Aficiones 
              ocultas
            
              Ramón Díaz Eterovic
              El crimen 
              de escribir, Planeta 1998
             
          
          Desperté cuando mi bus descendía del transbordador 
            en el que había cruzado el Canal de Chacao junto a dos buses 
            más y media docena de automóviles ocupados por turistas 
            que obturaban con ansiedad sus cámaras fotográficas. 
            A través de la ventanilla observé el verde intenso de 
            los árboles chilotes y por un instante maldije mi costumbre 
            de hacer promesas que me obligaban a dejar las calles de Santiago 
            y la ruinosa tranquilidad del departamento que alquilo en las proximidades 
            de la Estación Mapocho, y del que sólo salgo salir para 
            ejercer mi maltrecho  oficio 
            de investigador privado.
oficio 
            de investigador privado.
            
            Había pasado la noche anterior en Temuco, en la casa de Ricardo 
            Reyes, cliente al que prometí averiguar el paradero de su hermano 
            Claudio, un vendedor viajero del que hacía más de un 
            mes no se sabía nada. Una carta y dos telegramas de Ricardo 
            Reyes me hicieron viajar a Temuco, y sin más expectativas que 
            algunas noches de frío, viajaba a Chiloé en busca de 
            un extraño al que esperaba encontrar sin mayores complicaciones, 
            para luego regresar a Santiago en el primer bus que tuviera a mi alcance.
          "Claudio llamaba por teléfono a lo menos una vez a la 
            semana", había dicho su hermano, al tiempo que me entregaba 
            la foto de un hombre joven, moreno y de ojos grandes.
          Al llegar a la ciudad de Castro, di una vuelta por su plaza rodeada 
            de puestos en los que vendían artesanías en madera y 
            chalecos de lana; entré a su añosa e imponente catedral 
            de madera, y después busqué un bar donde beber unas 
            copas de vino antes de subir al vehículo que me llevaría 
            hasta Queilen, poblado del que tenía vagas referencias, aportadas 
            por un escritor a quien solía encontrar en el City Bar, enhebrando 
            ideas para sus novelas policiacas en las que, una vez publicadas, 
            solía reconocerme con facilidad. Hice el viaje a Queilen en 
            un destartalado bus que se puso en marcha sólo cuando estuvo 
            sobrecargado con los bultos y equipajes de una treintena de pasajeros. 
            Durante más de dos horas, avanzó penosamente por un 
            camino de tierra, sinuoso y arisco como la montaña rusa de 
            un parque de entretenciones. Los pasajeros se apretujaban en sus asientos 
            y pasillo, y por momentos, la posibilidad de llegar a destino parecía 
            tan remota como ganar dinero en el Derby sin apostar. 
            
            —Dos o tres días, nada más —dije a la mujer que me atendió 
            en la primera pensión que encontré en Queilen. Era gorda 
            y amable, y en pocos segundos reseñó las bondades de 
            su hospedería, las que incluían un buen desayuno, almuerzo 
            de tres platos y ducha diaria. Dejé mis cosas en la pieza que 
            me asignó y salí a recorrer las dos o tres manzanas 
            en las que se agrupaban las principales tiendas, almacenes y bares 
            del pueblo. Lo demás era un cielo azul y la inmensidad del 
            mar por el que navegaban los botes, rumbo a la Isla Tranqui o a Quellón. 
            Junto a una rampa de cemento miré el movimiento de las chalupas, 
            chatas y lanchones, y el ir y venir de sus pasajeros, provistos de 
            paquetes con mercaderías, sacos de harina y una respetable 
            cantidad de garrafas. 
            
            —Mucho garrafo. Chilotes compran mucho vino — escuché decir 
            a mi lado a un gringo alto, con aspecto de tipo tranquilo pero, sin 
            duda, con la fuerza suficiente como para torcer el cuello de quienquiera 
            que lo sacara de sus casillas.
            —Desconfío de los que no beben —respondí, al tiempo 
            que encendía un cigarrillo.
            —Peter London —agregó el gringo, extendiendo una mano que estreché 
            temeroso de sufrir una fractura. Tenía una sonrisa breve, pero 
            franca.
            —Heredia. Me llamo Heredia —dije.
            —Herredia, bien. Me gusta conversar con gente que llega al pueblo. 
            Con chilotes no hay mucho que hablar. Así que, si ya vio bastantes 
            botes, lo invito a beber un caño de vino.
            —Una caña de vino. 
            —Eso. Un caño.
          Sonreí y seguí al gringo con la obediencia del niño 
            más aplicado del curso. Dejamos atrás la rampa y a poco 
            andar llegamos a una cantina llamada Melinka, en cuyo interior había 
            media docena de hombres que bebían, mientras conversaban o 
            miraban un televisor del que salía la imagen de una platinada 
            y esquelética cantante.
            —No parece turisto —comentó London, una vez que nos sirvieron 
            dos rebosantes cañas de vino tinto.
            —No ando en plan de turismo. Busco a un hombre llamado Claudio Reyes. 
            Vende reproducciones de cuadros y se supone que hace un mes viajó 
            a Queilen. ¿Le dice algo ese nombre?
            —Nada, señor Herredia. 
            —Heredia. Sólo Heredia. 
            —¿Herredia? ¿Heredia? ¡Herredia! 
            —Y usted, amigo, ¿a qué se dedica?
            —Pesco, navego en bote, recorro alrededores. Un día llegué 
            aquí, vi paisaje tranquilo y dije: voy a quedar tres meses. 
            Ahora ya han pasado diez años. Tengo una rancha en la Isla 
            Tranqui.
            —A veces, sólo a veces, cuando la ciudad muerde con más 
            rabia que de costumbre, pienso en hacer algo igual. Sin embargo, pasan 
            los años y no me decido. Mi pesado trasero urbano me lo impide.
            El gringo esbozó una sonrisa, y luego de beber un sorbo de 
            vino, se puso de pie y caminó hasta el mesón donde se 
            acodaba el patrón de la cantina. London le dijo un par de palabras 
            y enseguida hizo una seña para que me acercara.
            —Aquí, Galindo parece conocer su hombre —dijo el gringo. 
            Saludé al cantinero; un hombre bajo, rechoncho y de cabellos 
            lacios.
            —¿Busca a don Reyes? —preguntó. Su voz poseía 
            el tono claro y cantarino de los chilotes.
            —¿Lo conoce?
            —Ve esos cuadros —dijo, indicando las reproducciones de escenas campestres 
            que colgaban de las paredes de la cantina—Me las vendió Reyes. 
            
            —¿Lo ha visto últimamente?
            —Para la Navidad. Andaba de cobranzas. Yo le debía unos pagos 
            y lo extraño es que quedó en venir a cobrar y nunca 
            lo hizo. Sepa Dios qué le fue a pasar. Parecía apurado. 
            Habló de cobros que debía hacer, bebió una cerveza 
            y nada más. 
            —Le dijo a quiénes pensaba visitar.
            —Dio nombres, sí. La viuda Mansilla, Cárdenas, el de 
            la carnicería La Estrella, el profesor Uribe y Millatureo, 
            un empleado de la salmonera. 
            —¿Sabe dónde ubicarlos? 
            —Aquí todo es chico y se conoce. Le puedo dar las señas.
            —Yo acompaño, Herredia—dijo London, indicando con una de sus 
            manazas el horizonte azul y nuboso que se extendía más 
            allá de las ventanas de la cantina.
            
            Queilen poseía la tranquilidad de una tarjeta postal y por 
            sus calles se veían tan pocas personas que por un instante 
            extrañé el ajetreo cotidiano del paisaje santiaguino, 
            en el que debía abrirme paso a codazos y empujones. La casa 
            de la viuda Mansilla era pequeña y vieja. Sus exteriores estaban 
            cubiertos con deslavadas tejuelas de alerce y en su interior, una 
            cocina de fierro negro era el centro de las actividades domésticas. 
            Dos o tres palabras de London favorecieron la bienvenida, y mientras 
            me sentaba en un sofá de patas quejumbrosas, observé 
            a la mujer, que sin dejar de atender sus labores, escuchó pacientemente. 
            Era una anciana morena, encogida y de cabellos grises que anudaba 
            sobre su nuca con un moño sedoso.
          —Hace tantito tiempo que no anda por aquí —dijo cuando le 
            pregunté por el vendedor—. Se lo tragó la tierra, o 
            hizo fortuna en otra parte. Le compré un cuadro de nuestro 
            Señor Jesucristo y la última cuota que le debía 
            se la pagué antes de Navidad. Después no lo volví 
            a ver. Si ustedes lo encuentran díganle que hay vecinas interesadas 
            en sus cuadros.
          Le di las gracias, y después de aceptar su invitación 
            a comer unos chapaleles que acababa de preparar, seguí las 
            zancadas de London en dirección a la carnicería de Juan 
            Cárdenas, un chilote alto y gordo que nos recibió tras 
            el mesón de su negocio, afanado en trozar una pierna de cordero.
          —Termino con la carne y los atiendo —dijo a modo de saludo.
            —No hay prisa —le respondió el gringo—. Con mi amigo aquí, 
            sólo queremos que diga si ha visto a Reyes, el de los cuadros.
            —En Navidad sería la última vez. Pasó a cobrar 
            unos veinte, se los pagué y se fue. 
            —Mala suerte —comentó London más tarde, cuando salíamos 
            de la casa del profesor Uribe, quien tampoco supo dar pistas acerca 
            del destino de Reyes—. Pero, aún tenemos otra carta.
            —Millatureo. ¿Dónde lo podemos buscar?
            
            La casa de Rubén Millatureo quedaba en el centro del pueblo, 
            cerca de la casona de los bomberos y del correo. Golpeamos a su puerta 
            sin obtener respuesta y luego London miró al interior, a través 
            de unas ventanas que tenían el aspecto de dos ojos tristes. 
            Lo imité, y en una de las paredes de la casa reconocí, 
            colgados, una docena de cuadros similares a los que había mostrado 
            Galindo en su cantina.
            —No se encuentra en casa —concluyó el gringo—. Aún debe 
            estar en la pesquera donde trabaja a cargo de la bodega. Podemos esperarlo 
            o volver al Melinka. 
            —¿Sirven algo de comer, ahí? 
            —Un plato, puede ser. Sandwichs, siempre.
            
            El Melinka estaba más animado que durante nuestra primera visita. 
            La mayoría de sus mesas las ocupaban hombres que guardaron 
            silencio en el momento que el gringo y yo entramos a la cantina. Luego, 
            cuando caminamos hacia una mesa vacía, el murmullo de los clientes 
            comenzó a crecer hasta convertirse en un ir y venir de frases 
            y risas.
            —Asado y papas —ofreció la muchacha que oficiaba de mesonera, 
            al tiempo que me miraba de reojo, como si quisiera retener mi imagen 
            para futuros recuerdos.
            —Y dos caños de tinto— agregó London. Luego, sacó 
            un Hilton de su campera de mezclilla.
            —¿Es amigo del vendedor? —preguntó, mientras lo encendía.
            —No. Me pagan por encontrarlo. 
            —Soy detective. 
            —¡Shit! Policía.
            —Detective privado. Busco gente o indago robos de poca monta.
            —Me da mucho gusto conocer a un detective privado —dijo London, ofreciéndome 
            una de sus manos, grande y amistosa. 
            —Igualmente —respondí, después de soportar tres segundos 
            su apretón de mano.
            
            Minutos más tarde, mientras arremetíamos con la carne, 
            se acercó a la mesa el dueño de la cantina, y sin mediar 
            invitación, ocupó una silla junto al gringo.
            —Parece que por la noche tendremos agua —dijo indicando con una de 
            sus manos las nubes que se acumulaban en un punto alejado del cielo.
            —Poca —contestó el gringo.
            —¿Y cómo les fue con don Reyes?
            —Mal —dije—. La gente que nos dateó hace tiempo que no lo ve.
            —Sólo nos falta hablar con Millatureo —agregó London.
            —A ese no lo ven hasta la tarde. Carmelo me contó que lo vio 
            salir temprano para Castro —dijo Galindo, al tiempo que llamaba con 
            una seña a un hombre que bebía apoyado en el mesón 
            de la cantina. 
            
            Carmelo, un tipo delgado y algo pálido, llegó a nuestro 
            lado y se quedó de pie junto a Galindo.
            —¿Tú viste salir en la mañana a Millatureo? —le 
            preguntó Galindo. 
            —En el primer bus, tempranito —respondió Carmelo— Debe volver 
            luego, en el viaje de las cuatro. Cuando lo vi, parecía ir 
            muy apurado. Dijo algo de unas platas que iba a pagar en Castro. ¿Qué 
            se yo? Uno no va a andar confesando a la gente. Además, con 
            lo que andan diciendo de ese Millatureo. 
            —Tonteras —dijo Galindo—. Millatureo es tranquilo, no bebe ni se le 
            conocen mujeres.
            —¿Qué dicen de él? —pregunté, sólo 
            para alargar la conversación. 
            —Que se acriminó con su padre, el pasado mes de septiembre 
            —respondió Carmelo—. Don Isidro desapareció de la noche 
            a la mañana, sin que nadie lo viera viajar ni nada. Millatureo 
            dice que se fue a Punta Arenas, y que toditos los meses le escribe.
            —Fue a ver a unos familiares en Punta Arenas —dijo Galindo—. Después 
            que murió su finada mujer, el hombre estaba solo.
            —Con su hijo —retrucó Carmelo—. Y harto que peleaban los dos. 
            Yo creo que al Rubén se le pelaron los cables después 
            que murió su madre, el año pasado. No ve que siempre 
            fue apollerado. La finada hacía cualquier cosa con él.
            —Estás más pelador que las viejas del pueblo, Carmelo 
            —agregó Galindo—. Millatureo es buen hombre. Desde que se fue 
            su padre ha arreglado la casa. Compró cosas nuevas, estufa, 
            sillas, cuadros, loza. Lo que gana en la pesquera, lo invierte. Si 
            es más bueno que el Niño Dios, no les digo.
            
            Después de la segunda caña de vino perdí interés 
            por los pelambres de los chilotes. Fui al baño de la cantina, 
            y en un espejo pequeño y resquebrajado, observé mi rostro, 
            al que le hacían falta una afeitada y unas buenas horas de 
            sueño. Sentía frío y ganas de estar en Santiago, 
            con un libro en las manos y el lomo albo de mi gato Simenon al alcance 
            de mis caricias. Eso, y unos tangos era todo lo que necesitaba. Por 
            segunda vez en el día maldije la promesa que había hecho 
            de encontrar a Claudio Reyes, y antes de salir del baño, decidí 
            que buscaría a Millatureo y luego entregaría mis aporreados 
            huesos al colchón de mi cuarto en la pensión. Por la 
            mañana, temprano, enviaría un telegrama a Temuco y abordaría 
            el bus a Castro. Seguir en Queilen tenía tanto sentido como 
            aprender de memoria la tabla del trece. El vendedor podía estar 
            embaucando a la gente con sus pinturas colorinches, en cualquiera 
            de las infinitas islas chilotas, o gastando sus ganancias en algún 
            quilombo de Puerto Montt. Sí, estaba agotado, me dije, y al 
            hacerlo recordé que el cansancio siempre me hacía pensar 
            mal de la gente. Dejé de mirar mi rostro en el espejo y regresé 
            al salón de la cantina, donde London, ya sin la compañía 
            de los chilotes, acababa de pedir dos cañas más de vino.
          Quince minutos antes de las cuatro salimos de la cantina. En la calle, 
            chicoteaba un viento fresco y a lo lejos, unos botes navegaban en 
            dirección al canal Queilen. Seguí los pasos de London 
            hasta que llegamos frente a vina tienda de abarrotes, en cuya vitrina 
            se amontonaban unos paquetes de yerba mate, confundidos entre botellas 
            de licores de dudosa marca, cuelgas de cholgas ahumadas, latas de 
            duraznos, velas, botas de goma, y un banderín del Colo-Colo.
            
            —Compro encargos, paso a la oficina postal y después vamos 
            donde Millatureo —dijo el gringo, mientras se agachaba para permitir 
            el paso de su corpachón por la puerta abierta del almacén.
            
            Fue en la oficina de correos cuando recordé que la curiosidad 
            y el azar son dos elementos importantes en mi oficio de fisgón 
            y metiche. Me acerqué a London que, junto a la ventanilla de 
            atención, conversaba con el encargado, y después que 
            el gringo me presentara como su amigo, sonreí al empleado y 
            le pregunté por las cartas que recibía Millatureo desde 
            Punta Arenas.
            
            —¿Cartas? —se preguntó a sí mismo el hombre, 
            al tiempo que reacomodaba sobre su cabeza el gorro de lana que la 
            cubría—. No, señor. Millatureo no recibe cartas desde 
            Punta Arenas, ni de ninguna otra parte. Queilen es chico y la cuenta 
            de las cartas que llegan la llevo en la uña de los dedos.
          —¿En qué piensa? —preguntó London cuando nos 
            acercábamos por segunda vez en ese día hacia la casa 
            de Millatureo. 
            —No lo sé. Supongo que en nada cuerdo— respondí, mientras 
            recordaba los rumores sobre la muerte del padre de Millatureo. ¿Los 
            carabineros locales hacían oídos sordos a esos rumores? 
            ¿Era necesario una denuncia formal para investigar? Preguntas, 
            demasiadas preguntas, me dije, y cuando quise buscar una respuesta, 
            ya no hubo tiempo.
            
            En la calle La Paz, frente a la casa de Millatureo, un carabinero 
            impedía el paso de un grupo de vecinos hacia el interior de 
            la vivienda. London y yo corrimos hasta llegar junto a los curiosos 
            que se apretujaban, expectantes, a la espera de algo que debía 
            ocurrir de un momento a otro.
            —¿Qué pasa? — preguntó el gringo a un muchacho 
            que trataba de abrirse paso para quedar cerca de la entrada a la casa. 
            
            —Encontraron muerta a la Gabriela —contestó el muchacho, con 
            voz entrecortada, como si acabase de correr la maratón—. Dicen 
            que anoche no llegó a la casa y que hoy, temprano, su hermano 
            salió a buscarla. Preguntó en la línea de buses 
            y averiguó que ayer Gabriela había regresado desde Castro 
            en el bus de las cuatro de la tarde. Después, un conocido le 
            contó que la había visto entrar a la casa de Millatureo.
            
            Me acerqué al carabinero que custodiaba la entrada a la casa, 
            y sin pensarlo dos veces, saqué de la chaqueta la credencial 
            del Servicio de Investigaciones que años atrás había 
            comprado en el Mercado Persa Bíobío. El uniformado la 
            miró fugazmente y dio un paso atrás. Entré a 
            un habitación amplia y fría, en cuyo interior cuatro 
            hombres rodeaban la cama instalada en uno de sus rincones. Dos eran 
            carabineros y los otros, un joven alto que sostenía un casco 
            de bombero en la mano izquierda, y un hombre de aspecto robusto que 
            contemplaba la escena con una tristeza que se había dibujado 
            en su rostro como una cicatriz. Sobre la cama yacía el cuerpo 
            semidesnudo de una mujer joven. La almohada en que se apoyaba su cabeza 
            estaba cubierta por la sangre reseca que había salido de la 
            profunda herida que tenía en el cuello. Entre sus pechos, a 
            la altura del corazón y en el vientre mostraba las huellas 
            de varias heridas que alguien le había provocado con un objeto 
            filudo. —¿Usted quién es?—preguntó el carabinero 
            que lucía unas jinetas de cabo en sus mangas.
            Le mostré la credencial y el uniformado la observó con 
            desconfianza. 
            —Usted no debe estar aquí— dijo
            —¿Quién fue? —pregunté intentando ganar unos 
            segundos para idear una salida a la situación en la que me 
            encontraba. 
            —El desgraciado de Millatureo —gritó el hombre de la mirada 
            triste.
            —Gamboa, saque a este supuesto detective de la habitación —ordenó 
            el cabo al otro uniformado.
            
            Miré por última vez hacia donde se encontraba el cuerpo 
            de la mujer y di unos pasos hacia la salida. En ese momento, desde 
            la calle llegaron unos gritos de alerta, y al salir de la casa encontré 
            a London que miraba hacia donde le indicaba una mujer. ¡Millatureo! 
            oí gritar a alguien y, casi de inmediato los dos hombres que 
            un momento antes estaban junto a la cama de la mujer asesinada salieron 
            de la vivienda. Tomé a London de un brazo y lo impulsé 
            a correr, siguiendo al grupo de vecinos que se lanzó en persecución 
            de Millatureo, quien intentaba huir hacia los bosques que rodeaban 
            el pueblo. Tardaron media hora en capturarlo, pero mucho antes que 
            eso, renuncié a correr y bajo la mirada de reproche de London, 
            busqué auxilio en una camioneta que se había unido a 
            las carreras tras el presunto asesino. Eso y un poco de fortuna nos 
            permitió llegar a tiempo para ver cómo los dos hombres 
            que había visto salir de la casa atrapaban a Millatureo, que 
            en vano había intentado un último esfuerzo para escapar. 
            El bombero, al que oí que llamaban Roberto, agarró a 
            Millatureo por la cintura y lo arrojó al suelo. Luego dejó 
            que el otro hombre comenzara a golpearlo, una y otra vez, sin que 
            el capturado opusiera resistencia. Cuando llegamos hasta donde estaban 
            los tres hombres, uno de los uniformados intentaba contener al hombre 
            que golpeaba a Millatureo.
            
            —Es el hermano de la Gabriela —dijo el bombero al carabinero. 
            —Entonces, déjelo, Gamboa—ordenó el cabo de carabineros 
            a su subordinado—. Que se saque la rabia.
            
            Más tarde, mientras bebíamos en el Melinka, compartiendo 
            una mesa rodeada por una veintena de hombres, fui completando las 
            piezas de un puzzle que, primero por curiosidad, y luego por el asunto 
            que me había llevado a Queilen, tenía el signo de aquellos 
            crímenes donde el misterio es algo secundario, y los responsables 
            son personas conocidas, con las que sus vecinos se encuentran a diario, 
            comparten saludos y noticias, y de vez en cuando una que otra coincidencia. 
            La primera confesión de Millatureo había sido clara. 
            Conocía a María Gabriela Formantel Macías desde 
            que eran niños y también sabía que la muchacha 
            transportaba semanalmente el dinero correspondiente a los sueldos 
            de la empresa donde trabajaba. Se lo había dicho ella, y también, 
            como recordó uno de los presentes en la cantina, Millatureo 
            se había encargado de confirmarlo con algunos colegas de María 
            Gabriela. Por eso, esperó que ella regresara de Castro y al 
            verla llegar la invitó a su casa. No era la primera vez que 
            lo hacía, por lo que el convite no llamó la atención 
            de la muchacha. 
            
            Tomaron once y luego, Millatureo, como lo hiciera en otras oportunidades, 
            le hizo proposiciones amorosas que María Gabriela rechazó. 
            De ahí al postrer acto irracional aparentemente hubo un paso, 
            o al menos eso pensé mientras escuchaba los comentarios de 
            los hombres y bebía una copa de vino tinto. Cuando al día 
            siguiente fui informado de algunos otros detalles de su confesión, 
            recordé lo que desde hace mucho tiempo sabía: lo difícil 
            es matar por primera vez, después es sólo una rutina 
            rabiosa.
            
            —La golpeó con un hacha —recalcó uno de los hombres 
            con los que compartíamos esas horas de bar—. Y después 
            le enterró un desatornillador en el pecho. La mujer quedó 
            sobre la cama y Rubencito la cubrió con una frazada y se fue 
            a trabajar a la pesquera. Por la tarde, regresó a su casa y 
            se la mandó al pecho, muertita y todo como estaba. Durmió 
            con ella toda la noche y por la mañana, cuando se fue a Castro 
            con la idea de gastar parte del dinero que traía la Gabriela, 
            la dejó en la cama, como si nada, como si sólo durmiera. 
            Para mí que se volvió loco, aunque oí decir que 
            lo analizó el doctor y lo encontró sano de la cabeza.
            
            —¿Quién se lo iba a imaginar? —se preguntó en 
            voz alta, Galindo—. Parecía un buen hombre, y sólo tiene 
            treinta y cinco años.
            —Sí, ya lo dijo en la mañana —interrumpí—. Era 
            más bueno que el Niño Dios.
            
            Al otro día desperté con los golpes que London daba 
            en la puerta de mi habitación. La noche anterior se había 
            alargado hasta casi el amanecer y en mi vientre un fuego ácido 
            deambulaba por mis entrañas augurándome una trabajosa 
            recuperación hasta restablecer el orden de mis sentidos. Por 
            un momento pensé que los golpes provenían de las pesadillas 
            nocturnas pero, al reconocer el acento del gringo, asumí la 
            realidad. Le grité que la puerta estaba abierta y London entró, 
            dominando la habitación con sus zancadas. 
            
            —Buen día, Herredia —dijo el gringo, y luego de observar mi 
            aspecto, agregó—. No tiene linda cara. Anoche bebió 
            mucho vino. 
            —Ni lo recuerde. ¿Qué lo trae por aquí tan temprano?
            —Ya pasó el mediodía, Herredia. Además, tengo 
            algunas novedades que contarle. 
            —No me diga nada, London. El Rubencito confesó que mató 
            a su padre. 
            —¿Cómo? ¿Ya lo sabe? ¿Quién vino 
            con noticia? 
            —Nadie. Creo que lo soñé o lo intuí a partir 
            de mí conversación con el empleado de la oficina postal.	
            
            —Anoche, Millatureo confesó que mató su padre en mes 
            de septiembre. El viejo estaba mirando por ventana, Rubén se 
            acercó por detrás y le enterró hacha en cuello. 
            Cuando viejo se fue al suelo, lo remató con golpe en la espalda. 
            Después fue a su trabajo y por la tarde, cuando regresó, 
            enterró el cuerpo del anciano en la leñera. Los pacos 
            van ahora a investigar si confesión es verdadera. 
            —Y si no me equivoco, tendrán otra sorpresa. 
            —¿A qué se refiere, Herredia? 
          Cuando llegamos a la casa de Millatureo, los carabineros, con la 
            ayuda de tres bomberos, sacaban un bulto desde el interior del patio. 
            Nos acercamos a uno de los uniformados y éste, aún con 
            el asco reflejado en el rostro, contó que habían hallado 
            los restos de Isidro Millatureo enterrados en la leñera, bajo 
            un montón de trapos sucios y unas bolsas con ajos. Miré 
            el bulto mientras era depositado en la parte posterior de una camioneta 
            y con las pocas neuronas que habían recuperado su sobriedad, 
            pensé en un cuento cuyo protagonista era Claudio Reyes Sandoval. 
            Me acerqué al cabo de carabineros que dirigía la exhumación 
            y en algo más de cinco minutos logré hacerle entender 
            las razones de mi estadía en Queilen. Después le hablé 
            del vendedor y de cierta intuición que deseaba verificar. El 
            cabo me estudió un instante y sólo después de 
            repensar mis palabras, llamó al carabinero que respondía 
            al apellido de Gamboa y le ordenó volver a entrar en la leñera 
            de Millatureo. 
            
            —No tiene nada de especial —le dije a London. Estábamos en 
            su bote, bebiendo unas latas de cerveza—. Lo pensé al recordar 
            los cuadros que Millatureo tenía colgados en su casa. Además, 
            creo que tarde o temprano, él iba a confesar ese crimen, o 
            tal vez contaba con que los pacos cavarían en toda la leñera. 
            Lo mató en la época de Navidad, con la misma hacha que 
            usó primero con su padre, y después con la muchacha. 
            Total, ¿quién iba a preguntar por el vendedor de cuadros?
            
            —Dicen que Millatureo está mucho tranquilo. Mañana o 
            esta tarde, lo llevan a cárcel de Castro. ¿Sabe, Herredia, 
            lo que dijo cuando le preguntaron por las tres muertes? "Para 
            qué hacen tanto escándalo, si ya están muertos".
            —Hablé por teléfono con el hermano de Reyes y le conté 
            todo lo que pude averiguar. Al parecer, el vendedor le exigió 
            un pago adelantado, discutieron y mientras Claudio Reyes revisaba 
            unos papeles, Millatureo fue a la cocina, cogió el hacha y 
            procedió del mismo modo como lo había hecho con su padre. 
            El hermano viajará a recoger los restos. Pero yo no voy a estar 
            para cuando eso ocurra. Me voy de Queilen en el bus de esta noche. 
            Fue un error venir hasta acá. En un pueblo chico los crímenes 
            carecen de misterio. Se resuelven solos. 
            —Nada de eso, Herredia. Nosotros vamos a navegar hasta Tranqui, en 
            donde está mi casa. Comeremos jureles asados y mañana 
            llevo en bote hasta Compu. Ahí puede tomar bus hacia Castro 
            sin mayor dificultad.
          Miré hacia el horizonte que indicaba el gringo y sólo 
            vi el mar azul, liso y calmo como un espejo. Encendí un cigarrillo 
            y me acomodé al medio del bote. London sonrió, dejó 
            a un lado su cerveza y tiró del cordel que servía para 
            poner en marcha el motor fuera de borda. El bote se desplazó 
            suavemente sobre las olas y unas gaviotas nos miraron desde lo alto 
            del cielo.
            
            Una semana más tarde, en el bus que me llevaba hasta Castro, 
            se seguía hablando de los crímenes del "Niño 
            Dios". Confeso de sus asesinatos, el chilote permanecía 
            detenido en la cárcel de Castro, acusado por sus tres homicidios 
            y por el delito de inhumación ilegal de cadáveres. Su 
            proceso estaba a cargo del magistrado Francisco del Campo, quien no 
            descartaba la posibilidad de sentenciar pena de muerte para Rubén 
            Millatureo Vargas. Los vecinos de varias islas ubicadas en los alrededores 
            habían viajado a Queilen para recoger de primeras aguas los 
            detalles de lo ocurrido. Algunos de los pobladores intentaron quemar 
            la casa de Millatureo para espantar a los malos espíritus, 
            y con no poco terror se hablaba de otras tres personas desaparecidas 
            en el pueblo. Para la siguiente temporada veraniega se esperaba la 
            llegada de muchos turistas y de curiosos que desearían conocer 
            los territorios de Millatureo. Todo parecía normal entre la 
            gente del pueblo, pero la tranquilidad ya no era la misma de antaño. 
            Las olas del mar seguían en su ir y venir, y en el cementerio, 
            dos nuevas cruces de madera aguardan las primeras lluvias del invierno.
            
            Cerré los ojos y me dormí escuchando los comentarios 
            de los pasajeros del bus. Santiago estaba lejos, y pese a que se lo 
            había prometido a London, nunca más volvería 
            a Queilen. O a lo menos eso pensaba en ese momento, porque no podía 
            asegurar que lograra vencer mi maldita costumbre de cumplir las promesas, 
            aunque ellas me obligaran a salir de Santiago.