ALLAN POE EN BALTIMORE
Por Rosamel
del Valle
En Crónicas
de Nueva York
Ril Editores 2002
Se acaba de cumplir el 138º aniversario del nacimiento del gran
poeta norteamericano Edgar Allan Poe, el hermano de Hoffman y de Baudelaire,
cuya poesía se debate en una atmósfera brumosa donde
el misterio y la nostalgia despiertan en el hombre las luces dormidas
de la lejana profundidad desde el principio del mundo. La poesía
y la existencia de Poe evocan
constantemente un sueño remoto, el color y el calor de un país
solo entre los acantilados del universo. Y a pesar de las brumas anglosajonas
se advierte a menudo la presencia de un sol disminuido cuyos tenues
rayos llegan hasta su pensamiento desde alguna región de Italia,
luego de pasar por Irlanda e Inglaterra. Desde ese círculo
lejano vienen sus antepasados bajo el apellido de "De la Poe",
para ir a Irlanda como "Poer" y terminar, al fin, en Boston
en el extraño y melodioso "Poe". Muchas tierras,
cielos, mares, ciudades, castillos y soles entran es esta mágica
trayectoria, y de todo eso logra formar el clima de melancolía
y de vigilia que es la esencia fundamental de su obra.
Asi se comprende el trance singular, la ausencia, la tristeza
fundamental de este poeta ubicado en la tierra bajo el signo errante
de las brumas, signo que hoy revive a menudo en el universo poblado
de castillos abiertos de Giorgio de Chirico o en los cuerpos traspasados
por el vacío de las obras e Henry Moore.
Y había que ir a rendir un homenaje a Poe. Y una
mañana de nieve y lluvia de enero, el mes que en Chile es coronado
por una trenza de tantos soles, Mireya Pena, H. Díaz Casanueva
y yo decidimos ir a Baltimore en busca de la tumba del poeta más
solitario del mundo. El día era "sombrío y húmedo".
Una orquesta invisible nos seguía a cierta velocidad por el
camino rodeado de bosques misteriosos que va de Washington a Baltimore.
La nieve cubría los árboles, las casas, los puentes,
y a veces aquello era parecido a los fantásticos desiertos
que forma el Caribe bajo el cielo cubierto de grandes nubes en tempestad
permanente.
"El viento ululaba entre los árboles helados".
Y todo era sombrío como ese bosque de la región del
Weir, de Ulalume. Sombrío, solo y muerto. La bruma trágica
de Poe nos salía al encuentro y entraba en nosotros con el
vuelo grave y sibilino del cuervo maldito.
Y cuando entramos en Baltimore todo se aclara de súbito,
cesa la lluvia y sin darnos cuenta nos hallamos junto a la puerta
del Washington University Hospital, hoy refaccionado y modernizado
donde murió Poe la noche del 7 de octubre de 1849. No logramos
entrar, pues era el mediodía. Y permanecimos allí varios
minutos. Por aquella puerta había entrado una noche el poeta
conducido ya por su propio cuervo hacia la muerte. Viajaba desde Richmond
y no pudo resistir a la tentación de quedarse algunas horas
en su vieja y querida Baltimore. Y muy pronto se encuentra con un
antiguo amigo. Poe ha dejado la bebida desde algún tiempo,
pero el conjuro misterioso de Baltimore lo hace ir de taberna en taberna
con el amigo, hasta que son separados por un grupo de politiqueros
-era día de elecciones municipales-, el que se lleva a Poe
hasta uno de sus locales, confundido lastimosamente como ciudadano
de ideas contrarias, y lo mantienen encerrado durante toda la noche.
Al día siguiente y vagando como un sonámbulo, cae en
un cuartel de policía. Desde allí es conducido horas
más tarde, en pleno delirium tremens, al Washington
University Hospital, donde muere apenas pasada la medianoche.
Pero al frente del hospital hay una antigua librería
de viejo. Y nuestras manos tiemblan al contacto de unos pocos volúmenes
"sobrePoe" escapados milagrosamente de la curioidad viajera.
En la mayoría de esos libros sus autores insisten en "purificar"
la leyenda del autor de las "Historias extraordinarias",
tratando de probar con acopio de documentos y testimonios la mentira
de que Poe bebía más de lo necesario o de que "no
era un desequilibrado mental", ni un poeta "inclinado al
libertinaje", etc. Alarmas, terrores, debilidades del siempre
activo puritanismo norteamericano e inútil afán de crearle
una moral burguesa, una realidad angélica, a la vida de por
sí fuera de esa moral, del más grande de los poetas
del siglo pasado. Pero, allá ellos. Nosotros temblamos ante
estas páginas donde, a pesar de todo, se desliza la verdadera
existencia de Poe, y entre cuyas páginas amarillentas hay algunas
flores marchitas, un rizo rubio, más bien pálido, y
que no puede ser sino de la cabellera de Ligeia, de Annabel Lee o
de la pálida Eleanor. Lo tomo entre los dedos y siento que
tengo la más extraña especie de alga extraviada en el
mundo del mar. Lo observo contra la luz y sé que en ese rizo
olvidado están escritas las lágrimas de una joven de
Boston, muerta de amor hace años en Baltimore. Lo coloco de
nuevo dentro del libro y comprendo que Eleanor -porque es ella, la
pálida- no debe salir ya de su sueño sin fin.
Y a media tarde, más o menos a la misma hora en
que el cuerpo de Poe entró allí acompañado por
nueve personas, llegamos al cementerio de la Westminster Church, el
más solo, el más abandonado de la tierra que está
en Greene Street esquina de Lafayette Street y por donde pasan los
tranvías más antiguos y bulliciosos de Baltimore. Allí,
a la entrada, está el monumento, el sepulcro definitivo del
poeta cuya vida no fuera sino un sordo rumor entre la vida y la muerte.
En un rincón hay una corona de bronce, recuerdo de "sus
amigos de Francia" y que fue colocada sólo el año
1921. Ése fue el homenaje, digamos, oficial de la poesía
francesa, y a que distancia en el tiempo. Porque el otro, el de la
verdadera poesía, empezó con la traducción de
las obras de Poe por Charles Baudelaires. El poeta de "Las flores
del mal" fue el primero, tal vez, en abrir el corazón
hacia la estrella brumosa de Edgar Poe. Ambos tuvieron una existencia
extraña y pasaron por la tierra como de viaje hacia un país
sin nombre, y en ambos brillaba la aureola bellamente endemoniada
de la poesía. El reino de los sueños brumosos se dio
la mano con el reino de las visiones simbólicas. Y las "correspondencias"
abismales de uno se unieron a los ecos sentenciosos del Cuervo que
en el otro repetían el "never more" fatídico
y sin esperanza.
El monumento tiene la forma de un pedestal y mide ocho
pies de alto. Y en él entraron a eternizarse, además
de la poesía de un país nuevo, el granito de Woodstock
y el mármol de Italia. Un bajorrelieve representa el busto
del poeta, modelado por Frederick Valck y cuyo rostro no es sino el
muy conocido por todos y que aparece en algunas de las muchas ediciones
de las obras de Poe. Monumento de escaso valor artístico, tal
vez, pero ante su aspecto sombrío nos quedamos mudos y no poco
despavoridos por dentro ya que estamos ante el rumor inextinguible,
ante el sueño tornasol, ante la piedra mágica por cuyas
escalas profundas el poeta desciende paso a paso en un canto coronado
de brumas.
Poe fue sepultado primero en otro sitio, un poco más
adentro, la tarde del 8 de octubre de 1849. Y es ése el lugar
que buscamos ahora. Una hierba doblada, enferma, llena por el hálito
de la muerte, abandonada y casi febril entre tanto sepulcro, nos hace
caminar con cuidado mientras se nos pega a los pies. La lengua de
un extraño idioma de la brisa cargada de sonidos, y perfumes,
que es, por supuesto, la brisa de los muertos, pasa sobre ella y parece
despertarla a la media luz de la tarde. Hasta las mismas lápidas
de piedra parecen sentirse tocadas por esta brisa y suelen ladearse
flexiblemente o inclinarse hacia delante como si lo que en ellas se
lee buscara ya el agradable apoyo de la tierra y el olvido. Y es de
creer que de noche se tienden sobre el césped y luego, como
cumpliendo un ineludible deber, vuelven a su posición natural
a la llegada de las primeras miradas del alba. Porque en los lugares
donde moran los cuerpos viajeros de los poetas nada permanece inmóvil,
nada alcanza la petrificación eterna, sino que todo sigue,
todo vive y se agita, aun por encima de la pavorosa inmovilidad de
la muerte.
Y seguimos buscando. No vemos más que viejos sepulcros,
hundidos, agrietados y donde no queda sino un pedazo de piedra negruzca,
que es el símbolo de la verdadera y humilde muerte.
Vacilo. Aquel terrible abandono me enreda los pasos. Voy
como pisando en el tiempo y la muerte. Mireya Pena se pierde por un
costado de la Iglesia, H. Díaz Casanueva por el otro, y yo
me detengo junto a una lápida rota donde apenas se puede leer:
"Jane Neddles, 1846". Pero de pronto, es mi amigo
quien la descubre con un extraño temblor en la frente. He ahí
la antigua tumba de Poe; césped negro, césped carbónico,
brumoso, de fierro sucio, a pesar de la nieve, y una piedra co un
cuervo en lo alto. "Edgar Alan Poe, 8 de octubre de 1849".
Allí estuvo el poeta hasta el 17 de noviembre de 1875, día
en que sus restos fueron trasladados al monumento actual.
Y ahí está el cuervo fatídico, un
cuervo embellecido ya por la compañía de la muerte.
Y ahí está Poe, todavía. El monumento es siempre
para la poesía lo que despoja un poco al poeta de su honda
consagración a la noche y a la tierra. Sí, Poe está
ahí todavía, junto al cuervo, al lado del abuelo "David
Poe, patriota irlandés, 1816"; cerca de "Henry Courtenay,
1854"; de "Alexander Lander, 1803"; de "Anne Walter,
1771"; no muy lejos d aquella terrible piedra donde se lee: "A
la memoria de Mary, esposa de Thomas Bobdley, 1769", y detrás
de "Josías Butter Bobdley", sin fecha ya, y cuyo
rosal centenario prolonga sus dedos hasta la cabecera de Poe y del
cual arranco una raíz. Raíz que, lozana o reseca, volverá
conmigo a Nueva York y hasta quizá regrese conmigo para hacerle
un lugar en el jardín invisible que me espera en mi casa de
Santiago de Chile.
Cesa la brisa de súbito y la lluvia recomienza.
Y un rumor sumergido, un coro de difuntos, las voces de las Suplicantes
griegas quizás, se expande en torno al sueño de los
antiguos muertos de Baltimore. Las piedras pierden poco a poco la
negrura y brillan ahora al contacto de la luvia. Mireya Pena parece
una sonámbula y cruza al través de todas las puertas
del aire y no se parece sino a la joven viuda de todos los muertos.
Y seguimos allí, ausentes, lejanos, petrificados. El corazón
delator palpita no lejos de nosotros, tal vez junto a la tumba de
"Mary, la esposa de Thomas Bobdley". Y para que tampoco
falte la atmósfera de "El gato negro", he ahí
que de pronto se nos aparece de entre los sepulcros un "horrible
y bello" gato, pero de color blanco que salta hacia un muro bajo
de la Westminster Church. "El gato de Baudelaire", pensamos
los tres, a un tiempo. Mireya Pena se sobresalta. Mi amigo se estremece.
Y yo bajo la mirada hacia la tierra húmeda en cuyas profundas
raíces oigo la voz lejana de Poe que me parece haer reconocido,
sin duda, la presencia de Charles Baudelaire, el querido hermano de
la poesía francesa y del mundo.
Al regresar, Humberto Díaz Casanueva se lleva un
pequeño trozo de la reja de hierro que perteneció al
antiguo sepulcro de Poe. Y es por el conjuro de ese sacrilegio que
el frío, y algo semejante a visiones errantes, nos sigue a
lo largo de los bosques que dan al camino brumoso de Baltimore a Washington.
Washington, 16 de enero de 1947
(La Nación, 2 de febrero de 1947)