... Sobre el techo de la casa,
recortados contra la luz del amanecer, los jotes semejan un par de
viejitos acurrucados, vestidos de frac y con las manos en los
bolsillos.
... Estáticos como figuras de
veletas, y nimbados por un vaho de podredumbre, parecen dormir
hondamente uno junto al otro. Sin embargo, cuando desde el interior de
la vivienda, por un forado en el techo, les son arrojados los primeros
trozos de carnaza, enarcan nerviosamente sus cabezas coloradas y,
emitiendo sus guturales gruñidos de aves carroñeras, se dan a una
barullosa rapiña sobre las planchas de zinc.
... Mientras oye el raspilleo de las garras
resbalando sobre las calaminas, Olegario Santana, aún en camiseta,
termina de devorar su propio trozo de carne sangrante, acompañado de
una porción de cebolla picada como para pavo, como dice su amigo
Domingo Domínguez. Después, tras beberse un tacho de té bien amargo,
acerca el rostro a la cocina de ladrillos y enciende su segundo
Yolanda del día (el primero se lo fuma en la cama y a oscuras).
Acodado en la mesa desnuda, deja pasar entonces los minutos que faltan
fumando parsimoniosamente, mientras contempla el rostro de la mujer
dibujado en la cajetilla de cigarrillos.
... A sus cincuenta y siete años, Olegario
Santana nunca ha visto una mujer de verdad con un rostro tan bello
como ése. Además, no entiende por qué diantres el solo nombre Yolanda
le trae la imagen de una mujer fatal, una de esas hembras desmelenadas
de pasión que evocan los viejos en las calicheras mientras trituran
piedras bajo un sol tan ardiente como sus delirios. La única mujer que
ha tenido en su vida fue una viuda que conoció en Agua Santa, con la
que vivió abarraganado sin pena ni gloria durante catorce años largos,
y que hacía cuatro había muerto de la bubónica, peste traída a Iquique
por "el barco maldito", como llamó la gente al "Columbia", el vapor
infectado. La mujer, una matrona boliviana diez años mayor que él,
gorda y de mal aliento, y de una mansedumbre más bien sosa (fornicar
con ella no era muy diferente que hacerlo con una oveja aturdida), se
murió sin dejarle siquiera la compañía de un recuerdo amable contra el
cual acurrucar su pena de hombre solo. Desde entonces que no comparte
el cilicio de su colchón de hojas de choclos con nadie, y en el
revoltijo triste de su casa desgobernada se cocina voluntariamente al
fuego lento de su soledad llena de polvo; meticulosa soledad ahora
último mitigada en parte por la compañía peregrina de sus dos jotes
domésticos, avechuchos tan agrios y silenciosos como él
mismo.
... Catalogado de huraño y hombre
de pocas palabras, nadie en verdad sabe mucho del pasado de Olegario
Santana. Un corvo de acero que usa para pelar la mecha de los tiros, y
que más de una vez ha empuñado en alguna pelea de trabajo - muchos
aseguran por ahí que ya se ha desgraciado con más de un cristiano- ,
hace pensar a los demás calicheros que combatió en la heroica campaña
del 79. Pero él nunca dice nada al respecto. Y tampoco pertenece a
ninguna de las sociedades de veteranos de guerra que proliferan en los
pueblos y en las oficinas salitreras. Admirado como uno de los mejores
particulares de San Lorenzo- nadie le puede competir con el macho de
25 libras- , lo único que se le ve hacer día a día es explotar,
triturar, acopiar y cargar piedras de caliche con una consagración y
una porfía de penitente malo de la cabeza. Pocas veces se le ha visto
arrimado al mesón de la fonda, y nunca en los bailes y veladas
artísticas del salón de la Filarmónica. Cuando bebe lo hace encerrado
en su casa. Tiene dos o tres amigos personales y un solo traje
dominguero: un terno negro en cuyo bolsillo del chaleco se extraña el
relampagueo de la leontina de oro, adminículo lucido con gran pavoneo
por los pampinos. Nadie sabe en qué se gasta lo que gana. El único
malbaratamiento que se le conoce públicamente son los cuarenta
Yolandas que se fuma al día, y que le tienen los dientes y sus negros
mostachos de alambre manchados de nicotina.
...
A las seis y media de la mañana, ya vestido con su cotona de
trabajo y sus pantalones de diablo fuerte encallapados por los cuatro
costados, Olegario Santana se cala su sombrero de pita, se cuelga la
botella de agua al hombro y sale tranqueando rumbo a la calichera.
Afuera el cielo ya se ha metalizado de un azul opalescente y, a juzgar
por la calidez del aire y la luminosidad del amanecer, el día viene
caluroso como el diantre. Al verlo asomar en la calle, los jotes
emprenden el vuelo desde el techo y lo siguen hacia el trabajo,
planeando en lentos círculos sobre su cabeza.
... La oficina San Lorenzo, del cantón de San
Antonio, está conformada por el Campamento de Arriba y el Campamento
de Abajo; y la casa de Olegario Santana, construida, como todas las
casas de los obreros, de calaminas aportilladas y palos de pino
Oregón, está ubicada en el último número de la última calle del
Campamento de Abajo. Más allá sólo se extiende la soledad infinita de
las arenas y la ilusión fatídica de los espejismos del
desierto.
... A poco de adentrarse en la
pampa, algo le parece extraño al calichero. Con los sentidos
engrifados, se detiene a mitad de camino. Mientras gira lentamente en
círculo auscultando ceñudo la redondela del horizonte, saca, enciende
y exhala el humo grisáceo de otro de sus Yolandas arrugados. El
silencio mineral de los cerros le resuena más agudo que de costumbre.
Sus oídos no perciben el chirriar de las ruedas de ninguna carreta
calichera, y la sombra de ningún trabajador se recorta en los senderos
polvorientos. Tras una segunda pitada a su cigarrillo, rehace su
camino, cavilante. Algo no encaja bien en la carreta del día. De
pronto, casi llegando a las primeras calicheras, un grupo de hombres
se le aparece desde unos acopios y rodeándolo y mirándolo con recelo,
le espetamos hoscamente que si acaso el asoleado del carajo no sabía
que ayer en la noche se declaró la huelga general en San Lorenzo.
"Ayer, martes 10 de diciembre de 1907, año del Señor", le recalcamos
guasonamente, por si el viejito de los jotes no estaba enterado ni de
la fecha en que vivía.
... Olegario
Santana no lo sabía.
... Luego de
ponerlo al tanto de los hechos, lo conminamos, como a todos los que
hallamos en la pampa esa mañana, a que nos acompañara a recorrer las
calicheras instando a los demás operarios a que pararan las faenas y
se plegaran al conflicto. Después iríamos todos juntos a la
administración a pedir aumento de salario. Que en esta huelga nadie
podía tomar balcón. Que mientras más tumulto viera el gringo del
carajo frente a su puerta, tanto mejor para el movimiento. Por
consiguiente, hasta los jotes nos sirven para hacer número", dijo,
mirando hacia el cielo y soltando una ronca carcajada el mayor de los
hermanos Ruiz, operario reconocido públicamente como uno de los más
indóciles y ariscos de la oficina San Lorenzo, y que estaba entre los
que lideraban la huelga.
...
Visiblemente sorprendido, Olegario Santana mira a los hombres uno a
uno y a la cara. Salvo a algunos que trabajan en las calicheras de por
ahí cerca, a la mayoría los conoce sólo de lejos. Aunque de él, por lo
visto, sí saben, pues le han sacado a colación los jotes.
Calmosamente, entonces, da la última pitada a lo que le queda de su
cigarrillo y, refunfuñando que él no es ningún guarisapo rompehuelgas,
se cambia de hombro la botella de agua y se va con ellos a recorrer
las calicheras que faltan.
... Arriba,
en el cielo, dejándose llevar cada vez más alto en las corrientes de
aire tibio, los jotes comienzan a alejarse hacia el interior de la
pampa en busca de carroña, mientras sus sombras, entrecruzándose en el
suelo, van rayando la blancura infinita de las planicies salitreras.
Fue un helado día de julio que Olegario Santana se halló a los jotes
en el interior de su calichera, cuando eran apenas un par de polluelos
feos y enclenques. Por hacerle una broma (debido a su nariz ganchuda y
a su costumbre de vestir siempre de negro, algunos lo llaman el Jote
Olegario), los calicheros más viejos se los dejaron dentro de una caja
de zapatos, como regalo de onomástico. Era día de Santa Ana.
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