por Francisco
Rivas Larraín
La historia latinoamericana esta contaminada por la mentira y la invención.
Quizás también lo esté la historia
universal. La narrativa latinoamericana está, a su vez, infectada
por la realidad de su verdadera historia, como también la narrativa
universal. Esta afirmación, de por sí evidente no parece
ser una verdad relevante ni prioritaria para los intelectuales de
nuestros países.
Desde este punto de vista observamos que los más lúcidos
de los analistas políticos, los politólogos y los políticos
mismos creen con la fe del carbonero, como decimos, en lo que la historia
oficial relata.
Me parece que lo señalado anteriormente es importante porque
un pueblo, una nación sin un acabado conocimiento de su verdadera
historia es un pueblo o una nación con una memoria dañada.
Una memoria enferma, que, como en los pacientes portadores de una
demencia, puede estimularlos a actuar en forma bizarra, repitiendo
conductas y actitudes equivocadas, perjudiciales para sí mismo.
Y en el caso de una nación, para la sociedad entera.
Tan cierto es todo lo anterior que la censura en ciertos regímenes,
no todos por cierto autoritarios o dictatoriales, y aunque quizás
sólo por instinto, no sólo reprimen los textos historiográficos
que les son inconvenientes, sino que también las obras de ficción,
e incluso la poética.
Alarma la indiferencia, sino el desprecio con que muchos individuos
cercanos al poder, o en el poder, consideran a la narrativa y a la
novela. Son obras para leer en vacaciones, en el descanso, en los
tiempos libres que les deja la importante labor de la política
y del Estado. En las entrevistas afirman sólo leer obras históricas
de teórica contundencia, irrebatibles, en los que la verdad
definitiva, aunque quizás con matices de interpretación,
no puede ser discutida. A veces se atreven a señalar que una
novela les ha interesado, que su contenido les ha distraído,
pero que rara vez tienen el tiempo suficiente para pensar
sobre ellas.
En mi país, como en la mayoría de los países
de América Latina, abundan los ejemplos en los que la narrativa,
la novela y la poesía dan cuenta de manera no sólo más
veraz, sino más verosímil de lo ocurrido en los últimos
dos siglos.
En relación al tema en general me atrevería a dar algunos
ejemplos a modo de ilustración.
Durante las guerras de la conquista, en las guerras entre nuestros
propios países, guerras estimuladas por la insaciabilidad del
imperialismo de turno y también en las guerras civiles que
desgarraron nuestras nacionalidades, era una costumbre que el Jefe
del Estado o el Comandante en Jefe del ejército, cuál
sea el que fuera el origen o legitimidad de su investidura, comandara
personalmente las tropas que le eran leales. Solamente en los arteros
golpes de Estado que conculcaron la democracia en los últimos
cincuenta años, los dictadores o los instigadores actuaban
ocultos, aterrorizados por la eventualidad que la sangrienta aventura
fracasara. Pareciera que la globalización les ha miniaturizado
el valor. Personajes tan controvertidos como el general Mariano Melgarejo,
dictador del Bolivia en los años sesenta del siglo diecinueve,
no vacilaba en vestir su capa roja bordada de oro y a la cabeza de
sus mal armados y mal vestidos soldados era capaz de atravesar las
alturas infranqueables de los Andes y en pleno invierno, para enfrentarse
a grupos conspiradores de ciudades distantes cuatrocientos kilómetros
de La Paz o de Cochabamba donde tenía sus cuarteles principales.
El daba el grito de inicio de la batalla, él era el primero
en desenvainar el sable, él el último en retirarse,
triunfador o vencido de los helados e irrespirables campos de guerra.
Él mismo, gran admirador de Francia, no dudó, al ver
amenazada a esa nación, armar a su ejército y partir
a defenderla contra el enemigo. Por cierto tuvo que regresar a los
dos días de marcha. No le era posible atravesar todo el continente
para embarcarse en naves inexistentes para auxiliar a quienes admiraba.
No se trata de exaltar la figura de un hombre que no vaciló
en cometer las más grandes atrocidades para perpetuarse en
el poder, sino de recordar que, como veremos, la historia se tergiversa
para acrecentar el valor inexistente de los cobardes. Porque, lo anterior
está relatado en una novela sobre Melgarejo y no en ningún
libro de historia oficial boliviana o sólo de manera muy tangencial.
En Chile, durante la guerra civil de 1891, cuando las tropas conservadoras,
dirigidas por el general Korner, mercenario alemán contratado
por ellas, derrotó a las fuerzas leales al Presidente liberal
José Manuel Balmaceda, los dos generales de más alta
graduación leales a éste, murieron luchando en la batalla
final. Orozimbo Barbosa, con su uniforme de gala subió a su
caballo y diciéndole a su ordenanza que iba en busca de la
bala que lo iba a matar, combatió hasta el final en contra
de las tropas reaccionarias. El general Alcérreca, que lo sucedió
de inmediato en el mando, fue acribillado a balazos cuando ya la derrota
era definitiva. Estos episodios de aquella revolución no aparecen
en ningún libro de historia de Chile que hoy se pueda encontrar
en bibliotecas o en ninguna otra parte. No pudiendo ocultar otras
evidencias, el régimen de Pinochet relegó al olvido
la gesta de estos generales que sí supieron luchar hasta la
muerte por sus principios y por su lealtad a la Constitución
y al Presidente Balmaceda. Nadie ignora que Pinochet dirigió
el golpe de Estado contra Salvador Allende oculto en una fortaleza militar
al norte de Santiago, la capital, así como tantos dictadores
latinoamericanos contemporáneos. Estos hechos sí aparecen
en dos o tres novelas sobre la revolución del noventa y uno,
y no en la historia oficial.
El exilio fue una práctica frecuentísima llevada a cabo
por las dictaduras continentales. No fue, es obvio, la peor de las
desgracias que le ocurrió a miles de mujeres y hombres de nuestro
desolado continente, pero sí fue una de las más dolorosas.
Lo que la historia oficial de Chile dice respecto a ello son apenas
retazos infames de una realidad indigna, descrita de tal manera que los estudiantes
no sólo no lo consideran importante, sino que algunos, según
encuestas efectuadas, lo consideran justificado. ¡La historia
que hoy se enseña en nuestro país! Pero bastaría
leer detenidamente El Jardín de al Lado de José
Donoso, nuestro novelista, para conocer la verdadera historia del
exilio chileno y latinoamericano después de los golpes de Estado
en nuestros países.
Para que hablar de la realidad de los organismos de seguridad de las
dictaduras, cuya existencia está casi enmudecida en los libros
de historia en la mayoría de nuestros países, pero cuyas
acciones se revelan con elocuencia en las novelas y en el cine.
Retrocediendo más de veinte siglos, apreciamos también
como los historiadores romanos o filo romanos como Apiano, Livio o
Polibio tergiversaron la verdadera historia de Aníbal en su
lucha contra ese Imperio. Protegidos por la impunidad del poder, como
tantos historiadores contemporáneos, relegaron la figura del
general cartaginés a una caricatura de brutalidad y de fracaso
ante la grandeza de Roma. Únicamente en narraciones que revelan
una investigación de fondo, pero que están fuera de
la historia universal considerada, podemos conocer la gesta de este
hombre que mantuvo en jaque a la potencia militar más poderosa
de la antigüedad, en su propio territorio y por más de
quince años. Y ¿qué había detrás
de la obsesión de Aníbal, si podemos llamarla de alguna manera, en contra de
Roma sino la propia obsesión de Roma por destruir Cartago que
amenazaba su hegemonía sobre el mundo conocido de entonces?
Estas reflexiones, en ningún caso pretenden demonizar la historiografía,
ni nada parecido, ni tampoco exaltar la narrativa como la única
y veraz fuente del conocimiento del pasado, antiguo o reciente. Son
conjeturas en torno al valor de una y otra en relación al desarrollo
de la historia de la humanidad y sin duda, sobre la evidencia de que
es la historia la que prevalece cuando se analiza el pasado y se pretende
cristalizar el presente y a veces planificar el porvenir.
Como afirmábamos al principio, la verdad no está en
la historia ni en la narrativa. La pregunta que surge es ¿cuánto
de verdad hay en la historia, cuánto en la novela?, ¿cuánto
de verdad en esta historia, cuánto de verdad en esta narración?
Y esas preguntas conllevan una incertidumbre tan profunda como si
hubiesen sido planteadas por el propio Miguel de Unamuno.
El escritor , el novelista, el narrador, el cuentista, el que divulga
los hechos oralmente, son siempre testigos de su propia época.
Muchas veces a pesar suyo. Lo mismo ocurre con los historiadores.
No tienen escapatoria. Ortega y Gasset decía Yo soy yo
y mi circunstancia, podría añadirse para el caso
particular de historiadores y narradores, Yo soy yo, víctima
de mi circunstancia. Ellos son también prisioneros de
sus propias creencias y aquí como en todas las épocas
y en todas las actividades de la vida misma no es posible la independencia,
la autonomía del entorno, de la cotidianeidad,
de las luchas sociales, de los conflictos personales.
Muchas veces, notables narradores, quizás tratando de prescindir
de su propio tiempo histórico han llegado a disfrazar con nombres
imaginarios los lugares donde ocurren sus historias y la historia
misma. Quizás lo han hecho por una buena causa y aun una buena
intención: la de no contaminar la historia. Conocido es el
caso de García Márquez y Macondo y de William Faulkner
y Yoknapatawpha. No lo lograron y a pesar de la desbordante imaginación del latinoamericano
y los condicionamientos históricos de Faulkner para crear en
territorio privado a su creación, en ellos son reconocibles
los elementos históricos y sociales del momento histórico
sobre el cual escribieron y en el cual escribieron. La perpetua guerra
civil colombiana queda retratada en los relatos de García Márquez
con una nitidez y verosimilitud monumental, cuya naturaleza estética,
además, nos la hace leer con más placer que los textos
históricos en los que liberales y conservadores colombianos
intentan justificar sus acciones. En el caso de Faulkner y citando
a quien introduce su obra El Ruido y la Furia: Faulkner
escribe sobre Mississippi y lo que cuenta proviene de la propia sangre
envenenada por los años de depresión en que vivía
el Estado. Amaba y odiaba su tierra al mismo tiempo, como sus propias
palabras confesaban... En este mismo texto se nos dice [Faulkner]
renunció reiteradamente a considerarse un hombre de letras
y se definió como un narrador de historias en la tradición
oral. La realidad sólo existe en cuanto percepción de
cada individuo...
En este planeta, en la historia de la humanidad no es verosímil
la existencia de los independientes de espíritu o de intelecto
o de ideología. En la más amable de las conceptualizaciones,
independencia podría ser considerada como una tonalidad
de la emancipación, jamás de prescindencia.
Quien se califica de independiente siempre lo hace desde alguna perspectiva,
respecto a algo o a alguien, en relación a alguna creencia,
a algún dogma o incluso respecto a todo. Quizás el más
independiente de todos, el más creíble de los independientes
es aquél que duda de todo, como ya decíamos de Unamuno.
Pero esto no es fácil. El escepticismo es la forma más
difícil, también de algún modo la más
honesta, de plantearse frente al mundo, pero para ello hay que tener un valor extraordinario, poco
frecuente entre los seres que pueblan este mundo y desde luego entre
historiadores y narradores. Y lamento tener que afirmar que debe ser
mucho más difícil encontrar un verdadero escéptico
entre los que practican la historiografía que entre los que
se dedican a la narrativa. Porque, ¿qué ser humano está
más convencido de su verdad que el que escribe acerca de lo
que cree fue la verdad de lo otro o de otros?
La cultura popular tiende a creer o está convencida de que
un independiente es un ser angelical, casi sin corporalidad
ni intencionalidad reprobable, que su mandato en esta vida consiste
en sólo hacer el bien, sin importarle el género, la
religión, la raza o el color de la piel del prójimo.
Y por sobre todo, el signo político o la ideología del otro. Que no tiene posición parcial
en el mundo. Pero aquello que aparece tan angelical, tan seráfico
es lo más parecido a la nada misma, pero la nada no es, o en
ella no se puede ser, porque ser en la nada es hacerse nada, así
como viajar a la velocidad de la luz es hacerse luz. Por lo menos,
como lo dijo Einstein. Se podría deducir de esto que los que
intentan no comprometerse con su independencia están
necesariamente en lo otro de lo que se creen ajenos, en otras palabras
en su verdadero contrario.
La historia, por otra parte se rige, pienso, por el principio de
incertidumbre dado a conocer por Heisemberg. Según aquél,
no es posible observar un fenómeno de la naturaleza -y los
hechos históricos son fenómenos producidos por la naturaleza
humana- sin crear un epifenómeno que lo altere. De allí
que lo que examinamos no es necesariamente lo que creemos examinar,
lo que vemos no es necesariamente lo que creemos que estamos viendo,
lo que descubrimos en la historia no es necesariamente lo que la historia
produjo en ese instante en particular. Yendo más lejos, aun
los testigos de presencia de la historia o de un hecho histórico,
no siempre pueden recoger la verdadera realidad de lo ocurrido. La
que al final, según esta aseveración, se hace absolutamente
indeterminada. Yo, personalmente, junto a un amigo, presenciamos el
bombardeo de La Moneda, la casa de gobierno de Chile donde murió
el Presidente Salvador Allende, el 11 de Septiembre de 1973. Con seguridad
vimos lo mismo, sin embargo hasta el día de hoy, casi treinta
años después, no coincidimos con los hechos cuando confrontamos
nuestras versiones y visiones. Aquí queda valorado, no digo
demostrado, el pensamiento de Heisemberg.
Hay otros factores que influyen en lo ya expuesto y que contribuyen
a corroborar la fragilidad de la historia como poseedora de la verdad
del pasado. Estos factores no sólo están vinculados
a la ideología, también a la nacionalidad, al estado
de ánimo y a innumerables fenómenos que en un momento
dado afectan al individuo. Dos historiadores marxistas o liberales
pueden ver y examinar un hecho histórico y relatarlo e interpretarlo
de distinta manera, según cual sea su cercanía en el
tiempo y en el espacio con ese hecho histórico. Los libros
de historia que describen la guerra del Pacífico que enfrentó
a Chile con Bolivia y Perú a partir de 1879 contienen diferencias
apreciables no sólo entre los propios nacionales, sino, y esto es sin duda obvio, entre las versiones de los historiadores chilenos,
bolivianos y peruanos. Sin embargo en las novelas trascendentes sobre
este sangriento conflicto, las versiones son mucho más coincidentes.
Y según dijo el psiquiatra Niels Biedermann, donde hay más
coincidencias, debe haber más verdad.
Así, la ocupación de Lima por el ejército chileno,
al final de la guerra en cuestión, fue limpia y justa según
los historiadores chilenos; según los peruanos, el pillaje
desenfrenado y la violencia de las tropas de ocupación contra
la población civil fue la nota prevalente durante todo el período.
Las novelas ambientadas en la época, escritas por chilenos
y peruanos lamentablemente, coinciden con sospechosa mayor exactitud
con la versión histórica peruana más que con
la chilena.
La narrativa tampoco es inocente. Su valor histórico
es distinto según las circunstancias en las que se escribió.
Es cierto que no hay historia sin conflictos que provoquen esa historia
(los momentos, escasos por cierto, de paz, son los que menos historia
tienen) y por lo tanto la historia es la relación de esos conflictos, ya sea entre individuos, naciones, razas, religiones o una mezcla
de ellos. Hay períodos en los que los conflictos son más
perceptibles y por ello están más presentes en la literatura...,
como en la historia. El entorno del escritor no es indiferente a esta
verdad. Tiempo y espacio son elementos indispensables a considerar para la evaluación de la historicidad de una novela
o la novelidad de una historiografía. No es lo mismo haber
escrito una novela en Montparnasse durante la Belle Epoque, que haberlo
hecho encerrado en el sitio de Kartoum en ese mismo instante y con
temas vinculados a los mismos tiempos y hechos históricos.
Hay diferencias apreciables en construir hoy una narración
en Santiago de Chile, que hacerlo en las vecindades de los escombros
de la torres gemelas en Nueva York.
Todas las reflexiones vertidas precedentemente podrían parecer
hoy obsoletas, al ofrecernos los medios de comunicación social
tan vasta, gráfica y abundante información sobre los
hechos que están ocurriendo día a día en el globo
y que mañana, si no hoy, ya son historia. Esto ha venido ocurriendo
hace algunas décadas, desde la masificación de las redes
televisivas satelitales y hoy, aún más, por el internet
y otros medios electrónicos de comunicación de los cuales
muchos de nosotros ni siquiera sabemos que existen.
Esto es de una evidencia sobre la cual no cabe discutir y de la que
hemos sido testigos horrorizados o encantados. ¿Quién
puede dudar que el 11 de septiembre de 1973 fue bombardeada la casa
de gobierno de Chile, como se dijo, si las filmaciones de los aviones
descargando sus misiles sobre ella aparecieron en todos los noticieros
del mundo? O más recientemente, el aterrorizador impacto de
un avión comercial en las torres gemelas de Nueva York, que
muchos vimos en el instante en que se producía. Historia en
tiempo real.
Sin embargo, sobre esos hechos se escribirá historia y esos
hechos serán llevados al papel por narradores y cuentistas
y las imágenes, aunque mil veces repetidas, en el futuro, serán,
con certeza, remitidas a eso que se escribió, perdiendo la
nitidez tan significativa que observamos en las pantallas de la televisión.
Porque las imágenes, al fin y al cabo, no son más que
eso, relámpagos visuales que nos hacen llorar o reír,
pero que carecen del contenido que pueda impregnarlas de su verdadero
significado.
Los medios de comunicación del pasado, que daban cuenta de
hechos bélicos, sociales o culturales, aunque incomparables
con los actuales, no sólo por la calidad técnica, sino
por la velocidad con la que eran conocidos por quienes eran sus receptores,
contienen también una cantidad significativa de imágenes,
ilustraciones y dibujos, muchos de ellos reproducidos hasta en los
mas modernos textos de historia. Y sin embargo el lector de esos textos
y aun el estudioso los mira o examina más con curiosidad que
con rigor, limitando su interés exclusivamente al texto. La
imagen, pues, por impactante que sea, tiende a perder consistencia
e importancia a medida que pasa el tiempo, transformándose
la mayoría de las veces en una difuminada y tenebrosa anécdota
de lo ocurrido. Quizás las imágenes de Hiroshima y del
Viet Nam y las del mismo Holocausto, sean una excepción, porque
encierran en si mismas una parte de la crueldad más brutal
cometida por el hombre. De Pol Pot, de la dictadura en Argentina,
en Chile y en Uruguay y de otras tantas atrocidades cometidas en la historia del planeta apenas quedan daguerrotipos
incompletos, películas mudas e incluso fotografías trucadas.
¿Será este el mismo destino de las filmaciones de las
que hemos sido testigos en la guerra de los Balcanes, en la guerra
del Golfo Pérsico o de Nueva York?
¿O serán los textos históricos con sus disímiles
intérpretes e interpretaciones y los relatos de novelistas
y narradores con su inagotable imaginación los que harán
perdurar la verdadera historia de este siglo que comienza?
Pienso, en consecuencia, que la mirada sobre un período determinado
de la historia debe ser ecléctico en lo que se refiere a la
historiografía y la literatura. No se puede confiar, ni prescindir
de ninguna de ellas, pero ambas deben ser consideradas con seriedad
en el análisis de un determinando período.
Enmarcado en este mismo tema debe tomarse en cuenta la continuidad
de los estudios históricos y las tendencias o generaciones
narrativas. La prescindencia de esta materia también puede
llevar a tergiversaciones mayúsculas de unos y otras.
Pareciera que en ciertos países sólo tiene continuidad
la historia, la narrativa de peso y valor, en cambio, en esos países,
parece dar saltos que a veces son de décadas en las que desaparece.
No quisiera ahondar sobre lo ocurrido en otros países que no
son el mío, aunque tengo certeza que sí sucedió,
por ejemplo, en España al término de la guerra civil.
Ello y lo que sucedió en Chile con seguridad no son excepciones.
Lamentablemente son cómplices de esta circunstancia algunos
escritores que, creyéndose obra de la generación espontánea,
reciben reconocimiento sin que ellos reconozcan herencia alguna.
En Chile, no sólo durante la dictadura de Pinochet, sino que
actualmente, sin duda en menor grado, somos testigos de lo señalado
anteriormente.
En los duros años militares, en los que se modificó
la historia, con especial énfasis la que se enseñaba
en los establecimientos educacionales secundarios, desapareció
toda la literatura escrita los años anteriores. No únicamente
aquella publicada durante el gobierno de Allende, también la
anterior, aquella que en sus relatos reflejaba la época que estimuló, condicionó
y permitió la victoria del gobierno de la Unidad Popular. Fue
probablemente un trabajo de interesados paleontólogos de la
literatura, financiados por la dictadura, pues de esa rica creación
literaria de los años cincuenta y sesenta apenas quedaron algunos
vestigios fósiles. Incluso las editoriales fueron desmanteladas, directamente
o a través de la oscuridad cultural promovida por el régimen
militar que privilegió la farándula y la mediocridad
de la televisión que se masificaba.
En los últimos diez años se ha intentado, por medios
gubernamentales pero especialmente a través de editoriales
alternativas, devolver esa literatura a la vida cultural nacional.
Hacer crecer otra vez las raíces de una extraordinaria tradición literaria, narrativa y poética
chilena, para darle sentido a la nueva, a la clandestina, escrita
en secreto durante los peores años de la dictadura y publicada
en antiguas máquinas de roneo y pasadas de mano en mano para
ser leídas colectivamente, pero también a la otra, a
la que se ha escrito en estos últimos diez años, y que
ha tenido una excelente acogida editorial recuperada ya, por lo menos
formalmente, la democracia y, efectivamente, las libertades individuales
y colectivas.
No obstante lo anterior, ello ha sido difícil e innumerables
obstáculos se han presentado para que florezcan y sean reconocidos
nuestros verdaderos escritores de esos años.
Varias razones atentan contra el éxito de iniciativas de esa
naturaleza. En Chile, en los años sesenta, novelas como La
Montaña Mágica de Thomas Mann, Ulises de
Joyce, El Juego de Abalorios de Herman Hesse fueron grandes
ventas y editoriales como Quimantú, tiraba ediciones
de libros de literatura clásica y moderna de más de
cincuenta mil ejemplares. Que decir de Cortázar, García
Márquez, Carpentier y el mismo Borges.
La dictadura aplastó a esa emergente sociedad anhelante de
cultura, con el consumismo, la entretención barata y los espectáculos
de incontenible frivolidad emitidos por los medios masivos de comunicación.
Por otra parte, los gobiernos democráticos surgidos de las
luchas populares sustentadas durante diecisiete años no han
hecho lo que les corresponde.. Aunque parezca grotesco, los mismos
presentadores de la televisión de Pinochet nos muestran sus
caras en las pantallas hoy día y los contenidos de sus programas
no difieren en gran medida de los de esa nublada época. Aunque
sea poco verosímil, hay funcionarios de gobierno, con altas
responsabilidades en el ámbito de la cultura, que públicamente
han reconocido que quemaron libros los días inmediatamente posteriores al golpe
de Estado de 1973.
Pero no es la única causa. Muchos de los actuales narradores,
dramaturgos y otros artífices culturales, halagados por el
éxito de algunas de sus publicaciones colaboran perseverantemente
para ocultar la verdadera herencia literaria de nuestro pueblo, obstaculizando,
a la vez, la difusión de aquellas obras y la de otros que pudiesen
comprometer el mercado que han capturado.
Ello ha producido una literatura exitista que no reconoce raíces
y que por esta misma razón no representa y no puede representar
a la auténtica literatura chilena. Se nutre de lo extraño
en tal medida, que raya en el plagio y se sumerge en el universo del
lugar común.
Con la historia sucede algo similar, aunque con algunos matices de
diferencia que tienen que ver, quizás, con la tecnificación
de ella y de sus temas.
Me parece que es el momento de corregir estas deficiencias y en Chile
se cuenta con los medios para hacerlo. Sin duda falta el interés
y la voluntad política y la sensatez de quien tiene la obligación
de saber que gobernar pensando sólo en cifras y en mercado,
es gobernar para las minorías de siempre, que desgraciadamente
sí saben leer y qué leer.
Respecto a todas estas conjeturas e incertidumbres relativas al valor
de la historia y de la narrativa en el conocimiento de los hechos
transcurridos desde que ser humano emitió el primer sonido
con un contenido definitorio o conceptual, estoy seguro que valen
las palabras de Unamuno sobre su duda trascendente en El Sentimiento Trágico de la Vida: Varias veces, en
el errabundo curso de estos ensayos, he definido, a pesar de mi horror
a las definiciones, mi propia posición frente al problema que
venga examinando; pero sé que no faltará nunca el lector
insatisfecho, educado en un dogmatismo cualquiera que dirá:
Este hombre no se decide, vacila; ahora parece afirmar una cosa y luego la contraria;
está lleno de contradicciones; no le puedo encasillar; ¿qué
es? Pues eso, uno que afirma contrarios, un hombre de contradicción
y pelea, como de sí mismo diría Job: uno que dice una
cosa con el corazón y la contraria con la cabeza y que hace
de esa lucha su vida... porque es la contradicción íntima precisamente
lo que unifica mi vida, le da razón práctica de ser...
No quisiera terminar estas pocas ideas sin reafirmar mi fe, sin embargo,
en la literatura, en la narrativa, la poética, la dramaturgia,
la tradición oral y toda otra forma de transmisión de
la imaginación entre los seres humanos, dentro de una misma
generación o de generación en generación. Es
la única forma de hacerle frente a la historia oficial, que aunque podrá contener gran
parte de la verdad, siempre tenderá a ser vasalla del poder,
el mismo que genera la imagen que devasta la sensibilidad, el que
genera el discurso soberbio que aterroriza, el que corrompe y el que
termina por convencer con su pertinacia e inescrupulosidad.
Francisco
Rivas Larraín nació el 16 de Septiembre de 1943.
Es neurocirujano licenciado en Filosofía con mención
en Filosofía y fue profesor titular de Filosofía Antigua
de la Facultad de Filosofía (Ex Pedagógico) hasta 1973.
Ha escrito las siguientes Novelas: "Martes Tristes"; "El
Informe Mancini", Premio Jorge Isaacs, Cali Colombia y premio
Proceso - Nueva Imagen, México; "Los Mapas Secretos de
América Latina"; "Pequeña Historia de una
Ciudad Ocupada"; "Todos los Días un Circo",
que recibió el Premio Municipal de Literatura en 1989, y fue
rechazado por el autor; "Diez Noches de Conjura"; "Una
Historia al Margen"; "La Historia Extraviada".
Rivas también participó con uno de sus cuentos en la
antología "La Noche Interior de Al Margen
Editores publicada en noviembre del 2001.
Además es autor de las siguientes colecciones de cuentos: "Historias
de la Periferia"; "El Banquete", Premio Municipal de
Literatura 1994; "El Pulmón del General". Y además
un testimonio: "Traición a Hipócrates, los médicos
y la represión", que es un completo relato de la investigación
realizada por el Colegio Médico en torno a los médicos
que participaron en procesos de tortura y desaparición de personas
durante la dictadura de Pinochet, y que terminó con un grupo
importante de médicos a quienes se les retiró su colegiatura
y la licencia para ejercer la profesión.
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