a Hugo Vera Miranda,
en Boedo y San Telmo.
al Lalo, Leonel y el Flaco
Fernando,
en Punta Arenas
Después del horóscopo, de mis colores
favoritos y de la posible influencia de la luna, vienen esas preguntas
que esperaba y a las que, de no ser por sus ojos tristes, contestaría
de inmediato con un si, ya lo sé, el amor es puro cuento. Pero
ella me mira tristísima y detiene por unos instantes la
grabadora para decir que la pena es real, y si ha concurrido a la
cita es porque ya estaba fijada y la revista es la revista, y lo otro,
lo que no tiene nada que ver, pero se le nota en cada gesto, es el
deseo de haberse quedado llorando en su departamento, del cual, dos
días atrás salió un para mí difuso Ernesto,
llevándose un amor de cinco años, su virginidad, los
cassetes del Silvio y todas sus camisas, salvo aquella amarilla, horriculenta,
que a veces ella usa para dormir. Que cómo, cuándo y
de dónde salía eso de inventar historias con la ambición
de contar la vida a pedacitos, es una excusa para olvidar el departamento,
o sea, ya le dije, lo otro, y de pasadita, onda peón al paso,
me obliga a retroceder en el tiempo —como si el corazón fuera
una National Panasonic— y quedar instalado en el café del barrio,
acariciando una botella de cerveza tibia, que entraba de mala gana
por la boca, pero que era necesario beber porque era lo normal en
el proceso de hacerse hombre —macho, decía el Paco Suárez—
y la primera curda era un comienzo algo es algo peor es nada, ya que
faltaba lo más importante, aquello que cosquilleaba entre las
piernas y se imaginaba cuando mirábamos los muslos de la profesora
de castellano o me llevaba a varias compañeras de curso al
sueño de mi pieza, a esa cama que ya no daba más de
tanto Sade y Pitigrilli, leídos ahí, en la camota virgen,
y también a escondidas en los recreos del liceo, o en las clases
de educación física del Mono Miranda, que prefería
aceptar una invitación a cervecear antes que tenernos trotando
en el gimnasio, sudando por todas las espinillas esas ganas tremendas
de coger que teníamos, y de las cuales unos pocos se habían
logrado deshacer donde la tía Lucy, la Casa de Piedra o, en
el mejor de los casos, en la playa arrastrándose con alguna
empleadita del sector, después de una calentona sesión
de cine en el Politeama. Entonces, ella que está tristona,
pero que por sobre todas las cosas es profesional, me obliga a recordar
esa cerveza tibia, al ya mentado Paco Suárez, al Flaco Avello
y su hermano Leopoldo, y al Chico Vega, al que insistíamos
en llamar el Chico Verga desde una cura en la que se le ocurrió
pasearse por la Bories con la pichula al aire, gritando que era la
más grande de Punta Arenas, y el cual, en verdad no era muy
amigo nuestro, pero esa tarde y esa noche era el gancho preciso para
dejarnos caer en una fiestoca donde suponíamos habría
un lote grande de minas buenas para ir al boche, y una oportunidad
así —dijo Suárez— no se la perdía ni el Papa,
y por eso, a las nueve en punto, el viejo Ford 42 del Flaco Avello
estaba rugiendo frente a mi casa, y antes que su bocina reiterada
alarmara a todas las vecinas del barrio, me encontré ubicado
en el asiento trasero del auto, acercándome lo más que
podía a una rubia tetoncita que el Chico Verga llevaba abrazadísima,
y casi está de más decirlo, sin ninguna intención
de soltar, lo cual no alcanzaba a ser obstáculo para que insistiera
en acercarme un poquito, por eso de las corrientes eléctricas
que nunca se sabe, y porque, "la vida tiene sorpresa, sorpresa
tiene la vida", y eso el Chico Vega, perdón Verga, lo
sabía muy bien, y cuando una frenada brusca del auto empujó
a la rubia un poco hacia adelante, aprovechó a decirme: "conviene
ir preparado, a la segura" y reafirmó lo dicho con un
agarrón firme a la rucia en la cintura, que no le hizo daño,
pero si le dio a entender que por su lado las ganas sobraban. Y por
el mio, para qué vamos a andar con cosas, las ganas, requeteganas,
crecían con la proximidad de la tetoncita, y la ducha que me
había pegado media hora antes se fue al carajo, y lo vientiúnico
que deseaba era llegar pronto a la fiesta, confiando en que si bien
no era Alain Delon, no estaba tan mal, y a las perdidas algo tendría
que salir agarrando, aunque en la onda de ponemos sinceros —como ella
que me mira tristona y me pide una pausa y una taza de café
que se la cambio por tres dedos de whisky y algo de hielo— tengo que
recordar y reconocer que durante la primera hora de fiesta me lo pasé
escondido en un rincón, viendo cómo mis amigos tiraban
más manos que Cassius Clay, ignorado por las pocas minas sueltas
que no se entusiasmaban para nada con mi pinta de cartulino a la legua,
la que con un poco de de retoque y sin mucho esfuerzo me habría
servido para foto de primera comunión. Sin embargo, —y esto
para ir abreviando, o como quien dice, para apurar la causa ya que
la cinta sigue corriendo, y ella a pesar de la pausa y de la tristeza
me mira con cara de eso qué cresta tiene que ver con las preguntas—esa
era mi gran noche como decía o dice Adamo— que para entonces
estaba de moda, aunque nosotros, los muñecos listos del setenta,
preferíamos "El submarino amarillo" de Los Beatles,
algo de Jimi Hendrix y mucho de Santana a toda hora del día,
a pesar de las quejas de las madres que veian llegar al acabo del
mundo vía chascones estéreos —y en un momento determinado—
frase tipo que no dice nada, pero hace referencia a algún segundo
que no se recuerda con precisión— sentí que alguien
me hablaba a una cuarta de la boca, y cuando descarté la idea
de salir arrancando, pude reconocer a Ester, la dueña de casa,
la come cabritos, una casi cuarentona que estaba de moderla por los
cuatro costados, y que sin decir agua va, me tomó de los brazos
y me hizo girar por la pista de baile, siguiendo una canción
de John Lennon, la que en realidad pasaba de largo, porque la Ester
me apuntaba segura con sus pechos —violentísimos diría
más tarde el Flaco Avello— y algo empezaba a convertirse en
un bultito calenturiento, y ella que organizaba esas fiestecitas mientras
su esposo trabajaba en no sé qué parte lejana, se dio
cuenta de la inflamación, y como no estaba para invitaciones
a la matinée del domingo, siguió aprisionándome
con fuerza, jugando a meter mi bultito cada vez más bultote
entre sus piernas buscando ese roce que ya hacia correrme en vivo
y en directo, y acariciando con dedos sabios esa parte del cuello
que parecía funcionar como interruptor, y que para no andar
con subidas por chorro diré que me anduvieron asustando y tuve
que inventar una ida urgente al baño para ver si el bultote
pasaba de nuevo a calidad de bultito, con tanta mala suerte que al
bajar el cierre quedé con él en las manos, y minutos
más tarde no quedó otra alternativa que aparecer en
medio de la fiesta, deslizándome casi por las paredes, sin
poder ocultar el percance, aunque creo que nadie se dio cuenta, salvo
Ester que me caló al vuelo, y como no estaba para perder su
tiempo me dijo, qué te pasa, y a ver que tan descosido está,
y yo te lo arreglo, y sin mayor preámbulo alargó su
mano hasta agarrar el bultote y prácticamente agarrándome
por ahí, me llevó a su dormitorio donde me enseñó
la importancia de no dar puntada sin hilo. Sé que trata de
entretenerme, dijo ella un poco menos triste ya que entraba en el
segundo trago, pero a Henry Miller me lo pasaron en la Escuela de
Periodismo, y lo que interesa es el cuándo y el cómo
lo de escribir, y si no es demasiado, qué crees tú que
pasa con el amor. Para allá voy, le contesté, ya que
en eso estaba, y dejando de lado el primer polvo, que debe haber sido
algo asi como el sonido y la furia (con el permiso de Faulkner) sobrevino
el segundo, casi de inmediato, pero onda tómatelo con calma
que tenemos tiempo, y ella, experta, generosa, ardiente, medio zafada
tal vez, dando cancha, tiro y lado, exigiendo en mitad de todo, ese
cuéntame un cuento, que me dejó paralizado, dudando
entre seguir el ritmo que sugería el somier o pasarme al bando
de Blancanieves. Un cuento, dime un cuento, dime cosas, ahora un cuento
por favor, gemía la experta Ester, y yo pensaba ésta
que quiere, no le basta con la acción sino que además
necesita un relator deportivo. Uno de camiones, agregó Ester,
soplándome el tema al oído, cosa que de repente añoro
frente a tanta página en blanco que a uno se le tira encima,
y ahí como que fui entendiendo, porque estaba caliente pero
no tonto, y se me ocurrió que iba conduciendo uno de esos petroleros
gigantescos, cuando en medio de la ruta aparecía la mujer,
que por cierto era Ester, y la hacía subir a la cabina y antes
de tres kilómetros la tenia entre la espada y la pared, o mejor
dicho, entre mi cuerpo y el volante, pasando el acelerador de 80 a
100, y ella, así, cuéntame más. Y contarle más
era incluir en la historia a un par de autos que se cruzaban frente
al camión zigzagueante, con sus conductores estilando puteadas,
y al final de una curva la presencia de un radiopatrullas, celosísimo
de su deber, obligando a subir de 100 a 120, y ella de nuevo, asi,
asi me gusta, dale más, y yo tratando de saber si debía
seguir con el cuento o azotando el colchón. Pero, por si acaso,
me las arreglé para continuar en los dos frentes. No por mucho
rato, ya que los policías eran veloces, y el bultote también,
y cuando la ley estaba por atraparme, la Ester se puso a gritar ¡me
voy, me voy!, y a mí me dieron ganas de putearla por dejarme
con el camión tan comprometido, pero la realidad era más
fuerte que la ficción y comprendí que era momento de
regresar al dormitorio y terminar jadeando entre sus pechos violentísimos.
Ese fue el principio, le dije a ella, un poco menos tristona que al
comienzo, con deseos de reírse y aceptar otro traguito entonador.
El principio del amor y literatura. Bueno, si es que se puede llamar
amor a los encuentros nocturnos que sobrevinieron, y literatura a
las historias que también sobrevinieron, y además sobrevivieron,
inevitablemente, porque sin ellas no había encuentros o estos
se frustraban por falta de imaginación, cosa que me hizo aprender
que lo primero era tener una buena idea, y después venia el
tiempo del perfume, la camisa limpia y de partir a la casa de Ester.
La historia de los camiones se repitió un par de veces, y luego
fuimos cambiando de estilo y temas. Con ella a horcajadas sobre mi,
caía bien una historia de botes, remos y piratas; a sus piernas
rodeando mi cuello correspondía una de trenes y ferrocarriles;
y si me retenia junto a la puerta de su casa para hacerlo de pie,
recurría a una de aviones y vuelos acrobáticos, mezclando
el placer de flotar en el aire con el riesgo de caer sobre la alfombra.
Las historias se fueron perfeccionando a causa de esa manía
que uno tiene de hacerlo cada vez mejor. A veces un cambio de punto
de vista o de personajes convertían una vieja historia en algo
que Ester sabia apreciar. El monólogo interior poco funcionaba,
ya que ella prefería un narrador que todo lo viera, capaz de
reproducir con palabras precisas cada cosa que acontecía. Una
de un camión conducido por dos hombres la volvía loca,
y con una de astronautas que llevaban meses en el espacio no pasó
nada, tal vez porque la ciencia ficción no es mi género
favorito, o porque al otro día llegaba su marido, y eso significaba
que una vez más, y por toda una semana, su amor por la literatura
quedaba de lado. La literatura era yo, me daban ganas de exclamar
lo más absolutista, recordando esas semanas que ocupaba para
restablecer energías y pasar a máquina alguna de las
historias, con lo cual no sólo mantenía un orden necesario,
sino que además me ganaba unos pesacotes vendiéndolas
a mis compañeros de curso, que así aprendían
que leer es un vicio solitario, y de paso me embromaban con eso de
gritar "Pequeño Dickens" cada vez que me veían
aparecer en la sala con unas ojeras del porte de una casa y que ellos
atribuían a tantas novelas por encargo que debía escribir,
lo que no dejaba de agradarme, ya que entre cuento y cuento empezaba
a entender a esos tipos graves que hablaban del placer de la literatura.
¿Es en serio todo lo que dices? ¿De verdad fue así?
pregunta ella, risueña y un tanto entusiasmada con tantas historias
de camiones y otros medios de transportes; y luego, un minuto más
tarde, no soporta la tentación de soltarse el pelo hasta ese
momento sujeto por un moño, cuando le cuento esa increíble
realmente increible de la Ester absolutamente de ficción y
volada, haciendo el amor arriba de un trapecio, con un equipo completo
de trapecistas mexicanos, tocando literalmente el cielo de la carpa
y de su pieza, en medio de unos gritos que me dejaban al borde del
mareo por tanta altura imaginaria y tanto vaivén exquisitamente
real, aunque un poco tristón porque ya habíamos conversado
que esa noche era la última. Algo asi como mi debut y despedida
de las pistas circenses, ya que por la mañana regresaba su
marido y esa vez para siempre. Para siempre marido y para siempre
adiós, por culpa de un traslado en el trabajo, y yo, desesperado,
no tanto por ella, sino por la literatura que amenazaba con irse también,
a pesar de que si escribiste una vez volverás a hacerlo, según
decía Hemingway, sin dejar de tener razón, porque pasaron
los días y la ausencia de la experta Ester se suplió
con otras frenadas bruscas frente a mi casa, otras fiestecitas de
sábado por la noche, y con un vacío que me rodeaba cuando
en medio de lo mejor nadie pedía historias, y era necesario
esperar el retorno a mi casa para llevarlas a mis cuadernos de liceano,
un tanto sentimentalón por lo de las ausencias, y porque en
esos mismos días apareció en escena Marta, ya no por
entre las piernas, sino que un poco más arriba, y el negocio
editorial se fue al suelo, por repetido quizá o porque los
tipos del curso habían ido desvaneciendo las ganas cada cual
a su manera, y la onda de los trapecios, trenes y demases ya no me
la creían y el "Pequeño Dickens" se convirtió
en un buen recuerdo de ese tercer año medio. No te creo nada,
me dice ella, profesional y risueña, apretando el stop de la
grabadora, y le contesto que no me crea nada, y que si lo prefiere
puedo hablar del orfanato en que me dejaron botado a los dos meses,
de cómo comía poco y me pegaban por pedir más
comida, y más tarde me entregaron a la custodia de un fabricante
de ataúdes, y cuando escapé de las manos de ese tipo
ruin caí en las de un instructor de pequeños lanzas
callejeros, del cual sólo pude librarme con la ayuda de un
caballero de mucho dinero. Eso es de Oliver, dijo ella, risueña.
Entonces, créeme, le contesté sirviendo otros tragos
para los dos. Créeme y cuéntame esa historia con Ernesto,
le digo, y ella responde que cree todo, pero lo de Ernesto vendrá
más tarde, porque ahora quiere que le cuente un cuento y se
desabrocha la blusa, y mientras salimos de mi pieza de trabajo, pienso
que el amor es asi, y le pregunto si quiere saber cómo me hice
novelista, y ella se ríe y dice que bueno, aunque sea puro
cuento.
en "Andar con Cuentos"
Nueva Narrativa Chilena
Diego Muñóz Valenzuela - Ramón Díaz Eterovic
Mosquito Editores 1992