pasaron él, su hermano Julio, y el negro Castillo con un tiburón asesino que los perseguía.

En el episodio del tiburón convergen dos ideas que destacan el carácter engañoso de la literatura. Una, al tratarse de una parodia, se cuestiona la noción de que la literatura es producto de anécdotas autobiográficas. Lo que parece ser una memoria personal de Godoy es, por el contrario, una re-elaboración de un conocido pasaje literario.[8] Dos, el relato de Godoy acentúa la distancia entre la experiencia y la posterior fabricación a través del lenguaje. Aun cuando la intención del narrador no sea la de falsear los hechos, en el momento de reconstruir el evento, éste se deforma porque el lenguaje no es capaz de expresar de manera idéntica los matices de la vida.[9] En este sentido, es revelador el comentario espontáneo de Godoy cuando reflexiona acerca de la forma en que relató su historia a los periodistas: «Claro que yo se los decía en serio, porque lo que pasó es verdad, pero cuando uno cuenta estas cosas como que salen un poco raras, diferentes de lo que fueron» (277). En el caso del «tiburón», las falsificaciones son múltiples ya que entre el acontecimiento original y la versión final para la prensa coexisten el recuento de Godoy en castellano, la traducción al inglés de Meredith, y las notas incompletas de los periodistas. En palabras del propio Godoy:

Viendo que estaba bien metido, empecé a contarle [a un gringo] de una cuestión que me pasó cuando yo tenía doce años, y ahí me embalé hablando y se juntaron todos los periodistas yanquis y puta que anotaban rápido, y después trajeron al cabro que se llamaba Meredith para que hiciera de traductor, y ahí me lancé, peor todavía, el Meredith me tenía que parar porque no le dejaba tiempo para hacer de intérprete. (276)

La anécdota de Godoy sugiere que la literatura no puede ser una representación mimética de la experiencia porque entonces habría que afirmar, junto con el personaje de Godoy, que los escritores son todos mentirosos: «Decía [don Ernesto] que había estado en la guerra española y en las dos guerras mundiales y que había estudiado para torero, pero yo a ese gringo no le creería ni lo que rezaba, porque se la pasaba escribiendo novelas» (279).

Godoy cae en la misma trampa que algunos de los lectores de Muriendo por la dulce patria mía parecen haber caído al condenar la novela porque dice mentiras. La novela misma subraya que una de sus principales características es su diálogo constante con la tradición literaria.[10] El personaje de Godoy no sólo olvida que la ficción siempre miente, sino que también hay una diferencia significativa entre el embuste que no se manifiesta como tal y el literario que desde un comienzo es presentado como artificio.[11] Como se sabe, el caso del lector incapaz de distinguir entre la realidad y la ficción es en sí mismo un prestigioso tema literario. Basta recordar el momento en que don Quijote después de haber destrozado las figuritas del retablo exclama: «Real y verdaderamente os digo, señores que me oís, que a mí me pareció todo lo que aquí ha pasado que pasaba al pie de la letra: que Melisendra era Melisendra, don Gaiferos don Gaiferos, Marsilo Marsilo, y Carlo Magno Carlo Magno» (735). En Muriendo por la dulce patria mía, el episodio correspondiente al retablo del Maese Pedro tiene lugar bajo el techo de la pobre carpa del «Circo de las Maravillas» (313), título evocativo del entremés cervantino.

A través de la última crónica que escribe el corresponsal londinense de The Daily Mirror, Mr. W.I. Farr, nos llega la noticia del «espectáculo que ha causado impacto mundial, intitulado 'Alegorías patrias de la historia nacional'» (284). El espectáculo es, como su título lo indica, una representación de las alegorías de la historia chilena para conmemorar «el sentido profundo de la gesta gloriosa de Iquique» (286) que les enseñó a los chilenos «a convertir la derrota heroica en una gran victoria» (286). Mr. W.I. Farr cuenta que sobre un escenario de «mar de tramoya» (284) salían los marineros de ambos bandos a pelear con guantes de boxeo a la vez que «los espectadores coreaban con fervor el nombre del héroe, '¡Ar-tu-ro, Ar-tu-ro!', mientras la procesión vencedora daba una vuelta olímpica y se retiraba del escenario con los brazos en alto» (286).

Después de haber presenciado la función en compañía del niño que «iba un día a ser campeón del mundo» (283), Mr. W.I. Farr ya no es el mismo. Aunque entiende que se trata de una alegoría, se deja cautivar por su magia y, ante su incapacidad de escribir con objetividad, acaba renunciando a su profesión. Al revisar una vez más sus crónicas deportivas, W.I. Farr se da cuenta de que ha perdido la mirada del espectador imparcial que exige el periodismo. Su prosa carece de distancia porque para su feliz sorpresa— » 'Vayanse a la mierda', pensó en castellano» (280) — se ha convertido en uno de aquellos a los que intentaba describir en la crónica de aquel día:

La releyó, la retocó, y cuando dejó de lado el lápiz corrector y la goma de borrar, supo que nadie le iba a entender lo que había escrito y menos aún a publicárselo. No, tampoco era una crónica de viajes. Se imaginó la voz engolada de St Johnston pidiéndole la distancia adecuada: «You cannot write as if you were one of them, chum: distance, distance, distance yourself, for Christ's sake!» (280; «No puedes escribir como si fueras uno de ellos, socio: ¡aléjate, distancíate, por Dios!»; énfasis suyo)

A pesar de todo, Mr. W.I. Farr continúa escribiendo. Como le confiesa a su enamorada «iquiqueña ítalo-peruana» (288) en una carta que jamás le envía, a través de la escritura quiere perpetuar el espectáculo de circo pobre y así impedir que aquella imagen se pierda para siempre en el olvido: «No quería que se acabara, y quisiera haber registrado esas imágenes como hoy los científicos registran el sonido en discos de metal, para repetirlo y repetirlo, para quitarle lo efímero» (287).

Tanto la «extraña crónica» (315) de W.I. Farr como los recuentos del narrador, de Godoy, y todas las demás voces textuales que forman «la versión definitiva del extraño libro que ustedes tienen en sus manos» (310), se plantean como transgresiones del género al que dicen pertenecer, y de ahí que sean extrañas, originales. Cada una de ellas es una señal para que los lectores no olviden que, como diría Borges, la irrealidad es condición del arte. Pero el éxito de lo artificial depende de la destreza del novelista, de su capacidad para seducir y absorber al lector con sus mentirosas palabras. La verdad literaria de Muriendo por la dulce patria mía radica en la tensión constante entre la persuasión que busca y el desencanto de intuir que acaso el lenguaje nunca puede capturar fielmente el mundo circundante. La vida de Arturo Godoy que Roberto Castillo imagina se enriquece gracias a su profunda e iluminadora reflexión sobre los límites pero también las infinitas posibilidades de la escritura.

 

 

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NOTAS

[1] Este trabajo surgió del seminario sobre novela chilena dictado por Verónica Cortínez en la Uni\'ersidad de California, Los Angeles, durante el otoño de 2000. Quiero agradecer a la profesora Cortínez por sus comentarios y sugerencias.
[2] El narrador Castillo no es el único que narra la novela. Como le explica el autor a Andrés Gómez en una entrevista, Muriendo por la dulce patria mía está estructurada "a través de distintas \'oces que nftrran. Varios personajes asumen la voz narrativa, incluso imo que se parece a mí. Una primera persona es el mítico Gabriel Meredith, basado en aquel que le gritaba '¡Agáchate Godoy!' También aparece Jorge Teillier, a quien está dedicado el libro, y el propio Godoy habla también".
[3] Con cierta secreta complicidad, el narrador comenta unas líneas más adelante que "tema la sensación de haberla leído en alguna otra parte" (24). En una charla con los estudiantes graduados de la Universidad de California, Los Angeles, en el otoño de 2000, Roberto Castillo confesó que la memorable frase de Meredith proviene del libro de Verónica Cortínez "Memoria original de Bemal Díaz del Castillo", a publicarse este año en la UNAM.
[4] Detectamos la huella cervantina a partir del momento en que el narrador declara su propósito de reconstruir la «^historia verdadera de Arti.iro Godoy» (19). En un sentido, el narrador de Muriendo por la dulce patria mía es una mezcla del primer narrador del Quijote que busca en «los anales de la Mancha» (43) y que luego habla de «un sabroso cuento» (191) con Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo, que tiene fama de mentiroso. Cabe añadir que en ambas novelas se percibe vma tensión entre los conceptos de historia (verdad) y ficción (verosimilitud), fvmdamentales para su interpretación.
[5] Previos al prólogo, se encuentran los dos epígrafes que a su vez indican el carácter ficcional de la obra. El primero pertenece al Cautiverio feliz de Francisco NCiñez de Pineda v Bascuñán, en el que se contrasta la supuesta claridad de la representación histórica (cristal bruñido en el que se reflejan los rostros) con el recuento literario (agua alborotada que los desfigura). El segundo, corresponde a la Crónica de los muy nombrados Oruch y Jaradín Barbarroja de Francisco López de Gomara donde se establece la diferencia entre una escritura autobiográfica y una histórica. Cabe destacar que Roberto Castillo escribió su tesis doctoral sobre el Cautiverio feliz. Ver: «Cautelosas simulaciones: Pineda y Bascuñán y su cautiverio feliz». Diss. Harvard University, 1992. Según Castillo «Cautiverio feliz no es propiamente una crónica, sino un libro multigenérico que contiene disquisiones religiosas y políticas, mezcladas con narraciones emparentadas con los relatos españoles de cautiverio (tanto ficticios como 'reales'). Entrevista personal. Universidad de California, Los Angeles, 1 de diciembre de 1999.
[6] Para Ortega, el efecto de hermetismo es una de las cualidades de la novela: «Observémonos en el momento en que damos fin a la lectura de una gran novela. Nos parece que emergemos de otra existencia, que nos hemos evadido de un mundo incomunicante con el nuestro auténtico» (410). La novela de Roberto Castillo trabaja justamente en contra de ese hermetismo, revelando una y otra vez los elementos que para Ortega deberían quedar tras bambalinas.
[7] Respecto de la persuasión, Roberto Castillo afirma: «el asunto de la persuasión (cosa propia de sirenas, por lo demás) me parecía clave para armar mi cuento. Me interesaba el aspecto técnico—por decirlo de alguna manera—de la persuasión literaria, pero también me interesaba ir más allá y llamar la atención sobre el problema de mantener la persuasión a lo largo de una narración polifónica. Mi problema era, el de la tensión entre persuasión y desencanto». Entrevista personal. Universidad de California, Los Angeles, 1 de diciembre de 1999.
[8] Otro de los episodios en los que el narrador cuestiona la noción de escritura autobiográfica se encuentra en el aparte acerca de su padrino Heriberto. Se nos cuenta que Heriberto tenía fama de fabulador y engañaba a todos con sus relatos: «Sabiendo que toda la familia nos advertía que todo lo que contaba era mentira, él alteraba sus cuentos con los detalles precisos para hacerlos creíbles, y así nos embaucaba a pesar del escepticismo inicial» (231). A pesar de que tan sólo unas líneas atrás el narrador se ha delatado a sí mismo asegurando que se trata de una invención, transcribe la supuesta carta del tío como testimonio del encuentro entre su padrino y Godoy cuando Heriberto todavía era un niño.
[9] Muriendo por la dulce patria mía también deja constancia de la dicotomía entre el lenguaje privado y el lenguaje público a través de las conversaciones entre los personajes. Por ejemplo, durante el encuentro de Godoy con el Presidente de Chile, Meredith observa que «Aguirre Cerda, sin perder del todo su aire de autoridad, le daba confianza con ese acento campechano tan diferente al que usaba en sus discursos oficiales» (273). Asimismo, se llama la atención sobre la disparidad entre la palabra hablada y la palabra escrita, como vemos en los comentarios de los amigos de Godoy a propósito de los despachos periodísticos de Meredith: «-Si eso fue lo que le dijo el Arturo al cabro, igualito que como salió. -Bueno, ya, igualito. Si vos lo decís, será así, no vis que vos sabís tanto. Lo que es yo, lo oigo distinto. Parece que fuera un pije hablando. Los pijes hablan así de fruncido» (170).
[10] A raíz de su publicación en 1998, se creó un gran revuelo en Chile porque según la familia de Godoy (sentimiento que además compartían algunos ciudadanos chilenos), la novela manchaba la imagen del legendario boxeador. Es conocida la afirmación de Arturo Godoy hijo que sin haber leído la novela dice: «El género de ficción se está burlando de Arturo Godoy y eso no lo voy a permitir. Esa ficción miente. Aunque sea novela, ese señor [Roberto Castillo] se pasó de la raya » ( « Libro sobre ArturoGodoy resucita la polémica por biografías» ). Esta acusación dejó tan perplejo a Roberto Castillo que escribió un artículo titulado «'That Fictíon Lies!'» en el que explica su versión de lo sucedido: «I was sure I had written a novel whose main characteristic was that it was literary to the point of being viciously literary. I had hoped for readers to go along in my Borgesian allusions, my winks to Cervantes and to the poetícs of the chronicles of discovery» (26; «Estaba seguro de haber escrito una novela cuya principal característica era la de ser literaria, al punto de ser viciosamente literaria. Esperaba que los lectores siguieran mis alusiones borgeanas, mis guiños a Cervantes y a la poética de las crónicas coloniales»; subrayado suyo).
[11] A raíz de la polémica que sucitó en Estados Unidos la biografía de Edmund Morris sobre Ronald Reagan, Mario Vargas Llosa hizo un comentario que bien podría aplicarse al caso de Muriendo por la dulce patria mía en el que aclara hasta qué punto puede decirse que una obra literaria miente: «Sin embargo, no hay manera más justa y cabal de explicar la ficción que diciendo de ella que no es lo que finge ser—la vida—, sino un simulacro, un espejismo, una suplantación, una impostura, que, eso sí, logra embaucarnos y nos hace creer que es aquello que no es, acaba por iluminamos extraordinariamente la vida verdadera. En la ficción, la mentira deja de serlo, porque es explícita y desembozada, se muestra como tal desde la primera hasta la última línea. Esa es su verdad: el ser mentira». Acaso se trata de la misma idea a la que alude el título de su libro de ensayos sobre la novela moderna, La verdad de las mentiras. Al respecto, ver Dorrit Cohn, «Fictional versus Historical Lives: Borderlines and Borderline Cases».

 

 

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OBRAS CITADAS

- Borges. Jorge Luis. "El arte narrativo y la magia". Obras completas. Buenos Aires: Emecé, 1974. 267-74.
------- "Una rosa amarilla". Obras completas. Buenos Aires: Emecé. 1 974. 795.
- Castillo Sandoval, Roberto. Muriendo por la dulce patria mía. Santiago: Planeta. 1998.
.------ "That Fiction Lies!". Zalacaín. Harvard Review of Híspanic and Latín American Líterature and Culture. Inagural Issue (Spring 1999): 24-28.
- "La novela del mito Godoy". Por Andrés Gómez. La Tercera 17 de junio de 1998.
<http://www.tercera.cl/diario/1998/06/17/57.html>
- Cervantes. Miguel de. Don Quijote de La Mancha. 1617. Ed.Martín de Riquer. 2 vols. Barcelona: Juventud. 1995.
- Cohn. Dorrit. "Fictional versus Historical Lives: Borderlines and Borderline Cases". The Journal of NarratíveTechnique 19.1 (1989): 3-24.
- Gómez. Andrés. "Libro sobre Arturo Godoy resucita la polémica por biografías". La Tercera. 25 June 1998.
<http://www.tercera.cl/diario/1998/06/05/ 60.html>
- Ortega y Gasset. José. "Ideas sobre la novela". Obras completas, vol. 3. Madrid: Revista de Occidente. 1962. 387-418.
- Vargas Llosa. Mario. "La biografía más polémica". La Tercera 31 Oct. 1999.
<http://www.tercera.com/diario/1999/1031nacional.html>.





 

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