Los Trenes se van
al Purgatorio
(texto escogido)
..... Después de pasar la noche en los altos del campanario -en verdad
no sabe si fue una o mil noches; el tiempo es otro de sus olvidos- el
viejo Leoncio Santos baja de la torre haciendo balancear lánguidamente
su lámpara apagada. Algunas veces, como ésta, cuando su espíritu es
pulido por la nostalgia, luego de hacer su última ronda, se queda a
dormir en la torre de la iglesia acurrucado como un pobre ángel
decrépito. Al salir del templo, sus dos perros, que lo esperaron echados
a la puerta, se levantan y lo siguen calle arriba con su mismo paso
indolente. ..... Mucho más afantasmado y
encogido, tal si hubiese bajado con todo el peso de la noche a cuestas,
el viejo camina de vuelta a su covacha. Al llegar a la esquina de la
plaza se detiene -los perros se le pegan dengosamente a las piernas-, se
restriega los ojos y mira hacia uno de los escaños de piedra recortado
al fondo del pequeño rectángulo. Suspira hondo. Con un golpe de corazón
recuerda que ese día es día de tren. Hoy podría ocurrir el milagro; hoy
ella podría bajar del tren. Con un imperceptible destello de alegría
dulcificándole el rostro, le acaricia un rato las orejas a los quiltros
y luego dirige sus pasos hacia la plaza. ..... Por la noche, mientras hacía su ronda
acostumbrada por esos escombros nostálgicos, le pareció, como le parecía
siempre los domingos -y sólo por eso se daba cuenta de que en el mundo
era domingo-, le pareció oír música de orfeón en el viejo kiosco de la
plaza; música de bronces y ruido de gente paseando; rumores de pueblo
vivo. Si hasta sus animales se habían sentido más inquietos que de
costumbre. Y al pasar frente a lo que quedaba de la pequeña plaza, hasta
le pareció sentir de nuevo el aroma oleaginoso del inolvidable perfume
de su Uberlinda Linares. "Hoy sentí de nuevo el perfume de mi Uberlinda
Linares", es una inscripción que se repite periódicamente en su Libro de
Novedades, libro que durante todos esos años de abandono no ha dejado de
llevar un sólo día, meticulosamente. .....
Mientras cruza hacia lo que queda de la plaza, Leoncio Santos la
recuerda por los tiempos cuando la oficina aún funcionaba. Le parece
verla colmada de gente bulliciosa bailando al compás de los viejos
ritmos de moda interpretados por los bronces del orfeón local, mientras
al fondo, como el más claro símbolo de vida, su gran chimenea humeaba
como un barco a todo crucero. .....
Silencioso como una sombra, en medio de las piedras oxidadas, recuerda
que él y Uberlinda Linares no se perdían retreta los fines de semana. El
con su traje a rayas, su sombrero echado al ojo y un aire de macho
circunspecto cincelándole el rostro; ella luciendo sus acampados
vestidos volanderos y desparramando su sonrisa por doquier, y ambos
tratando de no perder el compás de la música en medio del fragor de los
petardos que las bandadas de niños no dejaban de arrojar a la
pista. ..... Ingrávido de emoción, vuelto
todo espíritu, el viejo dirige sus pasos hacia el escaño más esquinado
de la plaza. No se sienta. Parado ante ese banco de piedra, se lo queda
contemplando en un largo ensimismamiento de muerto anostalgiado. Después
deja su lámpara en el suelo y, temblándole las manos, comienza a limpiar
en un ángulo del respaldo hasta que bajo la capa de polvo aparece el
tosco grabado de un corazón atravesado por una flecha. Debajo del
dibujo, borrosa por los años, hay una inscripción que el viejo vuelve a
leer por millonésima vez:
Leoncio
Santos
Y
Uberlinda
Linares
..... Las dos lágrimas de amor que como dos gotas de agua
viva debieran rodar por sus mejillas como por el desierto más reseco de
la tierra, no ruedan. Su corazón es un pozo, si no ya seco, demasiado
profundo como para humedecer sus ojos, y su tristeza demasiado vieja
para tocar fondo. Sin embargo, recordar a esa mujer amada es recordar el
mundo, la alegría, el olor de la vida. ..... A veces, en los frescos días festoneados de
nubecillas blancas, le da por escarbar en la tierra como un perro huraño
buscando el recuerdo de su Uberlinda Linares. Se va al terreno baldío en
que estuvo levantada la casa donde vivió su vida de casado con ella, y
luego de sentarse en una piedra a recordar cómo era aquella mujer
indecible, comienza a arañar frenéticamente en el perímetro de la
cocina. El derruido porche de la casa del administrador, donde tiene
ahora su ruca, se ha convertido en un verdadero museo de recuerdos
hallados en esas búsquedas de nostalgias montaraces: lista de compras de
la pulpería, canutos de hilo marca Cadena, cucharillas de té dobladas,
plumas de gallinas castellanas, botellitas de perfumes y todo un arsenal
de ilusión de su recuerdo. Una vez, tirando de la punta de un trapo
semienterrado en el perímetro de lo que había sido el dormitorio,
apareció, entre otro géneros desteñidos, uno de los flamígeros sostenes
de su Uberlinda Linares. Todavía recuerda el salto emocionado de su
corazón y el temblor loco de sus pobres manos huérfanas. ..... Otras veces, cuando amanece más simple de
corazón, le da por alzar la mirada y quedarse contemplando el cielo
largamente, buscando descubrir en el dibujo de alguna nube blanca un
rasgo de su rostro inolvidable, un plumazo del talle delgado de la
sentadora de vestidos, algún trazo del perfil de flamenco de la deseosa
de mirada, de la concupiscente de gestos. Cualquier detalle que le
recordara a esa loca desatada que cuando amaba dejaba el agua corriendo,
dejaba las luces encendidas, dejaba las palomas libres y al mundo
rodando por su cuenta y riesgo. "Su sexo de amapola martirizada", repite
melancólicamente en esos días, sin saber muy bien de dónde le vino tal
definición ni qué diantres significa. ..... Sin embargo, el recuerdo que más le quema el
alma es el de aquellas tardes jubilosas en que él le lavaba los pies en
el lavatorio floreado. Arrodillado amorosamente ante ella, cual devoto
ante la imagen venerada, sentía que sus pies diminutos se le escapaban
de las manos como peces alegres, mientras ella no paraba de reír su
obscena risa de girasol húmedo, su torrencial risa de ángel fiestero que
le hacía ondear voluptuosamente su melena trigueña; esa melena de leona
dorada que es lo que más continuamente le traen dibujadas las nubes;
bellísimas nubes que aparecen sólo de vez en cuando en el desierto y que
él agradece como visitas del otro mundo, y que incluso llega a registrar
como novedad del día en su Libro de Novedades. Así ama él a las nubes
del cielo. "Mi sombrita de nube", era uno de los más cariñosos
requiebros de amor que él acostumbraba decirle a su mujer
amada. ..... Después de un instante de
fervor, parado frente al escaño como ante un santuario de piedra, el
viejo Leoncio Santos le da la espalda a la plaza y se encamina de vuelta
a su guarida. Ya está llegando la hora de ir a la estación del
ferrocarril a esperar el tren, a ver si ahora sí que regresaba ella con
su presencia sobrenatural. ..... En el
porche en ruinas de la casa del administrador, Leoncio Santos se deja
caer hondamente en un destripado sillón de cuero negro, el mismo desde
donde una noche de invierno contempló por primera vez aquella flota de
luces anaranjadas que se encendian y apagaban en el cielo -que luego lo
habían de visitar periódicamente- y que él había registrado en el Libro
de Novedades como arcángeles que subían y bajaban sobre el campanario de
la iglesia, luces que había visto por última vez en la estación aquel
atardecer en que se quedó muerto sentado en una piedra mirando hacia el
punto exacto del horizonte por donde aparecían los primeros humos de la
locootora. Era raro, pero en vida esas visiones de fuego le producían la
misma sensación que siente ahora en los días de tren, en estos días en
que algo como un viento álgido le estremece el espíritu, le vuelve
tiritón el pulso y le hace extrañar como nunca un buen vaso de vino
rojo. Una sensación tremendamente cercana al desamparo; algo que no
puede definir con palabras, pues ellas también han ido formando parte de
sus olvidos. Y es que la soledad de la pampa le ha ido borrando una a
una las palabras hasta no dejarle sino el nombre de aquella mujer
luminosa titilando solitario en la bóveda de su memoria, nombre que no
puede dejar de repetir día a día como una salmodia de amor que se
confunde con el silbar del viento pasando insensible a través de los
agujeros de su sombrero de fantasma, a través de su mirada transparente,
de las ruinas dolorosas de su pobre corazón de espectro.
* * *
|
Hernán
Rivera Letelier
Los Trenes se
van al Purgatorio (novela)
|
El tren, gran
protagonista y "última cuota de romanticismo del siglo", cruza la
pampa salitrera en un iireal itinerario por las abandonadas
estaciones del desierto de Atacama, esa cantera inagotable de
"casos" y de historias. ... Durante
los cuatro días y cuatro noches de viaje, al ritmo de ese
traqueteo que ya avanza, ya se detiene, ya confunde la dirección
(tanto que a veces no se sabe si la locomotora apunta hacia el sur
o hacia el norte), conviven viajeros de toda laya y clase: un
acordeonista perseguido por el fantasma de la mujer amada; una
quiromántica rodeada de sahumerios, hierbas mágicas y talismanes
especiales para atraer la dicha a los desdichados y la ventura a
los desventurados; un ciego que vende peinetas y canta boleros de
Julio Jaramillo; una mujer de luto que va en busca del cadáver de
su hijo muerto en las calicheras; un predicador buscando resucitar
a una joven muerta; un grupo de gitanos alborotadores; una niña de
doce años cuya vida cambia en el transcurso del viaje; una pareja
de enamorados que no concibe el mundo si no es para estar unidos
en un beso interminable; un enano charlatán en busca de su circo,
y otros personajes cuyas vidas precarias van rodando en el
silencio cósmico del desierto más triste del mundo, por donde
cruza, como un espectro de fierro, el tren Longitudinal Norte, el
Longino. ... Hernán Rivera Letelier
ha conseguido narrar con maestría y lirismo una extraña metáfora
de la vida, ha sabido transmitir la terrible maravilla de un tren
fantasmagórico que se desliza sobre las líneas oxidadas de la
memoria dibujando el destino de sus cautivos habitantes, pero por
sobre todo ha logrado revitalizar el clima ominoso de Pedro Páramo
y el mágico de Cien años de soledad: el aire enrarecido del tren
nocturno, agazapada, la presencia de la muerte se expande como una
peste entre los pasajeros. ...
Mientras la lectura avanza, la locomotora corre y corre si ganarle
un solo centímetro a este desierto infinito, calcinado y mineral.
Y entonces, vuelve el lector a reconfirmar que leer y viajar son
un placer inagotable.
(de la
contratapa)
PLANETA , junio
2000
|
|
|
|