a Hugo Vera Miranda,
            en Boedo y San Telmo.
            al Lalo, Leonel y el Flaco
            Fernando,
            en Punta Arenas
          Después del horóscopo, de mis colores 
            favoritos y de la posible influencia de la luna, vienen esas preguntas 
            que esperaba y a las que, de no ser por sus ojos tristes, contestaría 
            de inmediato con un si, ya lo sé, el amor es puro cuento. Pero 
            ella me mira tristísima y detiene por unos instantes la grabadora para decir que la pena es real, y si ha concurrido a la 
            cita es porque ya estaba fijada y la revista es la revista, y lo otro, 
            lo que no tiene nada que ver, pero se le nota en cada gesto, es el 
            deseo de haberse quedado llorando en su departamento, del cual, dos 
            días atrás salió un para mí difuso Ernesto, 
            llevándose un amor de cinco años, su virginidad, los 
            cassetes del Silvio y todas sus camisas, salvo aquella amarilla, horriculenta, 
            que a veces ella usa para dormir. Que cómo, cuándo y 
            de dónde salía eso de inventar historias con la ambición 
            de contar la vida a pedacitos, es una excusa para olvidar el departamento, 
            o sea, ya le dije, lo otro, y de pasadita, onda peón al paso, 
            me obliga a retroceder en el tiempo —como si el corazón fuera 
            una National Panasonic— y quedar instalado en el café del barrio, 
            acariciando una botella de cerveza tibia, que entraba de mala gana 
            por la boca, pero que era necesario beber porque era lo normal en 
            el proceso de hacerse hombre —macho, decía el Paco Suárez— 
            y la primera curda era un comienzo algo es algo peor es nada, ya que 
            faltaba lo más importante, aquello que cosquilleaba entre las 
            piernas y se imaginaba cuando mirábamos los muslos de la profesora 
            de castellano o me llevaba a varias compañeras de curso al 
            sueño de mi pieza, a esa cama que ya no daba más de 
            tanto Sade y Pitigrilli, leídos ahí, en la camota virgen, 
            y también a escondidas en los recreos del liceo, o en las clases 
            de educación física del Mono Miranda, que prefería 
            aceptar una invitación a cervecear antes que tenernos trotando 
            en el gimnasio, sudando por todas las espinillas esas ganas tremendas 
            de coger que teníamos, y de las cuales unos pocos se habían 
            logrado deshacer donde la tía Lucy, la Casa de Piedra o, en 
            el mejor de los casos, en la playa arrastrándose con alguna 
            empleadita del sector, después de una calentona sesión 
            de cine en el Politeama. Entonces, ella que está tristona, 
            pero que por sobre todas las cosas es profesional, me obliga a recordar 
            esa cerveza tibia, al ya mentado Paco Suárez, al Flaco Avello 
            y su hermano Leopoldo, y al Chico Vega, al que insistíamos 
            en llamar el Chico Verga desde una cura en la que se le ocurrió 
            pasearse por la Bories con la pichula al aire, gritando que era la 
            más grande de Punta Arenas, y el cual, en verdad no era muy 
            amigo nuestro, pero esa tarde y esa noche era el gancho preciso para 
            dejarnos caer en una fiestoca donde suponíamos habría 
            un lote grande de minas buenas para ir al boche, y una oportunidad 
            así —dijo Suárez— no se la perdía ni el Papa, 
            y por eso, a las nueve en punto, el viejo Ford 42 del Flaco Avello 
            estaba rugiendo frente a mi casa, y antes que su bocina reiterada 
            alarmara a todas las vecinas del barrio, me encontré ubicado 
            en el asiento trasero del auto, acercándome lo más que 
            podía a una rubia tetoncita que el Chico Verga llevaba abrazadísima, 
            y casi está de más decirlo, sin ninguna intención 
            de soltar, lo cual no alcanzaba a ser obstáculo para que insistiera 
            en acercarme un poquito, por eso de las corrientes eléctricas 
            que nunca se sabe, y porque, "la vida tiene sorpresa, sorpresa 
            tiene la vida", y eso el Chico Vega, perdón Verga, lo 
            sabía muy bien, y cuando una frenada brusca del auto empujó 
            a la rubia un poco hacia adelante, aprovechó a decirme: "conviene 
            ir preparado, a la segura" y reafirmó lo dicho con un 
            agarrón firme a la rucia en la cintura, que no le hizo daño, 
            pero si le dio a entender que por su lado las ganas sobraban. Y por 
            el mio, para qué vamos a andar con cosas, las ganas, requeteganas, 
            crecían con la proximidad de la tetoncita, y la ducha que me 
            había pegado media hora antes se fue al carajo, y lo vientiúnico 
            que deseaba era llegar pronto a la fiesta, confiando en que si bien 
            no era Alain Delon, no estaba tan mal, y a las perdidas algo tendría 
            que salir agarrando, aunque en la onda de ponemos sinceros —como ella 
            que me mira tristona y me pide una pausa y una taza de café 
            que se la cambio por tres dedos de whisky y algo de hielo— tengo que 
            recordar y reconocer que durante la primera hora de fiesta me lo pasé 
            escondido en un rincón, viendo cómo mis amigos tiraban 
            más manos que Cassius Clay, ignorado por las pocas minas sueltas 
            que no se entusiasmaban para nada con mi pinta de cartulino a la legua, 
            la que con un poco de de retoque y sin mucho esfuerzo me habría 
            servido para foto de primera comunión. Sin embargo, —y esto 
            para ir abreviando, o como quien dice, para apurar la causa ya que 
            la cinta sigue corriendo, y ella a pesar de la pausa y de la tristeza 
            me mira con cara de eso qué cresta tiene que ver con las preguntas—esa 
            era mi gran noche como decía o dice Adamo— que para entonces 
            estaba de moda, aunque nosotros, los muñecos listos del setenta, 
            preferíamos "El submarino amarillo" de Los Beatles, 
            algo de Jimi Hendrix y mucho de Santana a toda hora del día, 
            a pesar de las quejas de las madres que veian llegar al acabo del 
            mundo vía chascones estéreos —y en un momento determinado— 
            frase tipo que no dice nada, pero hace referencia a algún segundo 
            que no se recuerda con precisión— sentí que alguien 
            me hablaba a una cuarta de la boca, y cuando descarté la idea 
            de salir arrancando, pude reconocer a Ester, la dueña de casa, 
            la come cabritos, una casi cuarentona que estaba de moderla por los 
            cuatro costados, y que sin decir agua va, me tomó de los brazos 
            y me hizo girar por la pista de baile, siguiendo una canción 
            de John Lennon, la que en realidad pasaba de largo, porque la Ester 
            me apuntaba segura con sus pechos —violentísimos diría 
            más tarde el Flaco Avello— y algo empezaba a convertirse en 
            un bultito calenturiento, y ella que organizaba esas fiestecitas mientras 
            su esposo trabajaba en no sé qué parte lejana, se dio 
            cuenta de la inflamación, y como no estaba para invitaciones 
            a la matinée del domingo, siguió aprisionándome 
            con fuerza, jugando a meter mi bultito cada vez más bultote 
            entre sus piernas buscando ese roce que ya hacia correrme en vivo 
            y en directo, y acariciando con dedos sabios esa parte del cuello 
            que parecía funcionar como interruptor, y que para no andar 
            con subidas por chorro diré que me anduvieron asustando y tuve 
            que inventar una ida urgente al baño para ver si el bultote 
            pasaba de nuevo a calidad de bultito, con tanta mala suerte que al 
            bajar el cierre quedé con él en las manos, y minutos 
            más tarde no quedó otra alternativa que aparecer en 
            medio de la fiesta, deslizándome casi por las paredes, sin 
            poder ocultar el percance, aunque creo que nadie se dio cuenta, salvo 
            Ester que me caló al vuelo, y como no estaba para perder su 
            tiempo me dijo, qué te pasa, y a ver que tan descosido está, 
            y yo te lo arreglo, y sin mayor preámbulo alargó su 
            mano hasta agarrar el bultote y prácticamente agarrándome 
            por ahí, me llevó a su dormitorio donde me enseñó 
            la importancia de no dar puntada sin hilo. Sé que trata de 
            entretenerme, dijo ella un poco menos triste ya que entraba en el 
            segundo trago, pero a Henry Miller me lo pasaron en la Escuela de 
            Periodismo, y lo que interesa es el cuándo y el cómo 
            lo de escribir, y si no es demasiado, qué crees tú que 
            pasa con el amor. Para allá voy, le contesté, ya que 
            en eso estaba, y dejando de lado el primer polvo, que debe haber sido 
            algo asi como el sonido y la furia (con el permiso de Faulkner) sobrevino 
            el segundo, casi de inmediato, pero onda tómatelo con calma 
            que tenemos tiempo, y ella, experta, generosa, ardiente, medio zafada 
            tal vez, dando cancha, tiro y lado, exigiendo en mitad de todo, ese 
            cuéntame un cuento, que me dejó paralizado, dudando 
            entre seguir el ritmo que sugería el somier o pasarme al bando 
            de Blancanieves. Un cuento, dime un cuento, dime cosas, ahora un cuento 
            por favor, gemía la experta Ester, y yo pensaba ésta 
            que quiere, no le basta con la acción sino que además 
            necesita un relator deportivo. Uno de camiones, agregó Ester, 
            soplándome el tema al oído, cosa que de repente añoro 
            frente a tanta página en blanco que a uno se le tira encima, 
            y ahí como que fui entendiendo, porque estaba caliente pero 
            no tonto, y se me ocurrió que iba conduciendo uno de esos petroleros 
            gigantescos, cuando en medio de la ruta aparecía la mujer, 
            que por cierto era Ester, y la hacía subir a la cabina y antes 
            de tres kilómetros la tenia entre la espada y la pared, o mejor 
            dicho, entre mi cuerpo y el volante, pasando el acelerador de 80 a 
            100, y ella, así, cuéntame más. Y contarle más 
            era incluir en la historia a un par de autos que se cruzaban frente 
            al camión zigzagueante, con sus conductores estilando puteadas, 
            y al final de una curva la presencia de un radiopatrullas, celosísimo 
            de su deber, obligando a subir de 100 a 120, y ella de nuevo, asi, 
            asi me gusta, dale más, y yo tratando de saber si debía 
            seguir con el cuento o azotando el colchón. Pero, por si acaso, 
            me las arreglé para continuar en los dos frentes. No por mucho 
            rato, ya que los policías eran veloces, y el bultote también, 
            y cuando la ley estaba por atraparme, la Ester se puso a gritar ¡me 
            voy, me voy!, y a mí me dieron ganas de putearla por dejarme 
            con el camión tan comprometido, pero la realidad era más 
            fuerte que la ficción y comprendí que era momento de 
            regresar al dormitorio y terminar jadeando entre sus pechos violentísimos. 
            Ese fue el principio, le dije a ella, un poco menos tristona que al 
            comienzo, con deseos de reírse y aceptar otro traguito entonador. 
            El principio del amor y literatura. Bueno, si es que se puede llamar 
            amor a los encuentros nocturnos que sobrevinieron, y literatura a 
            las historias que también sobrevinieron, y además sobrevivieron, 
            inevitablemente, porque sin ellas no había encuentros o estos 
            se frustraban por falta de imaginación, cosa que me hizo aprender 
            que lo primero era tener una buena idea, y después venia el 
            tiempo del perfume, la camisa limpia y de partir a la casa de Ester. 
            La historia de los camiones se repitió un par de veces, y luego 
            fuimos cambiando de estilo y temas. Con ella a horcajadas sobre mi, 
            caía bien una historia de botes, remos y piratas; a sus piernas 
            rodeando mi cuello correspondía una de trenes y ferrocarriles; 
            y si me retenia junto a la puerta de su casa para hacerlo de pie, 
            recurría a una de aviones y vuelos acrobáticos, mezclando 
            el placer de flotar en el aire con el riesgo de caer sobre la alfombra. 
            Las historias se fueron perfeccionando a causa de esa manía 
            que uno tiene de hacerlo cada vez mejor. A veces un cambio de punto 
            de vista o de personajes convertían una vieja historia en algo 
            que Ester sabia apreciar. El monólogo interior poco funcionaba, 
            ya que ella prefería un narrador que todo lo viera, capaz de 
            reproducir con palabras precisas cada cosa que acontecía. Una 
            de un camión conducido por dos hombres la volvía loca, 
            y con una de astronautas que llevaban meses en el espacio no pasó 
            nada, tal vez porque la ciencia ficción no es mi género 
            favorito, o porque al otro día llegaba su marido, y eso significaba 
            que una vez más, y por toda una semana, su amor por la literatura 
            quedaba de lado. La literatura era yo, me daban ganas de exclamar 
            lo más absolutista, recordando esas semanas que ocupaba para 
            restablecer energías y pasar a máquina alguna de las 
            historias, con lo cual no sólo mantenía un orden necesario, 
            sino que además me ganaba unos pesacotes vendiéndolas 
            a mis compañeros de curso, que así aprendían 
            que leer es un vicio solitario, y de paso me embromaban con eso de 
            gritar "Pequeño Dickens" cada vez que me veían 
            aparecer en la sala con unas ojeras del porte de una casa y que ellos 
            atribuían a tantas novelas por encargo que debía escribir, 
            lo que no dejaba de agradarme, ya que entre cuento y cuento empezaba 
            a entender a esos tipos graves que hablaban del placer de la literatura. 
            ¿Es en serio todo lo que dices? ¿De verdad fue así? 
            pregunta ella, risueña y un tanto entusiasmada con tantas historias 
            de camiones y otros medios de transportes; y luego, un minuto más 
            tarde, no soporta la tentación de soltarse el pelo hasta ese 
            momento sujeto por un moño, cuando le cuento esa increíble 
            realmente increible de la Ester absolutamente de ficción y 
            volada, haciendo el amor arriba de un trapecio, con un equipo completo 
            de trapecistas mexicanos, tocando literalmente el cielo de la carpa 
            y de su pieza, en medio de unos gritos que me dejaban al borde del 
            mareo por tanta altura imaginaria y tanto vaivén exquisitamente 
            real, aunque un poco tristón porque ya habíamos conversado 
            que esa noche era la última. Algo asi como mi debut y despedida 
            de las pistas circenses, ya que por la mañana regresaba su 
            marido y esa vez para siempre. Para siempre marido y para siempre 
            adiós, por culpa de un traslado en el trabajo, y yo, desesperado, 
            no tanto por ella, sino por la literatura que amenazaba con irse también, 
            a pesar de que si escribiste una vez volverás a hacerlo, según 
            decía Hemingway, sin dejar de tener razón, porque pasaron 
            los días y la ausencia de la experta Ester se suplió 
            con otras frenadas bruscas frente a mi casa, otras fiestecitas de 
            sábado por la noche, y con un vacío que me rodeaba cuando 
            en medio de lo mejor nadie pedía historias, y era necesario 
            esperar el retorno a mi casa para llevarlas a mis cuadernos de liceano, 
            un tanto sentimentalón por lo de las ausencias, y porque en 
            esos mismos días apareció en escena Marta, ya no por 
            entre las piernas, sino que un poco más arriba, y el negocio 
            editorial se fue al suelo, por repetido quizá o porque los 
            tipos del curso habían ido desvaneciendo las ganas cada cual 
            a su manera, y la onda de los trapecios, trenes y demases ya no me 
            la creían y el "Pequeño Dickens" se convirtió 
            en un buen recuerdo de ese tercer año medio. No te creo nada, 
            me dice ella, profesional y risueña, apretando el stop de la 
            grabadora, y le contesto que no me crea nada, y que si lo prefiere 
            puedo hablar del orfanato en que me dejaron botado a los dos meses, 
            de cómo comía poco y me pegaban por pedir más 
            comida, y más tarde me entregaron a la custodia de un fabricante 
            de ataúdes, y cuando escapé de las manos de ese tipo 
            ruin caí en las de un instructor de pequeños lanzas 
            callejeros, del cual sólo pude librarme con la ayuda de un 
            caballero de mucho dinero. Eso es de Oliver, dijo ella, risueña. 
            Entonces, créeme, le contesté sirviendo otros tragos 
            para los dos. Créeme y cuéntame esa historia con Ernesto, 
            le digo, y ella responde que cree todo, pero lo de Ernesto vendrá 
            más tarde, porque ahora quiere que le cuente un cuento y se 
            desabrocha la blusa, y mientras salimos de mi pieza de trabajo, pienso 
            que el amor es asi, y le pregunto si quiere saber cómo me hice 
            novelista, y ella se ríe y dice que bueno, aunque sea puro 
            cuento.
 
            grabadora para decir que la pena es real, y si ha concurrido a la 
            cita es porque ya estaba fijada y la revista es la revista, y lo otro, 
            lo que no tiene nada que ver, pero se le nota en cada gesto, es el 
            deseo de haberse quedado llorando en su departamento, del cual, dos 
            días atrás salió un para mí difuso Ernesto, 
            llevándose un amor de cinco años, su virginidad, los 
            cassetes del Silvio y todas sus camisas, salvo aquella amarilla, horriculenta, 
            que a veces ella usa para dormir. Que cómo, cuándo y 
            de dónde salía eso de inventar historias con la ambición 
            de contar la vida a pedacitos, es una excusa para olvidar el departamento, 
            o sea, ya le dije, lo otro, y de pasadita, onda peón al paso, 
            me obliga a retroceder en el tiempo —como si el corazón fuera 
            una National Panasonic— y quedar instalado en el café del barrio, 
            acariciando una botella de cerveza tibia, que entraba de mala gana 
            por la boca, pero que era necesario beber porque era lo normal en 
            el proceso de hacerse hombre —macho, decía el Paco Suárez— 
            y la primera curda era un comienzo algo es algo peor es nada, ya que 
            faltaba lo más importante, aquello que cosquilleaba entre las 
            piernas y se imaginaba cuando mirábamos los muslos de la profesora 
            de castellano o me llevaba a varias compañeras de curso al 
            sueño de mi pieza, a esa cama que ya no daba más de 
            tanto Sade y Pitigrilli, leídos ahí, en la camota virgen, 
            y también a escondidas en los recreos del liceo, o en las clases 
            de educación física del Mono Miranda, que prefería 
            aceptar una invitación a cervecear antes que tenernos trotando 
            en el gimnasio, sudando por todas las espinillas esas ganas tremendas 
            de coger que teníamos, y de las cuales unos pocos se habían 
            logrado deshacer donde la tía Lucy, la Casa de Piedra o, en 
            el mejor de los casos, en la playa arrastrándose con alguna 
            empleadita del sector, después de una calentona sesión 
            de cine en el Politeama. Entonces, ella que está tristona, 
            pero que por sobre todas las cosas es profesional, me obliga a recordar 
            esa cerveza tibia, al ya mentado Paco Suárez, al Flaco Avello 
            y su hermano Leopoldo, y al Chico Vega, al que insistíamos 
            en llamar el Chico Verga desde una cura en la que se le ocurrió 
            pasearse por la Bories con la pichula al aire, gritando que era la 
            más grande de Punta Arenas, y el cual, en verdad no era muy 
            amigo nuestro, pero esa tarde y esa noche era el gancho preciso para 
            dejarnos caer en una fiestoca donde suponíamos habría 
            un lote grande de minas buenas para ir al boche, y una oportunidad 
            así —dijo Suárez— no se la perdía ni el Papa, 
            y por eso, a las nueve en punto, el viejo Ford 42 del Flaco Avello 
            estaba rugiendo frente a mi casa, y antes que su bocina reiterada 
            alarmara a todas las vecinas del barrio, me encontré ubicado 
            en el asiento trasero del auto, acercándome lo más que 
            podía a una rubia tetoncita que el Chico Verga llevaba abrazadísima, 
            y casi está de más decirlo, sin ninguna intención 
            de soltar, lo cual no alcanzaba a ser obstáculo para que insistiera 
            en acercarme un poquito, por eso de las corrientes eléctricas 
            que nunca se sabe, y porque, "la vida tiene sorpresa, sorpresa 
            tiene la vida", y eso el Chico Vega, perdón Verga, lo 
            sabía muy bien, y cuando una frenada brusca del auto empujó 
            a la rubia un poco hacia adelante, aprovechó a decirme: "conviene 
            ir preparado, a la segura" y reafirmó lo dicho con un 
            agarrón firme a la rucia en la cintura, que no le hizo daño, 
            pero si le dio a entender que por su lado las ganas sobraban. Y por 
            el mio, para qué vamos a andar con cosas, las ganas, requeteganas, 
            crecían con la proximidad de la tetoncita, y la ducha que me 
            había pegado media hora antes se fue al carajo, y lo vientiúnico 
            que deseaba era llegar pronto a la fiesta, confiando en que si bien 
            no era Alain Delon, no estaba tan mal, y a las perdidas algo tendría 
            que salir agarrando, aunque en la onda de ponemos sinceros —como ella 
            que me mira tristona y me pide una pausa y una taza de café 
            que se la cambio por tres dedos de whisky y algo de hielo— tengo que 
            recordar y reconocer que durante la primera hora de fiesta me lo pasé 
            escondido en un rincón, viendo cómo mis amigos tiraban 
            más manos que Cassius Clay, ignorado por las pocas minas sueltas 
            que no se entusiasmaban para nada con mi pinta de cartulino a la legua, 
            la que con un poco de de retoque y sin mucho esfuerzo me habría 
            servido para foto de primera comunión. Sin embargo, —y esto 
            para ir abreviando, o como quien dice, para apurar la causa ya que 
            la cinta sigue corriendo, y ella a pesar de la pausa y de la tristeza 
            me mira con cara de eso qué cresta tiene que ver con las preguntas—esa 
            era mi gran noche como decía o dice Adamo— que para entonces 
            estaba de moda, aunque nosotros, los muñecos listos del setenta, 
            preferíamos "El submarino amarillo" de Los Beatles, 
            algo de Jimi Hendrix y mucho de Santana a toda hora del día, 
            a pesar de las quejas de las madres que veian llegar al acabo del 
            mundo vía chascones estéreos —y en un momento determinado— 
            frase tipo que no dice nada, pero hace referencia a algún segundo 
            que no se recuerda con precisión— sentí que alguien 
            me hablaba a una cuarta de la boca, y cuando descarté la idea 
            de salir arrancando, pude reconocer a Ester, la dueña de casa, 
            la come cabritos, una casi cuarentona que estaba de moderla por los 
            cuatro costados, y que sin decir agua va, me tomó de los brazos 
            y me hizo girar por la pista de baile, siguiendo una canción 
            de John Lennon, la que en realidad pasaba de largo, porque la Ester 
            me apuntaba segura con sus pechos —violentísimos diría 
            más tarde el Flaco Avello— y algo empezaba a convertirse en 
            un bultito calenturiento, y ella que organizaba esas fiestecitas mientras 
            su esposo trabajaba en no sé qué parte lejana, se dio 
            cuenta de la inflamación, y como no estaba para invitaciones 
            a la matinée del domingo, siguió aprisionándome 
            con fuerza, jugando a meter mi bultito cada vez más bultote 
            entre sus piernas buscando ese roce que ya hacia correrme en vivo 
            y en directo, y acariciando con dedos sabios esa parte del cuello 
            que parecía funcionar como interruptor, y que para no andar 
            con subidas por chorro diré que me anduvieron asustando y tuve 
            que inventar una ida urgente al baño para ver si el bultote 
            pasaba de nuevo a calidad de bultito, con tanta mala suerte que al 
            bajar el cierre quedé con él en las manos, y minutos 
            más tarde no quedó otra alternativa que aparecer en 
            medio de la fiesta, deslizándome casi por las paredes, sin 
            poder ocultar el percance, aunque creo que nadie se dio cuenta, salvo 
            Ester que me caló al vuelo, y como no estaba para perder su 
            tiempo me dijo, qué te pasa, y a ver que tan descosido está, 
            y yo te lo arreglo, y sin mayor preámbulo alargó su 
            mano hasta agarrar el bultote y prácticamente agarrándome 
            por ahí, me llevó a su dormitorio donde me enseñó 
            la importancia de no dar puntada sin hilo. Sé que trata de 
            entretenerme, dijo ella un poco menos triste ya que entraba en el 
            segundo trago, pero a Henry Miller me lo pasaron en la Escuela de 
            Periodismo, y lo que interesa es el cuándo y el cómo 
            lo de escribir, y si no es demasiado, qué crees tú que 
            pasa con el amor. Para allá voy, le contesté, ya que 
            en eso estaba, y dejando de lado el primer polvo, que debe haber sido 
            algo asi como el sonido y la furia (con el permiso de Faulkner) sobrevino 
            el segundo, casi de inmediato, pero onda tómatelo con calma 
            que tenemos tiempo, y ella, experta, generosa, ardiente, medio zafada 
            tal vez, dando cancha, tiro y lado, exigiendo en mitad de todo, ese 
            cuéntame un cuento, que me dejó paralizado, dudando 
            entre seguir el ritmo que sugería el somier o pasarme al bando 
            de Blancanieves. Un cuento, dime un cuento, dime cosas, ahora un cuento 
            por favor, gemía la experta Ester, y yo pensaba ésta 
            que quiere, no le basta con la acción sino que además 
            necesita un relator deportivo. Uno de camiones, agregó Ester, 
            soplándome el tema al oído, cosa que de repente añoro 
            frente a tanta página en blanco que a uno se le tira encima, 
            y ahí como que fui entendiendo, porque estaba caliente pero 
            no tonto, y se me ocurrió que iba conduciendo uno de esos petroleros 
            gigantescos, cuando en medio de la ruta aparecía la mujer, 
            que por cierto era Ester, y la hacía subir a la cabina y antes 
            de tres kilómetros la tenia entre la espada y la pared, o mejor 
            dicho, entre mi cuerpo y el volante, pasando el acelerador de 80 a 
            100, y ella, así, cuéntame más. Y contarle más 
            era incluir en la historia a un par de autos que se cruzaban frente 
            al camión zigzagueante, con sus conductores estilando puteadas, 
            y al final de una curva la presencia de un radiopatrullas, celosísimo 
            de su deber, obligando a subir de 100 a 120, y ella de nuevo, asi, 
            asi me gusta, dale más, y yo tratando de saber si debía 
            seguir con el cuento o azotando el colchón. Pero, por si acaso, 
            me las arreglé para continuar en los dos frentes. No por mucho 
            rato, ya que los policías eran veloces, y el bultote también, 
            y cuando la ley estaba por atraparme, la Ester se puso a gritar ¡me 
            voy, me voy!, y a mí me dieron ganas de putearla por dejarme 
            con el camión tan comprometido, pero la realidad era más 
            fuerte que la ficción y comprendí que era momento de 
            regresar al dormitorio y terminar jadeando entre sus pechos violentísimos. 
            Ese fue el principio, le dije a ella, un poco menos tristona que al 
            comienzo, con deseos de reírse y aceptar otro traguito entonador. 
            El principio del amor y literatura. Bueno, si es que se puede llamar 
            amor a los encuentros nocturnos que sobrevinieron, y literatura a 
            las historias que también sobrevinieron, y además sobrevivieron, 
            inevitablemente, porque sin ellas no había encuentros o estos 
            se frustraban por falta de imaginación, cosa que me hizo aprender 
            que lo primero era tener una buena idea, y después venia el 
            tiempo del perfume, la camisa limpia y de partir a la casa de Ester. 
            La historia de los camiones se repitió un par de veces, y luego 
            fuimos cambiando de estilo y temas. Con ella a horcajadas sobre mi, 
            caía bien una historia de botes, remos y piratas; a sus piernas 
            rodeando mi cuello correspondía una de trenes y ferrocarriles; 
            y si me retenia junto a la puerta de su casa para hacerlo de pie, 
            recurría a una de aviones y vuelos acrobáticos, mezclando 
            el placer de flotar en el aire con el riesgo de caer sobre la alfombra. 
            Las historias se fueron perfeccionando a causa de esa manía 
            que uno tiene de hacerlo cada vez mejor. A veces un cambio de punto 
            de vista o de personajes convertían una vieja historia en algo 
            que Ester sabia apreciar. El monólogo interior poco funcionaba, 
            ya que ella prefería un narrador que todo lo viera, capaz de 
            reproducir con palabras precisas cada cosa que acontecía. Una 
            de un camión conducido por dos hombres la volvía loca, 
            y con una de astronautas que llevaban meses en el espacio no pasó 
            nada, tal vez porque la ciencia ficción no es mi género 
            favorito, o porque al otro día llegaba su marido, y eso significaba 
            que una vez más, y por toda una semana, su amor por la literatura 
            quedaba de lado. La literatura era yo, me daban ganas de exclamar 
            lo más absolutista, recordando esas semanas que ocupaba para 
            restablecer energías y pasar a máquina alguna de las 
            historias, con lo cual no sólo mantenía un orden necesario, 
            sino que además me ganaba unos pesacotes vendiéndolas 
            a mis compañeros de curso, que así aprendían 
            que leer es un vicio solitario, y de paso me embromaban con eso de 
            gritar "Pequeño Dickens" cada vez que me veían 
            aparecer en la sala con unas ojeras del porte de una casa y que ellos 
            atribuían a tantas novelas por encargo que debía escribir, 
            lo que no dejaba de agradarme, ya que entre cuento y cuento empezaba 
            a entender a esos tipos graves que hablaban del placer de la literatura. 
            ¿Es en serio todo lo que dices? ¿De verdad fue así? 
            pregunta ella, risueña y un tanto entusiasmada con tantas historias 
            de camiones y otros medios de transportes; y luego, un minuto más 
            tarde, no soporta la tentación de soltarse el pelo hasta ese 
            momento sujeto por un moño, cuando le cuento esa increíble 
            realmente increible de la Ester absolutamente de ficción y 
            volada, haciendo el amor arriba de un trapecio, con un equipo completo 
            de trapecistas mexicanos, tocando literalmente el cielo de la carpa 
            y de su pieza, en medio de unos gritos que me dejaban al borde del 
            mareo por tanta altura imaginaria y tanto vaivén exquisitamente 
            real, aunque un poco tristón porque ya habíamos conversado 
            que esa noche era la última. Algo asi como mi debut y despedida 
            de las pistas circenses, ya que por la mañana regresaba su 
            marido y esa vez para siempre. Para siempre marido y para siempre 
            adiós, por culpa de un traslado en el trabajo, y yo, desesperado, 
            no tanto por ella, sino por la literatura que amenazaba con irse también, 
            a pesar de que si escribiste una vez volverás a hacerlo, según 
            decía Hemingway, sin dejar de tener razón, porque pasaron 
            los días y la ausencia de la experta Ester se suplió 
            con otras frenadas bruscas frente a mi casa, otras fiestecitas de 
            sábado por la noche, y con un vacío que me rodeaba cuando 
            en medio de lo mejor nadie pedía historias, y era necesario 
            esperar el retorno a mi casa para llevarlas a mis cuadernos de liceano, 
            un tanto sentimentalón por lo de las ausencias, y porque en 
            esos mismos días apareció en escena Marta, ya no por 
            entre las piernas, sino que un poco más arriba, y el negocio 
            editorial se fue al suelo, por repetido quizá o porque los 
            tipos del curso habían ido desvaneciendo las ganas cada cual 
            a su manera, y la onda de los trapecios, trenes y demases ya no me 
            la creían y el "Pequeño Dickens" se convirtió 
            en un buen recuerdo de ese tercer año medio. No te creo nada, 
            me dice ella, profesional y risueña, apretando el stop de la 
            grabadora, y le contesto que no me crea nada, y que si lo prefiere 
            puedo hablar del orfanato en que me dejaron botado a los dos meses, 
            de cómo comía poco y me pegaban por pedir más 
            comida, y más tarde me entregaron a la custodia de un fabricante 
            de ataúdes, y cuando escapé de las manos de ese tipo 
            ruin caí en las de un instructor de pequeños lanzas 
            callejeros, del cual sólo pude librarme con la ayuda de un 
            caballero de mucho dinero. Eso es de Oliver, dijo ella, risueña. 
            Entonces, créeme, le contesté sirviendo otros tragos 
            para los dos. Créeme y cuéntame esa historia con Ernesto, 
            le digo, y ella responde que cree todo, pero lo de Ernesto vendrá 
            más tarde, porque ahora quiere que le cuente un cuento y se 
            desabrocha la blusa, y mientras salimos de mi pieza de trabajo, pienso 
            que el amor es asi, y le pregunto si quiere saber cómo me hice 
            novelista, y ella se ríe y dice que bueno, aunque sea puro 
            cuento.
           
          en "Andar con Cuentos"
            Nueva Narrativa Chilena
            Diego Muñóz Valenzuela - Ramón Díaz Eterovic
            Mosquito Editores 1992