A Eduardo Barrios, grande escritor.
..... El 23 de diciembre de 1875, en un lugar del mundo, asciende la
existencia de un hombre singular, genuino aristócrata del espíritu que
alcanzó el secreto de vivir su propia vida y la belleza de morir de su
propia muerte.
..... Como todo creador
de arte depurado, fué un solitario, y si bien errará largamente por
los centros de Europa en busca de las culturas y los hombres de
espíritu, se recluye finalmente en el castillo de Muzot, asentado
entre montañas tan desoladas que, según se afirma, hacen asombrarse a
Paul Valéry cundo le visita, "de semejante abuso de intimidad con el
silencio". Y es que para Rilke "crear era ante todo, crearse",
interrogarse, alerta a todas las cualidades de su condición extraña,
viva, densa. Este hombre en continua sinceridad hacia lo hondo de sí,
conoció la dolencia rarísima e incomunicable de esperar durante diez
años la inspiración que le permitiera dar fin, sólo en doce días, a
uno de sus grandes poemas.
..... En 1910
publica el libro que ha de ser una de las más preciadas joyas de la
literatura universal: Los Cuadernos de Malte Laurisd Brigge.
Esto es, seis años antes de la aparición de otra obra trascendental y
con cuyo autor parece habérsele comparado en más de una oportunidad:
En Busca del Tiempo Perdido. Para mi personal apreciación, no
me es dable discernir la semejanza ya que aún no he abordado la
lectura inconmensurable de la última.
..... Estos Cuadernos son las sendas que
llaman hacia el mundo de lo puramente subjetivo y ellos representan
esa expresión cumbre del arte que me atrevo a denominar: el realismo
del existir anímico. O sea, la realidad del acontecer en la vida
interior. Se abren, pues tales Cuadernos, y una sugestión que
por mucho tiempo estuvo rezagada en el lector mismo, le atrae hacia la
visión envolvente de esa verdadera resaca introspectiva. Allí, los
sucesos transcurren impulsados por otras fuerzas y dejando otras
repercusiones, ambas más asombrosamente ciertas y más
sorprendentemente naturales que las de su realidad periférica. Un
hombre vive a veces el anuncio, otras, el rastro o sedimento, o en
fin, la radiación esotérica de los hechos y las cosas, que no son las
cosas y hechos mismos, de donde resulta que no son éstos, sino
aquéllos los realmente vividos. Un ruido en el cuarto vecino, que
puede ser provocado por un objeto redondo que se escapa. como la tapa
de una cajetilla de hojalata, hace vivir al personaje momentos
intensos de sobresalto inductivo, los que a su vez nos haran contener
el aliento y mantenernos en desasosiego a la espera de que en el
hombre se resuelvan. Porque aquella cosa salta, rueda, cabecea,
"zozobra por todos lados" antes de callar, tumbada. Se piensa entonces
en el secreto que así puede conferir tales contornos vivos y de la más
pura cepa dramática, a una emoción intrascendente. Es el enigma de
quien maneja la expresión artística y le domina desde su realidad
profunda. Palabras que nunca antes de Rilke tuvieron tal
sentido ni nunca después de él darán forma a imágenes de tan exclusiva
calidad espiritual.
..... No con
frecuencia, desgraciadamente, nos es dable inclinarnos sobre la
prosodia de una obra literaria con la agitación apasionada con que lo
hacemos ante una obra musical. Pero es lo que ha de sucedernos por
virtud de la poética de Rilke, la cual le abre el dificilísimo camino
de la descriptiva que sojuzga al lector y tanto más ahonda, veraz,
cuanto más común es el elemento que examina. Hele aquí: "Y qué
melancolia y dulzura tenía la belleza de las mujeres encinta y de pie,
cuando su gran vientre, sobre el que, a pesar suyo, reposaban sus
largas manos, contenía dos frutos: un niño y una muerte. Su sonrisa
densa, casi nutritiva en su rostro tan vacío ¿no provenía quizá, de
que sentían a veces crecer en ellas el uno y la otra?" Y más adelante:
"Mamá no venía nunca de noche... o bien, sí, sin embargo, vino una
vez. Yo había gritado y gritado y mademoiselle vino y Sieversen, el
ama de llaves, y Georg, el cochero; pero todo esto no había servido
para nada. Y entonces habían enviado el coche para traer a mis padres
que estaban en un gran baile en el palacio del príncipe heredero. Y de
pronto oí algo que rodaba en el patio y me callé, me incorporé en el
lecho y miré hacia la puerta. Y hubo un ligero murmullo en las
habitaciones vecinas y mamá entró con su gran vestido de gala del que
no se preocupaba, y casi corría, y dejo caer tras de sí sus pieles
blancas y me tomó en sus brazos desnudos. Y palpé, asombrado y
maravillado como nunca, sus cabellos y su carita lisa, y las piedras
frías en sus orejas, y la seda en el borde de sus hombros que olían a
flores. Y permanecimos así y lloramos tiernamente y nos besamos, hasta
que percibimos que mi padre estaba allí y que nos teníamos que
separar..." Agudeza sensorial que discierne penetrándose en su
secreto, suscitando las más ricas vibraciones del ser infinito. Y
ocurre entonces que la existencia externa se desenvuelve bajo el
prestigio de esta realidad íntima, descubriendo una verdad
substancial, latente, que sólo esperaba ser emplazada por el mandato
de la inspiración. Los hechos cotidianos se iluminan y pierden la
vulgaridad o pobreza que presentan cuando no sobrepasan la pura acción
extravertida. Rilke lo hace sentir en un pasaje: "...Sin embargo,
había en ella algo que me recordaba a mi madre, tan frágil y esbelta.
Cuanto más la miraba más encontraba en su rostro los rasgos finos y
ligeros de los que, desde la muerte de mi madre, no había podido
acordarme claramente; sólo ahora, desde que veía a diario a Matilde
Brahe, sabía cual había sido el rostro de la muerta; quizá, incluso,
lo sabía por primera vez. Sólo ahora se formaba en mí con cien y cien
detalles..." He aquí cómo la realidad de un suceso reside, posterior a
él, en la vivencia misma del sujeto, el que puede crear en su corazón,
con elementos ajenos a su sensibilidad, una impronta más auténtica de
él que la que marcara al ocurrir. Luego, el artista coge vibrante la
atención del lector al hacerle sentir por sí mismo lo súbito e
inesperado de una sensación que vuelve al personaje después de muchos
años, estimulada por una voz ordinaria, una frase en francés
cualquiera: "...Y entonces, cuando oí balbucear tan blandamente,
entonces, por primera vez desde hacía largos, largos años, eso estaba
allí de nuevo. Aquello que me había inspirado mi primer y profundo
terror, cuando muy niño, estuve invadido de fiebre: lo grande. Sí, así
lo había yo llamado siempre... y ahora estaba de nuevo aquí, aunque yo
no tuviese fiebre. Estaba aquí..."
.....
Pero esa destilación, esa entrega emotiva que desbasta el acontecer
rutinario hasta su más noble contenido, también ha de operar rodeando
los hechos en el instante de su transcurso. A mi juicio, las páginas
que describen la irrupción de la enfermedad en el cuerpo de un hombre
que va por la calle, no tienen parangón posible. Maestría absoluta.
Maravilla de un juego cromático que impulsa, in crescendo, a seguir
las curvas de aquella ansia de Malte frente a la fuerza demoníaca de
la enfermedad que crecía y erraba por el cuerpo del otro. Al terminar
tal pasaje, pesa el libro entre las manos desmayadas. Su belleza
dolorosa sobrepasa de uno.
..... Luego,
surge el asombro: hace cerca de cuarenta años que alguien escribía en
esa tónica magnética, vindicando imágenes del más puro y novísimo
valor psíquico, grávidas de savia que asciende desde la profunda raíz
creadora; vate cuya lírica halla giros de tal fuerza abstracta, que se
siente de pronto cómo todo el monumental edificio de la poética
moderna cupo ya en uno solo de sus simbolos... hace tanto
tiempo.
..... Finalmente, querría hacer
llegar, aunque tarde, muy tarde, mi homenaje al fino traductor de la
obra; cierto instinto literario que el lector tenga, le advertirá que
el trasiego fué feliz, que la afinidad entre autor y traductor dió a
éste el secreto para animar una versión acabada, ofreciendo una obra
maestra incólume. Por lo menos así lo he sentido, y vaya para Ayala mi
gratitud, quien quiera que él sea.