UNO 
          En aquellos días Santiago mostraba el aspecto abandonado y 
            tranquilo que adquiere cuando la mayoría de la gente toma sus 
            vacaciones veraniegas y sale en avalancha hacia la playa o el campo. 
            Había terminado un trabajo relacionado con la muerte de un 
            crítico literario y tenía dinero para sobrevivir hasta 
            el fin del verano, sin preocuparme por el arriendo de mi departamento 
            ni de la comida diaria de mi gato Simenon. 
          Una tarde fui al Cine Liberty a ver una copia remozada de "Sed 
            de Mal"; película de Orson Welles que había visto 
            años atrás y de la que recordaba la escena donde Hank 
            Quilan, gordo, alcohólico y derrotado, luchaba contra el deseo 
            de beber una copa, mientras enfrentaba a Marlene Dietrich, su bella 
            amante de otra época. En la sala había quince espectadores 
            y un gato dormitando en medio del pasillo. Al término de la 
            exhibición entré a un bar y bebí una cerveza 
            tan gélida como la sonrisa de Boris Karloff. Después 
            regresé a mi departamento con la tristeza del que se ha visto 
            en un espejo implacable. Me acosté, oí a Chet Baker 
            y me dormí arrullado por el calor de la noche. 
          Semanas después vino a verme la madre de Elisa Campos. Era 
            una mujer joven, ojerosa y pálida. Cuando entró a la 
            oficina no parecía muy convencida de los pasos que estaba dando. 
            Advertí su nerviosismo y esperé a que se armara de valor 
            para explicarme el motivo de su visita. Observó el interior 
            de la oficina y se detuvo frente al afiche de Laurel y Hardy que colgaba 
            en uno de los muros. 
          -¿Le gusta el cine? - preguntó, esbozando una sonrisa 
            atravesada por la tristeza.
            -Desde que vi a Chaplin por primera vez. Me eduqué en un orfanato 
            donde nos llevaban, dos o tres veces al año, a un cine de barrio 
            en el que exhibían programas triples. Mis favoritas eran las 
            cintas de vaqueros protagonizadas por Randoll Scott y Gary Cooper. 
            En ese tiempo tenía fe ciega en los jovencitos de las películas. 
            Ahora ya no.
            -Mi hija Elisa era fanática del cine. Su dormitorio aún 
            está lleno de fotos de artistas famosos.
            -¿Por qué habla de ella en tiempo pasado?
            -Mi hija está muerta. La asesinaron a la salida de un cine. 
            
            -Lo siento - dije y desvié la mirada hacia la ventana, sin 
            saber qué más decir. 
          El día estaba caluroso y el sol entraba en la oficina con 
            entusiasmo. La madre de Elisa se acomodó en una silla y extrajo 
            de su cartera un pañuelo con el que secó sus lágrimas.          
          -¿En qué puedo ser útil? - pregunté. 
            
            -Atrape al que mató a Elisa. 
            -¿Fue a la policía? – pregunté sin muchas ganas 
            de inmiscuirme en un nuevo caso.
            -Una y otra vez. Siempre dicen que están investigando y que 
            no debo perder la esperanza de encontrar al culpable. Estoy harta 
            de sus excusas. Por eso seguí los consejos de una amiga y busqué 
            un detective privado en las páginas amarillas. 
          La mujer volvió a hurgar en la cartera y del interior sacó 
            unos recortes de prensa que dejó a mi alcance, sobre el escritorio. 
            Algunos ya los había leído, porque el caso del “psicópata 
            de Hollywood” - como le llamaban los periodistas - ocupaba profusamente 
            las crónicas rojas de los diarios. 
          -Cuatro mujeres en los últimos ocho meses - comentó. 
            
            -¿Cuándo y dónde asesinaron a su hija? 
            -La noche anterior al día de San Valentín; a la salida 
            del Cine Liberty. 
            -¡La misma noche que vi morir a Hank Quilan! 
          
          DOS 
          Cuatro mujeres, de veinte a treinta años, habían sido 
            ultimadas sin una razón aparente. Tres de ellas tenían 
            la costumbre de ir solas al cine y las cuatro habían muerto 
            en los alrededores de las salas de exhibición, mientras regresaban 
            a sus casas. La prensa daba cuenta detallada de los asesinatos, recogía 
            los vagos testimonios de los testigos y acentuaba el misterio que 
            rodeada las muertes, sin atreverse a formular hipótesis acerca 
            de la causa. De la policía se decía lo habitual. Que 
            seguía las pistas y avanzaba hacia una pronta resolución 
            de las pesquisas. La verdad - leída entre líneas - parecía 
            ser que estaba tan perpleja como yo al terminar de leer los recortes. 
            La rabia y la impotencia me llevaron a investigar. La rabia de estar 
            en el lugar de los hechos y no haber percibido la proximidad del crimen; 
            la impotencia de conocer la noticia y pensar que pude estar sentado 
            al lado de la víctima o en la taquilla, codo a codo con el 
            asesino. Salvo haber compartido la misma sala con Elisa, no tenía 
            nada de que asirme para resolver el enigma. Las cuatro mujeres habían 
            dejado los cines aparentemente solas y ninguno de los empleados recordaba 
            que las hubiera abordado algún extraño. Las dos primeras 
            habían muerto en los alrededores de la Cadena Cinema, la tercera 
            cerca de un cine de películas eróticas, y Elisa, a dos 
            cuadras del Cine Liberty. Escribí un resumen de mis lecturas 
            y luego llamé a Doris Fabra, una amiga del Servicio de Investigaciones 
            con la que a veces intercambio antecedentes sobre nuestros casos. 
            Ella sabía más datos de los que aparecían en 
            los diarios y no tuvo reparos para compartir su información.          
          Cristina Pérez, la primera de las víctimas, trabajaba 
            de secretaria en una importadora de autos. Tenía treinta años 
            y vivía en una pensión ubicada en la calle Catedral. 
            No tenía amigos y en su oficina estaba bien conceptuada, aunque 
            la tenían por una persona huraña que casi no compartía 
            con sus compañeras de trabajo y pocas veces contaba algo de 
            su vida privada. La segunda víctima se llamaba Fresia Calbert. 
            Estudiaba sociología en la universidad y la noche de su muerte 
            había esperado en vano a su pololo, un empleado bancario que 
            fue retenido por un asunto urgente en su trabajo. La pareja llevaba 
            tres años de romance y esperaba contraer matrimonio a la brevedad, 
            en cuanto el novio fuera ascendido a jefe de sucursal. Gina Urzúa, 
            la mujer asesinada a la salida del cine erótico, había 
            estado casada con un vendedor viajero. No tenían hijos y sus 
            vecinos aseguraban que los días en que su esposo andaba de 
            viaje, solía llegar tarde a su departamento. Consultado sobre 
            sus gustos cinematográficos, el esposo negó conocer 
            las aficiones eróticas de su pareja y se mostró tan 
            sorprendido como la policía. Se investigaban sus posibles amistades 
            fuera del hogar, pero todas las preguntas conducían a un idéntico 
            túnel sin salida. Con relación a Elisa Campos, mi amiga 
            Doris confirmó la información entregada por la madre 
            de la víctima. Nada parecía unir a las cuatro mujeres, 
            salvo la muerte y el hecho de que el victimario había atado 
            un trozo de película alrededor de sus cuellos. Visité 
            la Cadena Cinema. Los empleados no querían responder mis preguntas, 
            y sólo uno de ellos, un muchacho a cargo del aseo de las salas, 
            confesó que la administración les tenía prohibido 
            conversar del tema con extraños. Interrogué a los dependientes 
            de un par de tiendas, a dos quiosqueros y concluí que no había 
            mucho que hacer en el lugar. Pedí una gaseosa en el cafetín 
            instalado frente a la boletería y mientras la bebía 
            contemplé a los espectadores que, como una tropilla destinada 
            a la engorda, entraban a las salas portando grandes bolsas de cabritas, 
            bebidas y galletas. Enseguida, busqué el auto estacionado en 
            subterráneos del cine y regresé a mi barrio. 
           
          TRES 
          Hice un par de llamadas telefónicas desde mi oficina y salí 
            hacia la sala donde había asistido a su última función 
            la tercera de las víctimas. Pregunté por ella al empleado 
            que vendía las entradas y sus respuestas sirvieron para ratificar 
            que la mujer era una espectadora frecuente y que siempre iba sola. 
            El cine estaba en medio de una galería comercial, al final 
            de un pasillo atestado de tiendas de ropa para guaguas y peluquerías. 
            La cartelera anunciaba títulos como "La insaciable profesora" 
            y "Nalgas implacables" y dentro de la sala los espectadores 
            seguían atentamente los desplazamientos de una rubia de pechos 
            desbordantes. En el lugar flotaba un fuerte olor a sudor. Cuando mis 
            ojos se acostumbraron a la penumbra distinguí en la segunda 
            fila a una mujer que estaba sola y parecía observar con interés 
            las imágenes proyectadas en la pantalla. Consulté la 
            hora en mi reloj. Restaban veinte o treinta minutos para el fin de 
            la película que cerraba el programa del día. Cuando 
            se encendieron las luces, la mujer caminó cabizbaja hacia la 
            salida y se detuvo un instante frente al afiche de una película 
            que estrenarían en dos semanas. Parecía esperar a alguien, 
            pero me equivoqué. Luego de un rato, encendió un cigarrillo 
            y se puso a caminar. Fui tras de sus pasos mientras ella entraba a 
            la galería comercial. A los pocos minutos advertí que 
            un hombre la seguía. Era joven y alto. Vestía una campera 
            de cuero y pantalones ajustados. La mujer no se dio cuenta que el 
            extraño la perseguía como una sombra. Salió de 
            la galería y cruzó la Plaza de Armas. Se detuvo frente 
            a un artista que ofrecía sus óleos y el extraño 
            se ubicó a sus espaldas. Lo vi buscar algo en sus bolsillos 
            y me preparé a observar el brillo de una navaja. La mujer preguntó 
            algo al artista y enseguida retomó su marcha. El hombre la 
            imitó. Avanzaron por el Paseo Ahumada y antes de llegar a la 
            calle Agustinas, la mujer entró a un edificio. El hombre continuó 
            su camino y yo seguí tras él hasta que entró 
            al Café Haití, donde lo aguardaba un amigo. 
          Regresé al cine a la semana siguiente y volví a ver 
            a la mujer. Nadie la siguió al término de la función. 
            Continuaba sin una pista de la cual asirme, salvo la certeza de que 
            en todos los casos el asesino era uno solo y que, tarde o temprano, 
            abandonaría su anonimato. Durante un mes recorrí otras 
            salas y en dos oportunidades volví al Liberty con la esperanza 
            de encontrar a una mujer sola. En una de ellas, mientras miraba los 
            carteles expuestos en la entrada, descubrí que había 
            pasado por alto un detalle. 
           
          CUATRO 
          -Pierdes el tiempo, Heredia -dijo Doris Fabra, desanimada -. El asesino 
            ha tenido el cuidado de borrar todas sus huellas. Mis colegas y yo 
            llevamos varios meses investigando y no hemos averiguado nada. He 
            llegado a pensar que es un maldito fantasma aficionado a las películas 
            y las mujeres solas. 
          Nos habíamos reunidos en su oficina y sobre el escritorio 
            estaban los trozos de película encontrados junto a las mujeres 
            asesinadas. Las examiné con atención. Ninguna de las 
            imágenes me dijo nada. 
          -¿Qué pensabas encontrar en esas películas? 
            - preguntó Doris. 
            -El asesino las dejó junto a los cuerpos de sus víctimas 
            por alguna razón. ¿Desafío para el ingenio de 
            la policía? ¿Una pista para ser atrapado? 
            -Temo no compartir el mismo entusiasmo. Has visto muchas veces las 
            películas de Hannibal Lecter.
            -Un asesino en serie busca llamar la atención para demostrar 
            que es más astuto que la policía o posibilitar su captura. 
            Quisiera que un amigo cinéfilo viera los fragmentos de las 
            cintas. 
            -La verdad es que el asunto nos tiene bastante cabreados. Los periodistas 
            nos cargan las tintas y en cada una de sus crónicas quedamos 
            como chaleco de mono. Por un par de días nadie echará 
            de menos las películas. Cuando las desocupe, me las devuelve 
            y seguimos tan amigos como siempre. 
            -¿Amigos, nada más? – pregunté, al tiempo que 
            observaba sus atractivos labios rojos. 
          Eliseo Cenzano escribía comentarios de cine para varios diarios 
            y revistas, utilizando los seudónimos de "Nickolson" 
            y "Valentino". Su departamento estaba atestado de cintas 
            de vídeo, afiches de películas y biografías de 
            artistas famosos. Podía recitar sin esfuerzo los créditos 
            de cualquier largometraje y en un lugar destacado de su biblioteca 
            tenía enmarcado el autógrafo que su padre le había 
            pedido a Humphrey Bogart, cuando el protagonista de "Casablanca" 
            filmaba "Cayo Largo". 
          -¿Puedes reconocer a qué filmes pertenecen? - pregunté, 
            enseñándole las películas que había dejado 
            sobre su escritorio.
            -¿De qué se trata? ¿Un concurso?
            -Curiosidad, sólo curiosidad. 
            -¿En que lío estás metido? 
            -Un lío oscuro. Para resolverlo necesito de tu buena memoria.          
          Cenzano tomó una de las películas y la miró 
            a contraluz. 
          -"El fugitivo Josey Wales" - dijo, sonriendo -. La dirigió 
            y protagonizó Clint Eastwood en 1976. 
          Anoté el nombre de la película en un papel, mientras 
            Eliseo tomaba con sus manos regordetas el segundo trozo de celuloide.          
          -"Educando a Arizona" de los hermanos Joel y Ethan Coen 
            -agregó casi de inmediato. 
            -¡Hasta ahora vas bien! 
          Cenzano comenzó a mirar el tercer trozo de película, 
            sin prestar atención a mis palabras. 
          -"La Pandilla Salvaje" de Sam Peckinpah. Uno de mis directores 
            predilectos. También filmó la novela “The Getaway” de 
            Jim Thompson. 
            -Queda una - dije y esperé a que mi amigo terminará 
            su trabajo. 
            -"Splendor" de Ettore Scola -sentenció el crítico. 
            La próxima vez que quieras probar mis conocimientos, trae algo 
            más difícil. 
            -Te debo un favor Eliseo. 
            -¿Te sirve la información?
            -Aún no lo sé - respondí antes de ponerlo al 
            tanto de los crímenes que investigaba. 
          Al día siguiente fui a la hemeroteca de la Biblioteca Nacional 
            y revisé la información cinematográfica publicada 
            en la prensa durante los dos últimos años. Mientras 
            anotaba los nombres de las películas exhibidas el día 
            que murió la primera mujer, reconocí el cosquilleo que 
            siento cuando estoy a punto de atar los extremos de unos cabos. Salí 
            de la biblioteca y llamé a Doris Fabra desde un teléfono 
            público. Nos encontramos en una fuente de soda ubicada en la 
            calle Nataniel, al lado del antiguo cine Continental, donde años 
            atrás había visto "Taxi Driver" y estaba convertido 
            en un templo evangélico, como la mayoría de los viejos 
            cines de Santiago. Doris Fabra escuchó en silencio y luego 
            movió la cabeza, no muy convencida de mis ideas respecto a 
            los asesinatos. 
          -¿Qué lo hace sentirse tan seguro? - preguntó 
            finalmente. 
            -El cosquilleo en las manos. 
          
          CINCO 
          Transcurrieron algunas semanas y en el cielo comenzaron a desfilar 
            las nubes, anunciando el arribo del invierno con su carga de lluvias 
            que anegaban las calles y hacían trabajar horas extras a los 
            alcaldes. Nuevos casos seguían llegando a mi oficina, y en 
            mis ratos libres buscaba los rastros del asesino de las cuatro mujeres.          
          Nunca había ido tanto al cine y comenzaba a creer que la pista 
            encontrada en los carteles del Liberty sólo era una mala jugada 
            de mi imaginación. Sin embargo, los afiches y las respuestas 
            de Cenzano podían más que mis dudas. Había escrito 
            un nombre en mi añosa libreta de apuntes y debía esperar 
            a que el sospechoso decidiera atacar una vez más. 
          Era de noche y una espesa niebla caía sobre Santiago. Me arrellané 
            en la misma butaca que había ocupado en los últimos 
            días. Proyectaban un largometraje de Woody Allen y en la platea 
            había una centena de espectadores que reían a mandíbula 
            batiente. En la cuarta fila estaba sentada una mujer. La había 
            visto entrar con una barra de chocolate en las manos. Era joven, y 
            en su manera de caminar, con los hombros inclinados hacia adelante, 
            advertí algo triste, desganado. Tal vez era la mujer que el 
            asesino y yo esperábamos. Intenté prestar atención 
            al film, pero constantemente mi mirada se desvió hacia la silueta 
            femenina. La ansiedad, sentada a mi lado, me abrazaba. Jamás 
            una película me pareció tan larga. Miré hacia 
            la cabina de proyección y me cegó el haz de luz que 
            emergía de su ventanilla. Intenté reconocer los rostros 
            de la gente que estaba a mí alrededor y por algunos segundos 
            acaricié la pistola que portaba en mi chaqueta. 
          La película llegó a su fin. Esperé a que los 
            espectadores se pusieran de pie y concentré mi atención 
            en la mujer. Ella no tenía prisa. Permaneció sentada 
            unos minutos y luego, con el mismo desgano de unas horas antes, buscó 
            la salida. 
          Caminé tras ella. En la calle continuaba lloviendo, pero eso 
            no parecía molestar a la mujer que se detuvo en dos ocasiones 
            a mirar las vitrinas iluminadas de unas tiendas. Fue entonces cuando 
            advertí la cercanía del hombre. Conocía su nombre 
            desde hacia un mes, y algunas tardes lo había observado cuando 
            llegaba a su trabajo, puntual y con aparente entusiasmo. Era alto, 
            desgarbado y usaba gafas de marcos negros. La mujer dobló en 
            una esquina, internándose por una vereda solitaria y mal iluminada. 
            El hombre la siguió y yo fui tras él, procurando no 
            despertar sus sospechas. 
          Se abalanzó sobre ella al llegar frente a una casa abandonada. 
            Escuché un grito entrecortado y pensé que no alcanzaría 
            a evitar el quinto homicidio. Avancé al encuentro del asesino, 
            y éste, al escuchar mis pasos, soltó a su víctima 
            y comenzó a correr. 
          - Quédese donde está - grité a la mujer que 
            miraba a su alrededor sin comprender cabalmente lo que sucedía.          
          El agresor no llegó muy lejos. Lo alcancé antes de 
            llegar al final de la cuadra, y le asesté un golpe en la espalda. 
            Trastabilló. Dio un paso incierto y cayó de rodillas 
            sobre la vereda. 
          - Terminó la función, Vicente Pérez - dije, 
            al tiempo que le apuntaba con la pistola. 
          Lo miré a los ojos, y él bajó la mirada, apesadumbrado.          
          - Quiero ver lo que trae en los bolsillos - agregué. 
          Obedeció y puso en el suelo algunas monedas, un pañuelo 
            azul, dos biromes y un pequeño rollo de película. 
          
          SEIS 
          -Riesgos innecesarios - dijo la mujer policía -. ¿Por 
            qué no me dijiste lo que pensaba hacer? 
          Estábamos en el bar "Olímpico", en la calle 
            Morandé. A nuestro lado, Cenzano seguía con interés 
            la conversación. 
          -Deseaba atraparlo en acción, con las manos en la masa, o 
            en el cuello para ser más preciso. 
            -¿Cómo supiste que era él? - preguntó 
            Cenzano. 
            -Por las películas que te hice reconocer. Leí la programación 
            de los cines durante los dos últimos años y descubrí 
            que las cuatro películas habían sido exhibidas en el 
            Liberty. El resto fue relativamente fácil. Investigué 
            a quienes tenían acceso a la cabina de proyección. Al 
            principio sospeché del operador. Lo seguí varias noches, 
            averigüé sus antecedentes y concluí que no podía 
            ser el culpable. En los días de los asesinatos de las tres 
            primeras mujeres estaba trabajando. En cuanto al asesinato de Elisa, 
            es imposible que al terminar la proyección, hubiera tenido 
            tiempo para abandonar la cabina y seguirla. El hombre tiene un defecto 
            en la pierna izquierda y renguea. 
          - ¿Entonces, qué hiciste? - volvió a preguntar 
            Cenzano. 
            -El encargado de transportar las películas también tenía 
            acceso a la cabina de proyección. Como tú sabes, la 
            copia de una película se exhibe en varios cines a la vez y 
            siempre hay alguien a cargo de trasladar los rollos. Supe que la proyectora 
            del Liberty es antigua y que las cintas suelen cortarse y perder algunos 
            metros. Las películas se pegan con acetona y los cortes van 
            a dar al basurero. Vicente Pérez era el encargado de vaciarlos.
            -Confesó de inmediato - intervino Doris -. Deseaba ser descubierto. 
            Por eso dejó el celuloide atado en los cuellos de sus víctimas. 
            Al comienzo dijo que buscaba provocar pánico entre los espectadores 
            de las grandes cadenas y de las salas de películas eróticas, 
            que son las que han quitado clientela al Liberty. La sala funciona 
            de milagro; por la empecinada nostalgia del dueño que se niega 
            a pedir la quiebra del negocio. No tiene futuro y lo más seguro 
            es que la sala termine transformada en farmacia o sucursal bancaria. 
            Pérez temía quedar sin trabajo. Sin embargo, el psicólogo 
            que lo examinó dijo que eso es falso. Pérez tiene acentuados 
            rasgos de psicópata. 
            -Eso explica que matara a una espectadora del cine donde trabajaba 
            -comenté -. No pudo controlar su instinto asesino. 
            -Es la misma conclusión del psicólogo que elaboró 
            el informe sobre la personalidad de Pérez - dijo Doris, y luego 
            de beber un sorbo de cerveza, agregó -: Fue buena tu corazonada, 
            Heredia. Debí creer en ella desde el inicio.
            -Ahora sólo me queda conversar con la madre de Elisa Campos. 
            
            -Solo por curiosidad -interrumpió Cenzano-. Los fotogramas 
            que portaba Reyes al ser descubierto, ¿a qué película 
            pertenecen? 
            -"Sed de Mal" de Orson Welles –respondí-. Son de 
            la escena en la que muere el corrupto Hank Quinlan. 
           
          
           
          
          * Este cuento pertenece al volumen 
            de cuentos Muchos gatos para un solo crimen que próximamente 
            publicará Editorial LOM en su colección Libros del Ciudadano, 
            y sirvió de argumento para uno de los episodios de la serie 
            “Heredia & Asociados” que en el mes de marzo exhibirá Televisión 
            Nacional de Chile.
            
            
          
            
          
          Ramón Díaz Eterovic 
            (Punta Arenas, 1956) es uno de la mayores cultores de la novela policial 
            en Chile. El personaje central de su literatura, el detective Heredia, 
            ya ha más de una decena de libros y en marzo llega a la televisión en la serie 
            "Heredia y Asociados". Ha publicado los libros de poemas 
            El poeta derribado y Pasajero de la Ausencia; los libros 
            de cuentos: Obsesión de Año Nuevo, Atrás sin 
            golpe y Ese viejo cuento de amar, y las novelas: La 
            ciudad está triste, Solo en la Oscuridad, Nadie sabe más 
            que los muertos, Nunca enamores a un forastero, Ángeles y Solitarios, 
            Correr tras el viento, Los siete hijos de Simenon, El ojo del alma, 
            El hombre que pregunta, El color de la piel. También es 
            autor de la novela infantil: R y M investigadores. En el próximo 
            mes de abril publicará su novela A la sombra del dinero. 
            En Chile ha obtenido una treintena de premios, entre los que destacan 
            el Premio del Consejo Nacional del Libro y la Lectura (1995) y el 
            Premio Municipal de Santiago, género novela (los años 
            1996 y 2002). El año 2000 obtuvo el premio Las Dos Orillas 
            del Salón del Libro Iberoamericano de Gijón. Algunas 
            de sus novelas han sido publicadas en Portugal, España, Grecia, 
            Francia, Holanda, Alemania, Croacia, Argentina e Italia.
 
            decena de libros y en marzo llega a la televisión en la serie 
            "Heredia y Asociados". Ha publicado los libros de poemas 
            El poeta derribado y Pasajero de la Ausencia; los libros 
            de cuentos: Obsesión de Año Nuevo, Atrás sin 
            golpe y Ese viejo cuento de amar, y las novelas: La 
            ciudad está triste, Solo en la Oscuridad, Nadie sabe más 
            que los muertos, Nunca enamores a un forastero, Ángeles y Solitarios, 
            Correr tras el viento, Los siete hijos de Simenon, El ojo del alma, 
            El hombre que pregunta, El color de la piel. También es 
            autor de la novela infantil: R y M investigadores. En el próximo 
            mes de abril publicará su novela A la sombra del dinero. 
            En Chile ha obtenido una treintena de premios, entre los que destacan 
            el Premio del Consejo Nacional del Libro y la Lectura (1995) y el 
            Premio Municipal de Santiago, género novela (los años 
            1996 y 2002). El año 2000 obtuvo el premio Las Dos Orillas 
            del Salón del Libro Iberoamericano de Gijón. Algunas 
            de sus novelas han sido publicadas en Portugal, España, Grecia, 
            Francia, Holanda, Alemania, Croacia, Argentina e Italia.