........................ HERNAN RIVERA LETELIER


Los Trenes se van al Purgatorio

(texto escogido)

..... Después de pasar la noche en los altos del campanario -en verdad no sabe si fue una o mil noches; el tiempo es otro de sus olvidos- el viejo Leoncio Santos baja de la torre haciendo balancear lánguidamente su lámpara apagada. Algunas veces, como ésta, cuando su espíritu es pulido por la nostalgia, luego de hacer su última ronda, se queda a dormir en la torre de la iglesia acurrucado como un pobre ángel decrépito. Al salir del templo, sus dos perros, que lo esperaron echados a la puerta, se levantan y lo siguen calle arriba con su mismo paso indolente.
..... Mucho más afantasmado y encogido, tal si hubiese bajado con todo el peso de la noche a cuestas, el viejo camina de vuelta a su covacha. Al llegar a la esquina de la plaza se detiene -los perros se le pegan dengosamente a las piernas-, se restriega los ojos y mira hacia uno de los escaños de piedra recortado al fondo del pequeño rectángulo. Suspira hondo. Con un golpe de corazón recuerda que ese día es día de tren. Hoy podría ocurrir el milagro; hoy ella podría bajar del tren. Con un imperceptible destello de alegría dulcificándole el rostro, le acaricia un rato las orejas a los quiltros y luego dirige sus pasos hacia la plaza.
..... Por la noche, mientras hacía su ronda acostumbrada por esos escombros nostálgicos, le pareció, como le parecía siempre los domingos -y sólo por eso se daba cuenta de que en el mundo era domingo-, le pareció oír música de orfeón en el viejo kiosco de la plaza; música de bronces y ruido de gente paseando; rumores de pueblo vivo. Si hasta sus animales se habían sentido más inquietos que de costumbre. Y al pasar frente a lo que quedaba de la pequeña plaza, hasta le pareció sentir de nuevo el aroma oleaginoso del inolvidable perfume de su Uberlinda Linares. "Hoy sentí de nuevo el perfume de mi Uberlinda Linares", es una inscripción que se repite periódicamente en su Libro de Novedades, libro que durante todos esos años de abandono no ha dejado de llevar un sólo día, meticulosamente.
..... Mientras cruza hacia lo que queda de la plaza, Leoncio Santos la recuerda por los tiempos cuando la oficina aún funcionaba. Le parece verla colmada de gente bulliciosa bailando al compás de los viejos ritmos de moda interpretados por los bronces del orfeón local, mientras al fondo, como el más claro símbolo de vida, su gran chimenea humeaba como un barco a todo crucero.
..... Silencioso como una sombra, en medio de las piedras oxidadas, recuerda que él y Uberlinda Linares no se perdían retreta los fines de semana. El con su traje a rayas, su sombrero echado al ojo y un aire de macho circunspecto cincelándole el rostro; ella luciendo sus acampados vestidos volanderos y desparramando su sonrisa por doquier, y ambos tratando de no perder el compás de la música en medio del fragor de los petardos que las bandadas de niños no dejaban de arrojar a la pista.
..... Ingrávido de emoción, vuelto todo espíritu, el viejo dirige sus pasos hacia el escaño más esquinado de la plaza. No se sienta. Parado ante ese banco de piedra, se lo queda contemplando en un largo ensimismamiento de muerto anostalgiado. Después deja su lámpara en el suelo y, temblándole las manos, comienza a limpiar en un ángulo del respaldo hasta que bajo la capa de polvo aparece el tosco grabado de un corazón atravesado por una flecha. Debajo del dibujo, borrosa por los años, hay una inscripción que el viejo vuelve a leer por millonésima vez:

Leoncio Santos

Y

Uberlinda Linares

..... Las dos lágrimas de amor que como dos gotas de agua viva debieran rodar por sus mejillas como por el desierto más reseco de la tierra, no ruedan. Su corazón es un pozo, si no ya seco, demasiado profundo como para humedecer sus ojos, y su tristeza demasiado vieja para tocar fondo. Sin embargo, recordar a esa mujer amada es recordar el mundo, la alegría, el olor de la vida.
..... A veces, en los frescos días festoneados de nubecillas blancas, le da por escarbar en la tierra como un perro huraño buscando el recuerdo de su Uberlinda Linares. Se va al terreno baldío en que estuvo levantada la casa donde vivió su vida de casado con ella, y luego de sentarse en una piedra a recordar cómo era aquella mujer indecible, comienza a arañar frenéticamente en el perímetro de la cocina. El derruido porche de la casa del administrador, donde tiene ahora su ruca, se ha convertido en un verdadero museo de recuerdos hallados en esas búsquedas de nostalgias montaraces: lista de compras de la pulpería, canutos de hilo marca Cadena, cucharillas de té dobladas, plumas de gallinas castellanas, botellitas de perfumes y todo un arsenal de ilusión de su recuerdo. Una vez, tirando de la punta de un trapo semienterrado en el perímetro de lo que había sido el dormitorio, apareció, entre otro géneros desteñidos, uno de los flamígeros sostenes de su Uberlinda Linares. Todavía recuerda el salto emocionado de su corazón y el temblor loco de sus pobres manos huérfanas.
..... Otras veces, cuando amanece más simple de corazón, le da por alzar la mirada y quedarse contemplando el cielo largamente, buscando descubrir en el dibujo de alguna nube blanca un rasgo de su rostro inolvidable, un plumazo del talle delgado de la sentadora de vestidos, algún trazo del perfil de flamenco de la deseosa de mirada, de la concupiscente de gestos. Cualquier detalle que le recordara a esa loca desatada que cuando amaba dejaba el agua corriendo, dejaba las luces encendidas, dejaba las palomas libres y al mundo rodando por su cuenta y riesgo. "Su sexo de amapola martirizada", repite melancólicamente en esos días, sin saber muy bien de dónde le vino tal definición ni qué diantres significa.
..... Sin embargo, el recuerdo que más le quema el alma es el de aquellas tardes jubilosas en que él le lavaba los pies en el lavatorio floreado. Arrodillado amorosamente ante ella, cual devoto ante la imagen venerada, sentía que sus pies diminutos se le escapaban de las manos como peces alegres, mientras ella no paraba de reír su obscena risa de girasol húmedo, su torrencial risa de ángel fiestero que le hacía ondear voluptuosamente su melena trigueña; esa melena de leona dorada que es lo que más continuamente le traen dibujadas las nubes; bellísimas nubes que aparecen sólo de vez en cuando en el desierto y que él agradece como visitas del otro mundo, y que incluso llega a registrar como novedad del día en su Libro de Novedades. Así ama él a las nubes del cielo. "Mi sombrita de nube", era uno de los más cariñosos requiebros de amor que él acostumbraba decirle a su mujer amada.
..... Después de un instante de fervor, parado frente al escaño como ante un santuario de piedra, el viejo Leoncio Santos le da la espalda a la plaza y se encamina de vuelta a su guarida. Ya está llegando la hora de ir a la estación del ferrocarril a esperar el tren, a ver si ahora sí que regresaba ella con su presencia sobrenatural.
..... En el porche en ruinas de la casa del administrador, Leoncio Santos se deja caer hondamente en un destripado sillón de cuero negro, el mismo desde donde una noche de invierno contempló por primera vez aquella flota de luces anaranjadas que se encendian y apagaban en el cielo -que luego lo habían de visitar periódicamente- y que él había registrado en el Libro de Novedades como arcángeles que subían y bajaban sobre el campanario de la iglesia, luces que había visto por última vez en la estación aquel atardecer en que se quedó muerto sentado en una piedra mirando hacia el punto exacto del horizonte por donde aparecían los primeros humos de la locootora. Era raro, pero en vida esas visiones de fuego le producían la misma sensación que siente ahora en los días de tren, en estos días en que algo como un viento álgido le estremece el espíritu, le vuelve tiritón el pulso y le hace extrañar como nunca un buen vaso de vino rojo. Una sensación tremendamente cercana al desamparo; algo que no puede definir con palabras, pues ellas también han ido formando parte de sus olvidos. Y es que la soledad de la pampa le ha ido borrando una a una las palabras hasta no dejarle sino el nombre de aquella mujer luminosa titilando solitario en la bóveda de su memoria, nombre que no puede dejar de repetir día a día como una salmodia de amor que se confunde con el silbar del viento pasando insensible a través de los agujeros de su sombrero de fantasma, a través de su mirada transparente, de las ruinas dolorosas de su pobre corazón de espectro.

* * *

 


Hernán Rivera Letelier

Los Trenes se van al Purgatorio
(novela)

El tren, gran protagonista y "última cuota de romanticismo del siglo", cruza la pampa salitrera en un iireal itinerario por las abandonadas estaciones del desierto de Atacama, esa cantera inagotable de "casos" y de historias.
... Durante los cuatro días y cuatro noches de viaje, al ritmo de ese traqueteo que ya avanza, ya se detiene, ya confunde la dirección (tanto que a veces no se sabe si la locomotora apunta hacia el sur o hacia el norte), conviven viajeros de toda laya y clase: un acordeonista perseguido por el fantasma de la mujer amada; una quiromántica rodeada de sahumerios, hierbas mágicas y talismanes especiales para atraer la dicha a los desdichados y la ventura a los desventurados; un ciego que vende peinetas y canta boleros de Julio Jaramillo; una mujer de luto que va en busca del cadáver de su hijo muerto en las calicheras; un predicador buscando resucitar a una joven muerta; un grupo de gitanos alborotadores; una niña de doce años cuya vida cambia en el transcurso del viaje; una pareja de enamorados que no concibe el mundo si no es para estar unidos en un beso interminable; un enano charlatán en busca de su circo, y otros personajes cuyas vidas precarias van rodando en el silencio cósmico del desierto más triste del mundo, por donde cruza, como un espectro de fierro, el tren Longitudinal Norte, el Longino.
... Hernán Rivera Letelier ha conseguido narrar con maestría y lirismo una extraña metáfora de la vida, ha sabido transmitir la terrible maravilla de un tren fantasmagórico que se desliza sobre las líneas oxidadas de la memoria dibujando el destino de sus cautivos habitantes, pero por sobre todo ha logrado revitalizar el clima ominoso de Pedro Páramo y el mágico de Cien años de soledad: el aire enrarecido del tren nocturno, agazapada, la presencia de la muerte se expande como una peste entre los pasajeros.
... Mientras la lectura avanza, la locomotora corre y corre si ganarle un solo centímetro a este desierto infinito, calcinado y mineral. Y entonces, vuelve el lector a reconfirmar que leer y viajar son un placer inagotable.

(de la contratapa)

PLANETA , junio 2000

 

 

 

 


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