


          Mi Padre peinaba a
          lo Gardel
          "Nací en un barrio
          donde el lujo fue un albur
por eso tengo el corazón mirando al
          sur.
El viejo fue una abeja en la colmena
las manos limpias, el
          alma buena". 
          Eladia
          Blázquez.
          
          1
          ...
          Hay cosas que
          nunca dije a mi padre y por eso, o porque su ausencia sigue siendo el
          atisbo de lo inesperado, cada vez que pienso en él vuelvo a una
          infancia de vientos interminables, y me veo caminando de su mano por
          las calles enlodadas de un pueblo que ahora reconstruyo en postales de
          otras épocas o en sus cartas donde preguntaba acerca de mi salud y los
          estudios; sus palabras para un adiós que siempre creí transitorio, los
          besos en nombre de mi madre, su modo de entender la vida con el tierno
          rigor de los hombres. Pensar en él es recobrar cualquiera de esas
          noches en que regresaba del trabajo a la casa, a ese ir y venir
          cotidiano de quehaceres domésticos, al que entraba siempre como un
          viajero, como alguien que volvía de un espacio remoto del que apenas
          teníamos una noción borrosa, esbozada en las anécdotas que recreaba de
          tarde en tarde, o cuando miraba a sus hijos que iban distanciándose de
          las imágenes que reproducían las fotos que portaba en su billetera de
          añoso cuero café.
          2
          ... Una de esas noches
          en que esperábamos su retorno a casa, oímos el rasgueo vigoroso de sus
          zapatos encima del felpudo colocado junto a la puerta de la cocina. Mi
          madre dejó de tejer el chaleco que luciría mi hermana mayor en su
          cumpleaños y se preparó para el reencuentro, como hacía cada quince
          días desde que mi padre trabajaba en el campamento petrolífero Punta
          Delgada, frente al tramo más angosto del Estrecho de Magallanes. Lo
          vimos entrar lentamente, reconociendo los espacios de aquella
          habitación que le era familiar y distante al mismo tiempo. Dio tres
          pasos y nos sonrió, al tiempo que dejaba en el piso el pilchero blanco
          donde traía su ropa, el hisopo y sus hojas de afeitar, y a veces
          alguna sorpresa, como los huevos de ñandú que recogía, cuando en su
          tiempo libre salía a caminar por los alrededores del campamento,
          rodeado de un horizonte infinito de coirones.
          ... Mi madre se
          acercó a saludarlo y yo la imité. Besé una de sus mejillas y sentí el
          roce áspero de su barba cerrada y su aliento impregnado de un aroma a
          cigarrillos y café.
          -¿Cómo estás? - preguntó después de acariciar mi cabeza con la
          mano que tenía la uña del dedo índice partida, producto de un erróneo
          hachazo en la época que trabajaba en el aserradero de los hermanos
          Müller, dos alemanes que le pagaban cuatro chauchas y un saco de leña
          trozada al día. Esa uña rota que me gustaba atrapar en mi mano cuando
          caminaba a su lado, rumbo a las carreras de caballos de los domingos o
          a los rotativos del cine Politeama, donde veíamos un continuado de
          tres películas bélicas o de vaqueros.
          ... Le respondí con un
          gesto, siguiendo la costumbre familiar de comunicarnos sin palabras.
          El sonrió levemente y se despojó del chaquetón de paño azul y de la
          bufanda de lana que mi madre le había regalado en la última
          Navidad.
          -¿Quieres comer? - preguntó ella, al tiempo que ponía la tetera
          sobre la estufa de fierro negro que contribuía a llenar el amplio
          espacio de la cocina familiar, junto a la mesa cubierta con un hule
          floreado, el cajón de la leña y los víveres, un aparador de vidrios
          empavonados y el sofá en el que él solía dormitar mientras mi madre
          oía los radioteatros de Arturo Moya Grau o Luchita Botto.
          -Con bollos y café, basta - contestó; y luego, mientras mi
          madre llenaba su tazón de café, agregó - Me vio el médico del
          campamento. Dice que necesito un tratamiento y que vaya pensando en
          jubilar.
          -Debieras hacerle caso - comentó ella, categórica.
          -Aún quedan algunas cosas por hacer - dijo él, al tiempo que
          partía un bollo de pan.
          Lo miré y supe que por esa noche no hablaría más del
          tema.
          -¿Cómo van los estudios?- preguntó, mirándome-. Supongo que
          dedicas más tiempo a los textos del liceo, y no tanto a las
          novelas.
          -Estoy preparando la prueba de aptitud académica- respondí,
          cerrando suavemente el libro con cuentos de Coloane que estaba
          leyendo-. El profesor dice que tengo posibilidades de entrar a la
          universidad.
          -La universidad son palabras mayores. Hablé con el
          administrador del campamento y el hombre dijo que podía conseguirte un
          puesto en la empresa. De torrero o para llevar
          contabilidades.
          -No había pensado en eso - dije con un desgano que el apreció
          de inmediato.
          -¿Prefieres estudiar?
          -Quiero ser escritor.
          -Necesitas aprender algo útil. Primero un título y después
          puedes escribir lo que desees. Médico, abogado, profesor. Tu madre
          siempre dice que yo podría haber sido un buen abogado. Debe ser por lo
          porfiado, o por que soy bueno para defender causas
perdidas.
          -Me publicaron un cuento en el liceo. El mismo que obtuvo un
          premio el semestre pasado- agregué, deseoso de contar algo que me
          llenaba de orgullo desde que había visto mi nombre impreso en la
          revista que cada tres meses editaban en el liceo.
          ... Mi padre me
          observó extrañado, como si hubiera descubierto en mi rostro un rasgo
          en el que antes no había reparado. No esperé que dijera nada. Me puse
          de pie y corrí hasta mi pieza a buscar la revista. Cuando volví y la
          puse a su alcance, la miró y optó por beber un sorbo de café antes de
          buscar las páginas donde estaba mi cuento.
          -Tienes que estudiar -dijo, y se quedó en silencio, mirando un
          rincón de la cocina, donde una mancha de humedad comenzaba a crecer.
          Esperé su comentario, pero no dijo nada. Cuando terminó de comer se
          fue al dormitorio. Lo seguí pero no me atreví a preguntarle que
          opinaba de la publicación. Desde la puerta del dormitorio lo vi
          tenderse sobre la cama, encender un cigarrillo y poner entre sus manos
          la revista.
          -Buenas noches- dijo al verme de pie junto a la
          puerta.
          3
          ...
          Por la mañana
          desperté al escuchar la voz de mi padre. Un sol tímido alumbraba las
          paredes de la pieza y en las ventanas vi las figuras que la escarcha
          había dibujado sobre los vidrios. Una de mis entretenciones favoritas
          en las tardes de invierno era escribir palabras sobre el vaho
          depositado en los vidrios. Letras grandes que recuperaban la limpieza
          de los cristales y a través de las cuales observaba la calle, las
          casas de los vecinos, el ir y venir de la gente. Las palabras
          permitían conocer la vida, y eso, sin saberlo, era el origen de los
          cuentos que escribía en un cuaderno de tapas negras.
          -Quiero que me acompañes - dijo y salió de la pieza, sin
          esperar mi respuesta.
          ... Me vestí
          protestando por el frío. Cuando llegué a la cocina, sobre la estufa se
          tostaban algunas rebanadas de pan y de la cafetera salía un fuerte
          aroma a higo tostado y café. Desayunamos en silencio y al salir de la
          casa me explicó que debía dejar un encargo hecho por un compañero de
          trabajo. Un bulto pequeño, envuelto en papel azul, que mi padre
          acomodó en su brazo izquierdo, antes de ponerse a caminar con trancos
          rápidos. Media hora más tarde habíamos cumplido el encargo. Mi padre
          entregó el paquete a la esposa de su compañero de trabajo, aceptó la
          copa de grapa que la mujer le ofreció y enseguida nos despedimos para
          volver a la calle, a esa caminata que intuí debía tener otro
          sentido.
          ... A poco andar nos
          detuvimos en el mirador del Cerro de la Cruz, desde el cual se
          apreciaba la ciudad, con sus casas de techos rojos y la perfecta
          simetría de sus calles que bajaban del cerro hacía el mar.
          -Cuando llegué de Chiloé, la ciudad era más pequeña- dijo-. En
          la bahía recalaban vapores que traían mercaderías europeas y se
          llevaban cargamentos de carne y cueros. Me gustaba ir al puerto a ver
          como trabajaban los estibadores. Los nombres y banderas de las
          embarcaciones invitaban a soñar con países lejanos, como del que llegó
          tu abuelo materno desde Croacia con la esperanza de hacerse la América
          con el mentado oro de la Isla Tierra del Fuego. Pero tu abuelo era
          hombre de trabajo, no de aventuras. Un viejo alegre, al que le gustaba
          cantar y tener una jarra de vino sobre la mesa. Claro que le costó
          aceptar que una de sus hijas se casara con un chilote pobre. Me
          prohibió ver a tu madre y no nos quedó otra alternativa que fugarnos,
          conseguir un cura madrugador y vivir en una pensión hasta que logramos
          armar nuestra propia casa. La vida tiene tantas vueltas, hijo. Cuando
          miro hacia el mar recuerdo las muchas veces que quise viajar. Pero una
          cosa son los sueños y otra, la vida. Y como no a todos les toca las
          mejores cartas de la baraja, hay que apechugar como sea para ganar el
          pan.
          ... Guardé silencio y
          lo observé mientras encendía un cigarrillo sin filtro. Luego sacó de
          su chaquetón un sobre arrugado y me lo pasó. Al abrirlo descubrí que
          contenía un añoso libro de Jack London.
          -Me lo dio el profesor el día que dejé de estudiar para ir a
          trabajar a la estancia San Gregorio, donde necesitaban peones de
          esquila. Lo he leído tantas veces que podría recitar de memoria
          algunos de los cuentos.
          ... Quise decir algo,
          pero un gesto de mi padre, ordenándome reanudar la marcha, interrumpió
          mis deseos. Mientras seguía sus pasos revisé el libro. Sus páginas
          amarillentas estaban cubiertas de manchas y quemaduras de cigarrillos.
          Distraído en esa inspección, no me di cuenta que nos deteníamos frente
          a la vitrina de una tienda.
          -Leí tu cuento- dijo mi padre.
          ... Sorprendido,
          traté de balbucear una pregunta, pero mi padre se adelantó.
          -¿Qué tal esa máquina de cubierta verde? -preguntó, indicando
          la vitrina en la que se amontonaban una docena de máquinas de escribir
          de distintos tamaños, formas y colores-. ¿Qué dices? A mi me parece
          buena.
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          ... La máquina de
          escribir me acompañó en mi primer viaje de Punta Arenas a Santiago. En
          ella escribí nuevos cuentos, algunos poemas nostálgicos y las cartas
          que cada quince días le enviaba a mi padre, contándole de mis estudios
          en la universidad. La máquina tenía unas letras pequeñas y para
          obtener una buena impresión había que golpear con fuerza sus teclas,
          lo que más de una noche provocó los gritos de la dueña de la pensión
          que, incapaz de entender mis afanes literarios, exigía silencio para
          la tranquilidad de sus enflaquecidos huéspedes
provincianos.
          ... En esos días, y
          parafraseando a un escritor que por entonces leía con entusiasmo,
          Santiago era una fiesta para mi curiosidad y deseo de vivir
          experiencias nuevas. Terminadas las clases en la facultad empleaba el
          tiempo libre en interminables caminatas en las que iba conociendo todo
          un mundo nuevo de lugares, colores, aromas y gente. Por las noches
          escribía de aquellas cosas que había conocido y al golpetear las
          teclas de la máquina, recordaba la mañana en que la habíamos adquirido
          con unos billetes relucientes que mi padre sacó de su billetera; la
          misma que después volvió a emplear para pagar las dos primeras copas
          de vino que bebimos juntos, en un bar próximo al puerto, a solas,
          frente a frente, como dos hombres que conversan de cosas
          importantes.
          ... Años después
          comprendí que aquellas cosas importantes, eran esas historias que nos
          unían, como las veces en que iba al Estadio Fiscal a verme jugar por
          el equipo de fútbol del barrio, las empanadas que horneaba para la
          familia cuando estaba en casa, el frasquito de aguardiente que me dio
          a beber la mañana que fuimos al dentista para que me extrajeran un
          diente, nuestras discrepancias sobre las bondades del Ballet Azul, las
          partidas de Truco que nunca conseguí ganarle, su manera de decirme
          aquella mañana en el bar que, a pesar de sus dolencias y cansancio,
          seguiría trabajando hasta que yo terminara mis estudios.
          5
          ... Una noche soñé
          con él y al día siguiente recibí un telegrama de mi madre. En el sueño
          caminábamos por el campo recogiendo calafates y frutillas silvestres.
          Sonreíamos sin hablar. El llevaba la boina negra que lo protegía del
          frío y ocultaba la calvicie que ya no le permitía lucir la peinada a
          lo Gardel con la que aparecía en fotos de su juventud. El telegrama
          hablaba de su enfermedad e instintivamente recurrí a la máquina y
          escribí una carta que nunca envié. Al día siguiente, otro telegrama
          anunciaba su viaje a Santiago, y al recibirlo en el aeropuerto, supe
          que sólo había querido volver a abrazarme, y el resto, las esperanzas
          de los médicos, eran para él una apuesta tardía. Durante un mes lo
          visité a diario al hospital. Estaba cada vez más delgado y al verlo
          sonreír, tenía la impresión que lo hacía mirando hacia su pasado, a
          momentos felices como el día en que nació su único hijo
          varón.
          ... En una de las
          visitas me pidió que lo abrazara. Sentí la debilidad de su cuerpo
          entre mis brazos, y le dije que lo quería. Se aferró a mí, como yo lo
          hacía a él, cuando era niño y despertaba asustado entre la oscuridad
          de mi pieza. Fue como volver al origen. Al primer encuentro de
          nuestros cuerpos. A mi fragilidad entre sus brazos y a mi asombro que
          buscaba en él una respuesta certera para todo lo que venía.
          6
          ... A menudo converso
          con mi padre o imagino que le escribo cartas. Le hablo de aquellas
          historias que publico y que él ya no puede leer. Me riñe por el tiempo
          que pierdo en ellas y cuando me pregunta por mi fortuna en el
          hipódromo, le respondo que siempre tengo algunos datos certeros.
          Sonríe cuando le digo que gracias a él y a mi madre, la baraja para
          jugar la vida suele darme cartas buenas, y que siempre recuerdo
          aquellas mañanas en las que él marchaba a su trabajo, y yo, después de
          su beso de despedida quedaba viéndolo a través de la ventana, mientras
          se alejaba con su boina ladeada y el pilchero de lona sobre su hombro
          izquierdo. Sus pasos dejaban huellas sobre la nieve y en el vaho de
          los vidrios yo comenzaba a escribir de aquellas cosas que nunca le
          dije.