UNO
En aquellos días Santiago mostraba el aspecto abandonado y
tranquilo que adquiere cuando la mayoría de la gente toma sus
vacaciones veraniegas y sale en avalancha hacia la playa o el campo.
Había terminado un trabajo relacionado con la muerte de un
crítico literario y tenía dinero para sobrevivir hasta
el fin del verano, sin preocuparme por el arriendo de mi departamento
ni de la comida diaria de mi gato Simenon.
Una tarde fui al Cine Liberty a ver una copia remozada de "Sed
de Mal"; película de Orson Welles que había visto
años atrás y de la que recordaba la escena donde Hank
Quilan, gordo, alcohólico y derrotado, luchaba contra el deseo
de beber una copa, mientras enfrentaba a Marlene Dietrich, su bella
amante de otra época. En la sala había quince espectadores
y un gato dormitando en medio del pasillo. Al término de la
exhibición entré a un bar y bebí una cerveza
tan gélida como la sonrisa de Boris Karloff. Después
regresé a mi departamento con la tristeza del que se ha visto
en un espejo implacable. Me acosté, oí a Chet Baker
y me dormí arrullado por el calor de la noche.
Semanas después vino a verme la madre de Elisa Campos. Era
una mujer joven, ojerosa y pálida. Cuando entró a la
oficina no parecía muy convencida de los pasos que estaba dando.
Advertí su nerviosismo y esperé a que se armara de valor
para explicarme el motivo de su visita. Observó el interior
de la oficina y se detuvo frente al afiche de Laurel y Hardy que colgaba
en uno de los muros.
-¿Le gusta el cine? - preguntó, esbozando una sonrisa
atravesada por la tristeza.
-Desde que vi a Chaplin por primera vez. Me eduqué en un orfanato
donde nos llevaban, dos o tres veces al año, a un cine de barrio
en el que exhibían programas triples. Mis favoritas eran las
cintas de vaqueros protagonizadas por Randoll Scott y Gary Cooper.
En ese tiempo tenía fe ciega en los jovencitos de las películas.
Ahora ya no.
-Mi hija Elisa era fanática del cine. Su dormitorio aún
está lleno de fotos de artistas famosos.
-¿Por qué habla de ella en tiempo pasado?
-Mi hija está muerta. La asesinaron a la salida de un cine.
-Lo siento - dije y desvié la mirada hacia la ventana, sin
saber qué más decir.
El día estaba caluroso y el sol entraba en la oficina con
entusiasmo. La madre de Elisa se acomodó en una silla y extrajo
de su cartera un pañuelo con el que secó sus lágrimas.
-¿En qué puedo ser útil? - pregunté.
-Atrape al que mató a Elisa.
-¿Fue a la policía? – pregunté sin muchas ganas
de inmiscuirme en un nuevo caso.
-Una y otra vez. Siempre dicen que están investigando y que
no debo perder la esperanza de encontrar al culpable. Estoy harta
de sus excusas. Por eso seguí los consejos de una amiga y busqué
un detective privado en las páginas amarillas.
La mujer volvió a hurgar en la cartera y del interior sacó
unos recortes de prensa que dejó a mi alcance, sobre el escritorio.
Algunos ya los había leído, porque el caso del “psicópata
de Hollywood” - como le llamaban los periodistas - ocupaba profusamente
las crónicas rojas de los diarios.
-Cuatro mujeres en los últimos ocho meses - comentó.
-¿Cuándo y dónde asesinaron a su hija?
-La noche anterior al día de San Valentín; a la salida
del Cine Liberty.
-¡La misma noche que vi morir a Hank Quilan!
DOS
Cuatro mujeres, de veinte a treinta años, habían sido
ultimadas sin una razón aparente. Tres de ellas tenían
la costumbre de ir solas al cine y las cuatro habían muerto
en los alrededores de las salas de exhibición, mientras regresaban
a sus casas. La prensa daba cuenta detallada de los asesinatos, recogía
los vagos testimonios de los testigos y acentuaba el misterio que
rodeada las muertes, sin atreverse a formular hipótesis acerca
de la causa. De la policía se decía lo habitual. Que
seguía las pistas y avanzaba hacia una pronta resolución
de las pesquisas. La verdad - leída entre líneas - parecía
ser que estaba tan perpleja como yo al terminar de leer los recortes.
La rabia y la impotencia me llevaron a investigar. La rabia de estar
en el lugar de los hechos y no haber percibido la proximidad del crimen;
la impotencia de conocer la noticia y pensar que pude estar sentado
al lado de la víctima o en la taquilla, codo a codo con el
asesino. Salvo haber compartido la misma sala con Elisa, no tenía
nada de que asirme para resolver el enigma. Las cuatro mujeres habían
dejado los cines aparentemente solas y ninguno de los empleados recordaba
que las hubiera abordado algún extraño. Las dos primeras
habían muerto en los alrededores de la Cadena Cinema, la tercera
cerca de un cine de películas eróticas, y Elisa, a dos
cuadras del Cine Liberty. Escribí un resumen de mis lecturas
y luego llamé a Doris Fabra, una amiga del Servicio de Investigaciones
con la que a veces intercambio antecedentes sobre nuestros casos.
Ella sabía más datos de los que aparecían en
los diarios y no tuvo reparos para compartir su información.
Cristina Pérez, la primera de las víctimas, trabajaba
de secretaria en una importadora de autos. Tenía treinta años
y vivía en una pensión ubicada en la calle Catedral.
No tenía amigos y en su oficina estaba bien conceptuada, aunque
la tenían por una persona huraña que casi no compartía
con sus compañeras de trabajo y pocas veces contaba algo de
su vida privada. La segunda víctima se llamaba Fresia Calbert.
Estudiaba sociología en la universidad y la noche de su muerte
había esperado en vano a su pololo, un empleado bancario que
fue retenido por un asunto urgente en su trabajo. La pareja llevaba
tres años de romance y esperaba contraer matrimonio a la brevedad,
en cuanto el novio fuera ascendido a jefe de sucursal. Gina Urzúa,
la mujer asesinada a la salida del cine erótico, había
estado casada con un vendedor viajero. No tenían hijos y sus
vecinos aseguraban que los días en que su esposo andaba de
viaje, solía llegar tarde a su departamento. Consultado sobre
sus gustos cinematográficos, el esposo negó conocer
las aficiones eróticas de su pareja y se mostró tan
sorprendido como la policía. Se investigaban sus posibles amistades
fuera del hogar, pero todas las preguntas conducían a un idéntico
túnel sin salida. Con relación a Elisa Campos, mi amiga
Doris confirmó la información entregada por la madre
de la víctima. Nada parecía unir a las cuatro mujeres,
salvo la muerte y el hecho de que el victimario había atado
un trozo de película alrededor de sus cuellos. Visité
la Cadena Cinema. Los empleados no querían responder mis preguntas,
y sólo uno de ellos, un muchacho a cargo del aseo de las salas,
confesó que la administración les tenía prohibido
conversar del tema con extraños. Interrogué a los dependientes
de un par de tiendas, a dos quiosqueros y concluí que no había
mucho que hacer en el lugar. Pedí una gaseosa en el cafetín
instalado frente a la boletería y mientras la bebía
contemplé a los espectadores que, como una tropilla destinada
a la engorda, entraban a las salas portando grandes bolsas de cabritas,
bebidas y galletas. Enseguida, busqué el auto estacionado en
subterráneos del cine y regresé a mi barrio.
TRES
Hice un par de llamadas telefónicas desde mi oficina y salí
hacia la sala donde había asistido a su última función
la tercera de las víctimas. Pregunté por ella al empleado
que vendía las entradas y sus respuestas sirvieron para ratificar
que la mujer era una espectadora frecuente y que siempre iba sola.
El cine estaba en medio de una galería comercial, al final
de un pasillo atestado de tiendas de ropa para guaguas y peluquerías.
La cartelera anunciaba títulos como "La insaciable profesora"
y "Nalgas implacables" y dentro de la sala los espectadores
seguían atentamente los desplazamientos de una rubia de pechos
desbordantes. En el lugar flotaba un fuerte olor a sudor. Cuando mis
ojos se acostumbraron a la penumbra distinguí en la segunda
fila a una mujer que estaba sola y parecía observar con interés
las imágenes proyectadas en la pantalla. Consulté la
hora en mi reloj. Restaban veinte o treinta minutos para el fin de
la película que cerraba el programa del día. Cuando
se encendieron las luces, la mujer caminó cabizbaja hacia la
salida y se detuvo un instante frente al afiche de una película
que estrenarían en dos semanas. Parecía esperar a alguien,
pero me equivoqué. Luego de un rato, encendió un cigarrillo
y se puso a caminar. Fui tras de sus pasos mientras ella entraba a
la galería comercial. A los pocos minutos advertí que
un hombre la seguía. Era joven y alto. Vestía una campera
de cuero y pantalones ajustados. La mujer no se dio cuenta que el
extraño la perseguía como una sombra. Salió de
la galería y cruzó la Plaza de Armas. Se detuvo frente
a un artista que ofrecía sus óleos y el extraño
se ubicó a sus espaldas. Lo vi buscar algo en sus bolsillos
y me preparé a observar el brillo de una navaja. La mujer preguntó
algo al artista y enseguida retomó su marcha. El hombre la
imitó. Avanzaron por el Paseo Ahumada y antes de llegar a la
calle Agustinas, la mujer entró a un edificio. El hombre continuó
su camino y yo seguí tras él hasta que entró
al Café Haití, donde lo aguardaba un amigo.
Regresé al cine a la semana siguiente y volví a ver
a la mujer. Nadie la siguió al término de la función.
Continuaba sin una pista de la cual asirme, salvo la certeza de que
en todos los casos el asesino era uno solo y que, tarde o temprano,
abandonaría su anonimato. Durante un mes recorrí otras
salas y en dos oportunidades volví al Liberty con la esperanza
de encontrar a una mujer sola. En una de ellas, mientras miraba los
carteles expuestos en la entrada, descubrí que había
pasado por alto un detalle.
CUATRO
-Pierdes el tiempo, Heredia -dijo Doris Fabra, desanimada -. El asesino
ha tenido el cuidado de borrar todas sus huellas. Mis colegas y yo
llevamos varios meses investigando y no hemos averiguado nada. He
llegado a pensar que es un maldito fantasma aficionado a las películas
y las mujeres solas.
Nos habíamos reunidos en su oficina y sobre el escritorio
estaban los trozos de película encontrados junto a las mujeres
asesinadas. Las examiné con atención. Ninguna de las
imágenes me dijo nada.
-¿Qué pensabas encontrar en esas películas?
- preguntó Doris.
-El asesino las dejó junto a los cuerpos de sus víctimas
por alguna razón. ¿Desafío para el ingenio de
la policía? ¿Una pista para ser atrapado?
-Temo no compartir el mismo entusiasmo. Has visto muchas veces las
películas de Hannibal Lecter.
-Un asesino en serie busca llamar la atención para demostrar
que es más astuto que la policía o posibilitar su captura.
Quisiera que un amigo cinéfilo viera los fragmentos de las
cintas.
-La verdad es que el asunto nos tiene bastante cabreados. Los periodistas
nos cargan las tintas y en cada una de sus crónicas quedamos
como chaleco de mono. Por un par de días nadie echará
de menos las películas. Cuando las desocupe, me las devuelve
y seguimos tan amigos como siempre.
-¿Amigos, nada más? – pregunté, al tiempo que
observaba sus atractivos labios rojos.
Eliseo Cenzano escribía comentarios de cine para varios diarios
y revistas, utilizando los seudónimos de "Nickolson"
y "Valentino". Su departamento estaba atestado de cintas
de vídeo, afiches de películas y biografías de
artistas famosos. Podía recitar sin esfuerzo los créditos
de cualquier largometraje y en un lugar destacado de su biblioteca
tenía enmarcado el autógrafo que su padre le había
pedido a Humphrey Bogart, cuando el protagonista de "Casablanca"
filmaba "Cayo Largo".
-¿Puedes reconocer a qué filmes pertenecen? - pregunté,
enseñándole las películas que había dejado
sobre su escritorio.
-¿De qué se trata? ¿Un concurso?
-Curiosidad, sólo curiosidad.
-¿En que lío estás metido?
-Un lío oscuro. Para resolverlo necesito de tu buena memoria.
Cenzano tomó una de las películas y la miró
a contraluz.
-"El fugitivo Josey Wales" - dijo, sonriendo -. La dirigió
y protagonizó Clint Eastwood en 1976.
Anoté el nombre de la película en un papel, mientras
Eliseo tomaba con sus manos regordetas el segundo trozo de celuloide.
-"Educando a Arizona" de los hermanos Joel y Ethan Coen
-agregó casi de inmediato.
-¡Hasta ahora vas bien!
Cenzano comenzó a mirar el tercer trozo de película,
sin prestar atención a mis palabras.
-"La Pandilla Salvaje" de Sam Peckinpah. Uno de mis directores
predilectos. También filmó la novela “The Getaway” de
Jim Thompson.
-Queda una - dije y esperé a que mi amigo terminará
su trabajo.
-"Splendor" de Ettore Scola -sentenció el crítico.
La próxima vez que quieras probar mis conocimientos, trae algo
más difícil.
-Te debo un favor Eliseo.
-¿Te sirve la información?
-Aún no lo sé - respondí antes de ponerlo al
tanto de los crímenes que investigaba.
Al día siguiente fui a la hemeroteca de la Biblioteca Nacional
y revisé la información cinematográfica publicada
en la prensa durante los dos últimos años. Mientras
anotaba los nombres de las películas exhibidas el día
que murió la primera mujer, reconocí el cosquilleo que
siento cuando estoy a punto de atar los extremos de unos cabos. Salí
de la biblioteca y llamé a Doris Fabra desde un teléfono
público. Nos encontramos en una fuente de soda ubicada en la
calle Nataniel, al lado del antiguo cine Continental, donde años
atrás había visto "Taxi Driver" y estaba convertido
en un templo evangélico, como la mayoría de los viejos
cines de Santiago. Doris Fabra escuchó en silencio y luego
movió la cabeza, no muy convencida de mis ideas respecto a
los asesinatos.
-¿Qué lo hace sentirse tan seguro? - preguntó
finalmente.
-El cosquilleo en las manos.
CINCO
Transcurrieron algunas semanas y en el cielo comenzaron a desfilar
las nubes, anunciando el arribo del invierno con su carga de lluvias
que anegaban las calles y hacían trabajar horas extras a los
alcaldes. Nuevos casos seguían llegando a mi oficina, y en
mis ratos libres buscaba los rastros del asesino de las cuatro mujeres.
Nunca había ido tanto al cine y comenzaba a creer que la pista
encontrada en los carteles del Liberty sólo era una mala jugada
de mi imaginación. Sin embargo, los afiches y las respuestas
de Cenzano podían más que mis dudas. Había escrito
un nombre en mi añosa libreta de apuntes y debía esperar
a que el sospechoso decidiera atacar una vez más.
Era de noche y una espesa niebla caía sobre Santiago. Me arrellané
en la misma butaca que había ocupado en los últimos
días. Proyectaban un largometraje de Woody Allen y en la platea
había una centena de espectadores que reían a mandíbula
batiente. En la cuarta fila estaba sentada una mujer. La había
visto entrar con una barra de chocolate en las manos. Era joven, y
en su manera de caminar, con los hombros inclinados hacia adelante,
advertí algo triste, desganado. Tal vez era la mujer que el
asesino y yo esperábamos. Intenté prestar atención
al film, pero constantemente mi mirada se desvió hacia la silueta
femenina. La ansiedad, sentada a mi lado, me abrazaba. Jamás
una película me pareció tan larga. Miré hacia
la cabina de proyección y me cegó el haz de luz que
emergía de su ventanilla. Intenté reconocer los rostros
de la gente que estaba a mí alrededor y por algunos segundos
acaricié la pistola que portaba en mi chaqueta.
La película llegó a su fin. Esperé a que los
espectadores se pusieran de pie y concentré mi atención
en la mujer. Ella no tenía prisa. Permaneció sentada
unos minutos y luego, con el mismo desgano de unas horas antes, buscó
la salida.
Caminé tras ella. En la calle continuaba lloviendo, pero eso
no parecía molestar a la mujer que se detuvo en dos ocasiones
a mirar las vitrinas iluminadas de unas tiendas. Fue entonces cuando
advertí la cercanía del hombre. Conocía su nombre
desde hacia un mes, y algunas tardes lo había observado cuando
llegaba a su trabajo, puntual y con aparente entusiasmo. Era alto,
desgarbado y usaba gafas de marcos negros. La mujer dobló en
una esquina, internándose por una vereda solitaria y mal iluminada.
El hombre la siguió y yo fui tras él, procurando no
despertar sus sospechas.
Se abalanzó sobre ella al llegar frente a una casa abandonada.
Escuché un grito entrecortado y pensé que no alcanzaría
a evitar el quinto homicidio. Avancé al encuentro del asesino,
y éste, al escuchar mis pasos, soltó a su víctima
y comenzó a correr.
- Quédese donde está - grité a la mujer que
miraba a su alrededor sin comprender cabalmente lo que sucedía.
El agresor no llegó muy lejos. Lo alcancé antes de
llegar al final de la cuadra, y le asesté un golpe en la espalda.
Trastabilló. Dio un paso incierto y cayó de rodillas
sobre la vereda.
- Terminó la función, Vicente Pérez - dije,
al tiempo que le apuntaba con la pistola.
Lo miré a los ojos, y él bajó la mirada, apesadumbrado.
- Quiero ver lo que trae en los bolsillos - agregué.
Obedeció y puso en el suelo algunas monedas, un pañuelo
azul, dos biromes y un pequeño rollo de película.
SEIS
-Riesgos innecesarios - dijo la mujer policía -. ¿Por
qué no me dijiste lo que pensaba hacer?
Estábamos en el bar "Olímpico", en la calle
Morandé. A nuestro lado, Cenzano seguía con interés
la conversación.
-Deseaba atraparlo en acción, con las manos en la masa, o
en el cuello para ser más preciso.
-¿Cómo supiste que era él? - preguntó
Cenzano.
-Por las películas que te hice reconocer. Leí la programación
de los cines durante los dos últimos años y descubrí
que las cuatro películas habían sido exhibidas en el
Liberty. El resto fue relativamente fácil. Investigué
a quienes tenían acceso a la cabina de proyección. Al
principio sospeché del operador. Lo seguí varias noches,
averigüé sus antecedentes y concluí que no podía
ser el culpable. En los días de los asesinatos de las tres
primeras mujeres estaba trabajando. En cuanto al asesinato de Elisa,
es imposible que al terminar la proyección, hubiera tenido
tiempo para abandonar la cabina y seguirla. El hombre tiene un defecto
en la pierna izquierda y renguea.
- ¿Entonces, qué hiciste? - volvió a preguntar
Cenzano.
-El encargado de transportar las películas también tenía
acceso a la cabina de proyección. Como tú sabes, la
copia de una película se exhibe en varios cines a la vez y
siempre hay alguien a cargo de trasladar los rollos. Supe que la proyectora
del Liberty es antigua y que las cintas suelen cortarse y perder algunos
metros. Las películas se pegan con acetona y los cortes van
a dar al basurero. Vicente Pérez era el encargado de vaciarlos.
-Confesó de inmediato - intervino Doris -. Deseaba ser descubierto.
Por eso dejó el celuloide atado en los cuellos de sus víctimas.
Al comienzo dijo que buscaba provocar pánico entre los espectadores
de las grandes cadenas y de las salas de películas eróticas,
que son las que han quitado clientela al Liberty. La sala funciona
de milagro; por la empecinada nostalgia del dueño que se niega
a pedir la quiebra del negocio. No tiene futuro y lo más seguro
es que la sala termine transformada en farmacia o sucursal bancaria.
Pérez temía quedar sin trabajo. Sin embargo, el psicólogo
que lo examinó dijo que eso es falso. Pérez tiene acentuados
rasgos de psicópata.
-Eso explica que matara a una espectadora del cine donde trabajaba
-comenté -. No pudo controlar su instinto asesino.
-Es la misma conclusión del psicólogo que elaboró
el informe sobre la personalidad de Pérez - dijo Doris, y luego
de beber un sorbo de cerveza, agregó -: Fue buena tu corazonada,
Heredia. Debí creer en ella desde el inicio.
-Ahora sólo me queda conversar con la madre de Elisa Campos.
-Solo por curiosidad -interrumpió Cenzano-. Los fotogramas
que portaba Reyes al ser descubierto, ¿a qué película
pertenecen?
-"Sed de Mal" de Orson Welles –respondí-. Son de
la escena en la que muere el corrupto Hank Quinlan.
* Este cuento pertenece al volumen
de cuentos Muchos gatos para un solo crimen que próximamente
publicará Editorial LOM en su colección Libros del Ciudadano,
y sirvió de argumento para uno de los episodios de la serie
“Heredia & Asociados” que en el mes de marzo exhibirá Televisión
Nacional de Chile.
Ramón Díaz Eterovic
(Punta Arenas, 1956) es uno de la mayores cultores de la novela policial
en Chile. El personaje central de su literatura, el detective Heredia,
ya ha más de una
decena de libros y en marzo llega a la televisión en la serie
"Heredia y Asociados". Ha publicado los libros de poemas
El poeta derribado y Pasajero de la Ausencia; los libros
de cuentos: Obsesión de Año Nuevo, Atrás sin
golpe y Ese viejo cuento de amar, y las novelas: La
ciudad está triste, Solo en la Oscuridad, Nadie sabe más
que los muertos, Nunca enamores a un forastero, Ángeles y Solitarios,
Correr tras el viento, Los siete hijos de Simenon, El ojo del alma,
El hombre que pregunta, El color de la piel. También es
autor de la novela infantil: R y M investigadores. En el próximo
mes de abril publicará su novela A la sombra del dinero.
En Chile ha obtenido una treintena de premios, entre los que destacan
el Premio del Consejo Nacional del Libro y la Lectura (1995) y el
Premio Municipal de Santiago, género novela (los años
1996 y 2002). El año 2000 obtuvo el premio Las Dos Orillas
del Salón del Libro Iberoamericano de Gijón. Algunas
de sus novelas han sido publicadas en Portugal, España, Grecia,
Francia, Holanda, Alemania, Croacia, Argentina e Italia.