FRANCISCO RIVAS LARRAIN

 
 



EL BANQUETE

Francisco Rivas

 

... Monsieur Homard golpeó las manos para alentar a sus cuatro ayudantes.
... La mesa estaba dispuesta en forma espléndida. Sólo faltaba la llegada de los comensales.
... Rufino, el mozo, se arregló una vez más la corbata y escogió, del aparador, los guantes de cambray. Los cubiertos de plata de Chañarcillo y las copas de vidrio y cristal de Montbéliard se encontraban ordenadas sobre el mantel de fina Holanda.
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M. Homard, utilizando un cuchillo previamente congelado, había esculpido la forma de un ganso en el perfumado cubo de paté y ahora le arreglaba un nido con finas hierbas y semillas de alcaravea. Para esta pasta trufada había hecho amasar delicados discos con harina de germen de trigo que se tostaban y endurecían a fuego bajo en el horno de leña. Una salsa delgada a base de caldo de res, aromatizado con algo de orégano y pimienta, iba a permitir, a quien así lo quisiera, humedecer su sabor.
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M. Homard, en su momento, había exigido al sommelier que bajara las botellas del Chateau Gillete a los once grados de la cava menor. De ese modo, aquel vino blanco permitiría apreciar de mejor forma la cremosa consistencia del paté y la contradictoria dulzura de la trufa.
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Sebástian revolvía con parsimonia el caldillo. Era quizás uno de los pocos en la estancia que no estaba preocupado por la demora de los convidados. Aunque ya hervía la sopa de erizos con sus hierbas esenciales: mejorana, tomillo, ajedrea, cebollino y una pizca de ají de cacho de cabra. Porque la consistencia y el aroma se lograban en paz. Gracias al calor que irradia, desde el centro de su base, una olla de madera de canelo que, para esos menesteres, se usa una sola vez.
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Sebástian pidió para su obra una champaña. Le parecía la mejor, para la sabrosa y refinada aspereza de esas lenguas, un Louis Roderer Christal Brut. Fresco, pero no en exceso. Champaña escarchada, champaña malograda.
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Alfred había esparcido las brasas convenientemente en el piso intermedio de la cocina. Ya sofrita en grasa de ternera se doraba el filete deshuesado del jabato, adobado con la salsa de las moras, las frambruesas y los arándanos. Sólo un vino como un Musigny, o en su defecto un Cháteau La Fleur Petrus, podría hacer el honor a esas carnes que se servían sobre un lecho de hilos de setas del bosque. Alfred ordenó al criador que, antes de retirarse, dejara respirar los vinos por lo menos noventa minutos bajo la magnolia del jardín y que manejara las botellas con todo el cuidado que su vejez se merecía.
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Miñón, la confitera, entre tanto había empezado a cortar la pasta de almendras y yemas de huevo cubiertas con fondant. Los pequeños rectángulos de este dulce debían servirse junto a los helados de mango y lúcuma. A veces se daba el caso de que un invitado rechazaba los chocolates al fin de la cena. Un vino de oporto casero, aromatizado con la flor del jazmín, acompañaba este plato final.
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Después del café, responsabilidad de Rufino, quien en las grandes ocasiones molía una mezcla de granos colombianos y peruanos, Sebástian presentaba el coñac y el brandy. De los primeros un X.O. de Courvoisier y de los originados en España, un antiguo Cardenal Mendoza.
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Quienes con su copa quisieran pasar al salón de fumar encontrarían una caja de Cohibas, o de Romeo y Julieta de catorce gramos provenientes de La Habana, u otra con los Davidoff Aniversario, de la República Dominicana.
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Pero los comensales no llegaban.
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Rufino, M. Homard, Sebástian, Alfred y Miñón esperaban alineados en la puerta del salón. Las luces estaban encendidas y las dos chimeneas del comedor irradiaban una agradable tibieza.
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El reloj del vestíbulo tocó las campanadas y Rufino carraspeó.
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-Quizás, después de todo -dijo-, ellos se demoren.
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Miñón fue la primera en regresar a la espaciosa cocina. Con la punta de su dedo meñique probó la densidad de su confite. Alfred, preocupado, introdujo una brizna de paja entre las costillas del jabato. Sebástian dejó escurrir una gota desde la cuchara, buscando así el punto de hebra de su sopa. M. Homard afirmó, con el frío de un puñado de hielo, su modelado de paté.
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Pero no se oían aún las campanillas del trineo.
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M. Homard tuvo que bajar a la bodega a reclamar el vino blanco. No podía concederle más tiempo en ese frío. Sebástian recostó otra vez las botellas del Roderer. Facilitar el salto del corcho de la champaña era una cosa; permitir su desvanecimiento, una especial crueldad. Alfred se sintió perdido. Un Musigny o un Petrus destapados en vano son una pérdida irreparable. Miñón guardó el asoleado en el estante. Más se impregnaría con el jazmín si nadie lo bebía hoy.
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Rufino selló el envase con el café. Maldijo a los infiernos por haberse adelantado en el molido.
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Otra vez las campanadas del reloj estremecieron el cristal de las vitrinas donde se guardaban los marfiles, pero nadie llegaba a cenar.
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M. Homard revivió con pesar una amarga experiencia. ¡Cómo cambia la fragancia de un Périgord cuando se entibia! Sebástian, por su parte, regresó de un paseo al fogón, desolado. Algunas de las lenguas de sus erizos flotaban, ajadas, en el caldo. Alfred no necesitó comunicar a sus colegas lo que estaba sucediendo. El olor de la carne achicharrada es penetrante y perdura en la cocina. Miñón, con una espátula, trataba de evitar el desborde del melindre. Crecía el dulce, escurriendo más allá del mármol de la mesa.
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Alfred, angustiado, distribuyó con el badil las ascuas marginales. Por los bordes de la puerta del horno se insinuaba una humareda. Miró después el Cháteau La Fleur y descubrió, en su nivel, las burbujas del desbrave. Sebástian cubrió las botellas de champaña con la cortina de muselina y sacó la olla de canelo de la lumbre. Lloraba. M. Homard, con una cucharilla de alabastro, en una acción reiterada e ineficaz, adosaba su cabeza al ganso de paté que se desmoronaba.
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Cuando la campana sonó otra vez, las anaranjadas lenguas de los erizos sobrenadaban el caldo como peces marchitos. El hollín de la carne del puerco salvaje enturbiaba el empavonado de los vidrios del quinqué y el ganso de paté o el paté de ganso, ya no se sabía, era una pulpa insípida e informe sobre la bandeja y el hielo. El café de Rufino, aunque en su envase, no era más que un polvo rancio y arenoso y la pasta de San Estanislao, que con tanto esmero había formado Miñón, se había convertido en una espuma azucarada y cerosa.
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Pero nadie venía a comer.
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Al Courvoisier se le había disipado el ámbar de su esencia y al brandy del Cardenal Mendoza apenas le quedaba un olor ácido y menor. Los habanos, en sus cajas, se veían quebradizos y con seguridad que a broza hubiesen olido.
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Rufino y Sebástian se habían sentado en los pisos de palo de rosa de la cocina. M. Homard vagabundeaba por el salón como un sonámbulo y Alfred y Miñón hablaban en voz baja, como asistiendo a un funeral.
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Y nada se sabía de los comensales.
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A esa hora el sorbete de mango era ya un almíbar dulzón y los helados de lúcuma, un montón de grumos descoloridos y untuosos.
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Pronto empezaron a chorrear esperma las velas de la araña del comedor y Rufino, con el matacandelas, las fue ahogando, una a una. Los troncos del hogar ya eran pura ceniza y la nieve empezó a opacar el cristal de las ventanas.
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Miñón se puso sus pieles sobre el delantal almidonado y Alfred su grueso tabardo negro. M. Homard se frotaba las manos en la insuficiente tibieza que irradiaba la cocina y Rufino y Sebástian se habían echado sobre la espalda los espesos mantones con que se protege la vajilla.
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Por primera vez se sintió el viento y a lo lejos, quizás, el lamento de un lobo. Unos golpes apagados y distantes revelaban la inquietud de los caballos en la cuadra, y el silencio de los perros, su temor.
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La nevisca iba cubriendo las huellas del último paseo y las enormes puertas de hierro forjado, al fondo del parque, abiertas todavía, repicaban con la fuerza del viento.
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Rufino aguzó el oído cuando oyó que el cierzo arrancaba las primeras tejas. Y Miñón, a través del nimbo que el hielo dejaba libre en las ventanas, las vio volando desordenadas por la ventolera, como lúgubres mariposas de invierno.
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Después le tocó al cañón de la chimenea, que se desplomó como el paté de Périgord. Una bocanada de carbón sumergió en la oscuridad, por un momento, la estancia donde estaba la cocina y M. Homard, con su uniforme ennegrecido, ahogado por una tos de tuberculoso, corrió a la galería. Sebástian y Rufino, con los antiguos manteles de restaño, aventaron el polvo y la ceniza por la puerta del sótano. Rufino y Miñón miraban el hollín, que imitando la escoria de un volcán, iba carcomiendo la plata del servicio.
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El granizo no tardó en quebrar los vidrios de los ventanales y penetrar a raudales en la mansión. Como una alfombra del fondant preparado por Miñón, se fue quedando sobre el piso, sobre las escaleras, sobre los pasamanos, recubriendo los tapices y nevando los paisajes primaverales colgados de las paredes.
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El abeto muerto, cercano a la glorieta, fue alcanzado en su base por un rayo. Y hundió el techo de la casa con el peso de un elefante. Una de sus ramas secas, gruesa y puntiaguda, rozó en su caída una oreja de Sebástian.
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Miñón recogió su cartera, Rufino su morral y corriendo huyeron por la puerta trasera. M. Homard se había sentado en el comedor y contaba las piñatas del abeto, desparramadas entre la porcelana rota de los platos, incrustadas en las copas para el vino, rodando algunas sobre la caoba de la mesa. Sólo Alfred, arrebujado en su buen abrigo, acompañaba todavía a Homard en su destino. Sebástian, sentado en un rincón, se preparaba para huir calzándose las botas. La nieve, que caía por el cráter abierto en la techumbre por el pino, se acumulaba con rapidez y pronto fue otro mantel, de incólume blancura, sobre el mantel que había esperado, sobre los destrozos del abeto, sobre la intolerable paciencia de M. Homard a quien algunos carámbanos le crecían en la barba.
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Sebástian siguió el camino de Miñón y Rufino pocos segundos antes de que se cayera la pared norte del palacio, aquella que daba el fondo al gran salón del comedor. Sin el apoyo del arbotante que sostenía a la chimenea, perdiendo su sustentación, se vino abajo arrastrando consigo, también, el cielo y su elaborado alfarje.
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Desde el hueco de un brochal saltó una rata. Tenía la cola negra y estaba crecida como un conejo. Llevaba una presa calcinada del jabato prendida en el hocico y la seguían las quince crías de su camada. Alfred la alcanzó a ver cuando se sumergía en las descubiertas fundaciones del palacio.
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M. Homard no se lamentaba. Inmóvil, a la intemperie, hacía caso omiso a las advertencias de Alfred.
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-Los lobos ya estarán cerca -le gritaba por encima del ruido del viento.
... Pero algo le decía a Alfred que el viejo Cordón Bleu no le haría caso.
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Y más tarde, cuando las ramas de las encinas se quebraron por el peso de la nieve que seguía cayendo, Alfred se despidió. Al cruzar la verja se volvió. Alcanzó a ver los restos brillantes de un candelabro y a su lado, entre los escombros, con el catavino de Baccarat intacto sobre el pecho, a M. Homard, esperando aún a los comensales.

 

 

en Cuento chileno contemporáneo
Breve antología
Poli Délano (compilador)

UNAM, México. 1996




 

 

 
 

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