Rosamel del
Valle: El Desconocido*
POR LUDWIG ZELLER
Presentar a los lectores de habla inglesa a un poeta de la complejidad
de Rosamel del Valle resulta siempre un problenra mayor. Desde
luego, cada poeta es único, el mutante dentro de su idioma.
¿Y quién tiene el derecho de presentar a otro, si no
es movido por la admiración? Quien lea estas páginas
quedará fijado en muchas de las facetas de este poeta singular,
sin embargo
es necesario ver el inmenso panorama creativo que su obra descubre.
Lo primero que salta a la vista es la profusión y suntuosidad
de sus imágenes, extendida a lo largo del sonido de largos
versículos, para llegar a ser en sus últimos libros
casi un diálogo coloquial que el poeta ha entablado con fantasmas.
Difícil si pensamos que tras largos años de amistad
y admiración acompañamos sus restos al Cementerio General
de Santiago de Chile, en una primavera de septiembre de 1965. Y difícil
saber si fue realidad o no, ya que el poeta puede emerger desde el
muro blanqueado frente a nosotros, cubierto de una máscara
ardiente de las que tanto gustaba, maravillado como un niño,
siempre más cerca de la magia que de la poesía.
Lo conocí a mediados de la década de los cuarenta. Ya
no recuerdo bien si trabajaba entonces para una imprenta o en la oficina
de correos, padeciendo todos los ultrajes que un poeta suele sufrir
como condenado a remo, en esas galeras de la burocracia, más
pobre aún, más sórdida en los empobrecidos países
de América Latina.
Había nacido en 1901. Era hijo de un hogar humilde
y conocí de pasada a uno de sus hermanos que trabajaba en una
librería. Como en muchas familias él era la semilla
de color radiante, extraño a todo, la excepción, lo
que se sale de norma.
El poeta Homero Arce, amigo de juventud, cuenta que Rosamel
solía visitarlo a veces al atardecer en su oficina después
de la jornada de trabajo y escribir en esas viejas maquinas de oficinas
públicas, con dos dedos, como picoteando sobre el papel sus
fulgurantes poemas. Es una situación que yo mismo vi repetirse
años más tarde, cuando funcionario del Ministerio de
Educación. En la oficina de la sala de exposiciones otros poetas
volvían a copiar sus obras como sumidos en un mundo de sueños.
A Rosamel le había tocado hacer algo por el estilo años
antes y acaso por eso era generoso y abierto con los jóvenes
poetas que como yo mismo se acercaban a él, buscando derroteros,
o movidos por la admiración hacia una obra que empezaba a tomar
forma de volúmenes ahora inencontrables: País blanco
y negro, Poesía, Orfeo.
Había en su rostro moreno de grandes ojos una sonrisa
que suavizaba todas las diferencias. Se formó a sí mismo
como autodidacta y aprendió el francés y el inglés
leyendo a sus poetas preferidos con ayuda de un diccionario y una
gramática. Y no se crea que su aprendizaje pudiera resultar
superficial, son muchas las traducciones que él hizo al español,
pero extraordinarias las de Fata Morgana de André Breton
o el difícil texto del El hombre aproximativo de Tristán
Tzara. Todo esto en un tiempo cuando en España los editores
sólo se atrevían a publicar lo que tuviera el beneplácito
de la censura castrense.
Por sus méritos, junto con otros cuatro funcionarios,
fue contratado a las Naciones Unidas en el departamento de publicaciones.
Se ensanchaba su mundo: pudimos leer sus crónicas apasionadas
que aparecían en los periódicos de Santiago Pro arte
y La Nación: una visita a la casa museo de Edgar Allan
Poe, la primavera en el río Hudson, o simplemente esa visión
de las calles y de las gentes en el Manhattan de los años cincuenta.
Su poesía también encontró un cauce más
amplio, el amor le tendío por una vez la segura mano de Thérèse
Dulac y de ese encuentro brotan los encendidos cantos de amor que
le ayudan a conjurar los fantasmas, a sobrepasar las visiones que
lo acosan.
Sus libros son extraordinarios documentos de la poesía
escrita en español. El joven olvido, Fuegos y ceremonias,
La visión comunicable y El corazón escrito,
resultan el más fastuoso y radiante desfile de imágenes.
Su importancia es sólo comparable a la de Vicente Huidobro
en sus obras maduras, o el Neruda de Residencia en la tierra,
y conforman con la poesía de Humberto Díaz Casanueva,
los poetas que integraban el grupo surrealista Mandrágora,
Edurado Anguita y otros, un nuevo firmamento poético, en ese
cielo secreto del Sur de América.
Volvió a Chile a principios de los años
sesenta y tuvimos oportunidad de vernos y charlar muchas veces en
su casa-quinta de José Domingo Cañas. Quizás
debemos agradecer a Thérèse Dulac cuya presencia y amor
logró hacer germinar en una mente sombría cantos de
auténtica revelación. Hay en todos los poemas de la
últimas décadas una majestuosidad, un fluir de imágenes
que pesan como inmensas joyas en la mente de quien se acerca a su
poesía. No negaba nunca sus preferencias hacia los grandes
románticos alemanes, Blake, Nerval y los surrealistas. Es curioso
notar que en el último número de la revista Mandrágora
en un texto escrito por Enrique Gómez Correa bajo el nombre
"Testimonio de un poeta negro", en el que se enjuicia duramente
a los poetas de la generación anterior, expresa: "Sólo
Rosamel del Valle habría podido integrarse a la Mandrágora"
y es acaso porque su enorme creatividad lo conecta con los poetas
de las más distintas tendencias. Durante los casi veinte años
que estuvo fuera del país el poeta pudo ampliar enteramente
su horizonte con viajes a Europa y contacto con otros escritores y
artistas con los que le tocó tratar.
Chile es un país difícil y Rosamel del Valle
lo sabía, volvió como los pájaros migratorios,
guiado más por el instinto y lo afectivo que por cualquier
otro tipo de cálculo, ya que era ajeno a obtener prebendas,
fueran éstas de cofradías o de partidos políticos.
La publicación de El sol es un pájaro cautivo en
el reloj, la alegría de reencontrarse con viejos amigos
y el homenaje y admiración de los más jóvenes,
acompañaron sus últimos años. Murió el
22 de septiembre de 1965.
Por los desvelos de su compañera Thérèse
Dulac se ha podido ver publicada la Antología de Monte
Avila, compilada por el poeta venezolano Juan Sánchez Peláez
y prologada por su amigo Humberto Díaz Casanueva. Eva y
la fuga, una nouvelle de los años 30 ha podido ser analizada
y estudiada por esa apasionada del surrealismo, Anna Balakian, cuyo
juicio siempre es una aportación valiosa. Elina aroma terrestre
fue publicada hace pocos años en el Quebec y es una de sus
tantas novelas que aún permanecen inéditas.
Chile ha vivido años difíciles y es quizás
en parte la razón de que no se le haya dado a Rosamel del Valle
la importancia que merece. Quizás nuestra generación
o la anterior tienen muy cerca "ese ojo de volcán de su
poesía" y tengan que ser nuestros hijos los que divulguen
el mensaje secreto de sus libros, esas joyas irisadas de locura, de
amor, de certezas inevitables como la muerte.
La presente versión al inglés representa
una mínima parte de la obra de este gran poeta. Muchas veces
hemos charlado con Beatriz con el ánimo de esclarecer malos
entendidos y poder al fin editar toda su obra inédita que tanto
significaría para Chile, como para toda la poesía del
continente. Pero pasan los años. Hace veinticinco que enterramos
la sombra de este creador maravillado por el esplendor del mundo y
la inevitable caída del hombre en el tiempo. Traducirlo ha
significado sopesar cada palabra, pensar que habría dicho el
poeta en otra lengua, bajo otros cielos. Vaya de nuevo nuestro agradecimiento
a Thérèse Dulac que en todo momento nos ha prestado
ayuda clarificando, aportando nuevos datos y autorizando esta publicación.
Y a Beatriz Zeller que con una devoción de muchos años
ha hecho posible rendir este pequeño tributo al poeta en el
25 aniversario de su desaparición, ya que nunca sabremos si
a magos como él se les ocurre algún día retornar
a la tierra y seguir descifrando las palabras que una mano invisible
escribe sobre el muro.
Por el poeta, por la poesía ¡Salud!
Toronto, agosto de 1990.
* Introduccion a la edición
inglesa The Apostles´ Bar and other Poems.
Oasis Publications. Toronto, Canadá.