Requiem para un
perseguidor
..... Debo comenzar diciendo que
al principio, cuando movido por quién sabe qué carambolas extrañas me
diera por observarme, creí ingenuamente haber dado con algo que no
pasaría más allá de ser sólo un eventual pasatiempo y, por lo tanto,
tomándolo como tal, me contentaba con practicarlo nada más que en mis
días libres y en momentos bien determinados (a la hora del crepúsculo
comúnmente y muy por el rabillo del ojo). Y es que de ninguna manera
era cuestión, pensaba yo en ese entonces, de que el jueguito me fuera
a significar demasiado desgaste físico, claro, ni del otro.
..... Pero a medida en que fui tomando vuelo y
con ello descubriéndome cosas que ni siquiera sospechaba;
sorprendiéndome en actitudes que para un nuevo en tales asuntos
resultaban de lo más intrigantes -por ejemplo, contemplar
tuberculosamente la luna llena mientras orinaba en la llanta de un
lujoso automóvil ajeno- vine en ponerme un poco más de atención
llegando incluso, en algunos casos, a tomar un par de rápidas e
incoherentes notas, pero de manera tan irresponsable aún que nunca
llegaba a saber bien en dónde las perdía.
..... Después, y como las dudas se me fueran
haciendo cada vez más fuertes y más insoslayables las contradicciones
-ahora de pronto solía sorprenderme despichando en la luna mientras
contemplaba embelezado un espeluznante volkswagen- me hice así como
sin querer de una primorosa libretita ad hoc y, llegando a sacrificar
algunas de las hasta entonces sagradas horas de mi siesta, comencé a
marcarme mucho más al hueso. Agazapado detrás de unas gafas oscuras o
simulando leer un diario me pasaba tardes enteras sin quitarme el ojo
de encima.
..... Y así, gradualmente,
casi sin darme cuenta, me fui acosando más y más horas del día. De
todos los días. Perro de presa de mí mismo, ostentando un descuello
insolente, me seguía olfateando mis meadas al sol y a sombra;
estudiando morbosamente mis huellas en el barro; mis negros pelos en
la sopa; desmenuzando y exainando lupa en mano hasta la más infeliz
mosca renegreando en mi leche.
..... No
pudiendo alzar un dedo sin parecerme sospechoso ni dejar de alzarlo
sin provocarme conjeturas, llegué en un momento a no tener ningún
empacho en violar mi correspondencia; ninguna clase de escrúpulos en
intervenir mis pensamientos; vacilación alguna en grabar, y luego
tratar de descifrar, mis más impúdicas interjecciones balbucidas en
sueños. De igual forma, sin la menor consideración y en plena vía
pública, no tomándome la molestia ni siquiera de identificarme, venía
en interrogar y apremiar a todo aquel -ebrio, niño o idiota- que
tuviera la mala ocurrencia de pararse a conversar conmigo en la
calle.
..... Desfondando mi puerta de
una patada me daba por allanarme en los momentos más inverosímiles. A
veces en mitad de la noche irrumpía en pleno coito, me quedaba un
rato, entonces, mirándome burlonamente en tan grotescas posiciones
para luego, ante el desconcierto de la dejada a medio galopar, hacerme
levantar de un salto y proceder a un feroz registro. Con la corazonada
siempre de hallar "ahora sí" no sabía bien qué misteriosos mensajes
cifrados, rasgaba sin misericordia mis colchones; violentaba mis
libros; abría y vaciaba desaforado cada cajón, cada cofre, cada ostra
cerrada con llave; me daba vuelta bolsillos y prepucio.
..... En algunas de estas ocasiones, viendo que
los resultados de mis pesquisas no me estaban haciendo digno de
ninguna medalla al mérito (después de haber tratado incluso de
inculparme deslizando entre mis papeles, manifiestos y proclamas que
nada tenían que ver conmigo) y enteramente convencido de que no era,
de que no podía ser tan inocente, de que en verdad estaba tratando con
un tipo que se las traía, en algunas de estas ocasiones, digo, al
borde mismo de la locura, me agarraba del pelo y me daba
frenéticamente de cabeza contra las paredes. Llevándome todo por
delante me arrastraba luego enceguecido hacia la sala de baño -siempre
a la sala de baño-. Allí, haciéndome sentir más miserable que un
insecto, me arrinconaba a golpes contra el impávido color blanco de
los azulejos, extraía un parsimoniosamente cruel cigarrillo, lo
encendía como quien hace percutir un revólver y, expulsando el humo en
forma amenazante, me apuntaba a la sien: "Canta, hijo de puta" me
decía. "Canta o te desparramo los sesos". Y a veces, claro, cómo no,
terminaba por inspirarme y cantaba. Seguro que cantaba. Y era todo un
gusto como lo hacía.
..... Pero eso no
era todo, porque no por mucho cantar dejaba de presionarme, de
apremiarme, de acuciarme hasta casi lo obsesivo. Dándome duro con un
palo y duro también con una soga me exigía cada vez "más alto,
cabrón"; "más claro, pendejo"; "más afinado, bastardito de mierda". O
en mitad de una sesión, después de haberme sumergido hasta la náusea
en mi propia inmundicia, me susurraba afectadamente al oído frases
como: "Te estás repitiendo, cariñito" o "Eso ya lo cantó Gardel,
ricurita".
..... Hasta que, por fin,
como suele ocurrir siempre en tales casos, terminé por llevar a cabo
mi ya inminente secuestro, por encerrarme de una vez por todas en uno
de esos terribles recintos secretos, en donde hundido en las más
oscuras mazmorras y a completa merced de mis desvaríos, me di de lleno
a la tarea de torturarme ahora en forma ya más acabada; a fusilarme
rigurosamente en cada amanecer.
..... Y
aunque de estas maneras he logrado llenar un par de libretitas con
declaraciones más o menos reveladoras, heme aquí terriblemente solo
frente a mis despojos, contemplando impotente cómo me voy yendo de
entre mis manos sin haber logrado en verdad acusarme de nada, sin
poder hacer ya más (ni tan siquiera ensayar el abominable recurso del
torturador bueno), sólo cavilar patético -verdugo sin Ley de Amnistía-
si entregarme en un ataúd sellado o simplemente hacerme
desaparecer.