Hernán Rivera Letelier
 
 



FATAMORGANA DE AMOR CON BANDA DE MUSICA
(Planeta - 1998)
texto escogido
Hernán Rivera Letelier


7

..... Cuando comenzó la película y, al instante, junto a las primeras imágenes se oyó la música del piano, Bello Sandalio trató de estirar el pescuezo desde su asiento para ver quién era el pianista. Había ingresado al biógrafo en el momento justo en que se apagaron las luces y no había alcanzado a reparar en él; normalmente era lo primero en que se fijaba. A los fogonazos de claridad le pareció que la silueta recortándose intermitente a un costado del telón era la de una mujer. Aunque perfectamente podía ser la de uno de aquellos músicos bohemios, pálidos como la luna, que lucían melenas al estilo de la época del romanticismo.
..... Diez minutos antes, con su trompeta bajo el brazo, se estaba tomando un trago en una de las cantinas frente al teatro, cuando apareció Yemo Pon emparedado en sus carteles. La propaganda anunciaba la película chilena Madres Solteras. Una gran producción nacional protagonizada por Edmundo Fuenzalida y Rebeca de Barraza.
..... El trompetista pensó en que hacía tiempo que no veía una película. Miró a su alrededor: el pueblo tenía la languidez deslavada de los lunes, las cervezas estaban tibias y aún faltaban tres horas para lo de la banda . Además, el título de la película le pareció atractivo. Según rezaba el cartel, la película, filmada en Antofagasta, era de un hondo contenido social. Una versión criolla del film alemán Las hijas perdidas, decía, con sus letras dibujadas con tizas de colores.
..... La función estaba por comenzar cuando Bello Sandalio se decidió. Apuró su botella y cruzó hasta el barracón de calaminas donde funcionaba el Teatro Obrero. Además, pensó mientras cruzaba la calle -y se sorprendió al verse pensando de ese modo-, entrando al biógrafo evitaba que se le fuera a pasar la mano en el copeo mientras esperaba la hora de la audición.
..... Sentado en la penúltima fila, y pese a las deficiencias acústicas de la sala, a los primeros acordes de la composición, Bello Sandalio se dio cuenta de que el hombre o la mujer del piano era un verdadero músico. No se trataba sólo de "un pianista de cine" como con intenciones peyorativas eran denominados generalmente estos profesionales. Por supuesto que gran culpa de ese desprecio la tenián algunos de los propios sincronizadores, pobrísimos músicos que se limitaban a repetir las mismas fórmulas en cada película, los mismos acordes manidos hasta el cansancio. Con ellos era siempre la misma melodía llorona en los momentos angustiosos, los mismos valses románticos en las escenas de amor, la misma e idéntica música galopante en las infaltables persecuciones de indios a caballo. De modo que al final el efecto sonoro terminaba resultando un procedimiento monótono y rutinario hasta el hastío. Y tal vez era efecto de lo mismo que en el último tiempo a algunos empresarios peliculeros de las oficinas, imitando lo que se hacía en algunas ciudades, les había dado por animar las funciones con pequeñas bandas instrumentales. En los estrenos de grandes producciones anunciaban pomposamente que la obra tal se acompañaría de bella música selecta ejecutada por una completa orquesta formada de eximios músicos de conservatorio. Pero aunque estos improvisados grupos orquestales hacían un laudable esfuerzo por alzar el nivel del repertorio con selección de óperas, piezas de salón y trozos de música clásica, la mayoría de las veces sus interpretaciones resultaban totalmente ajenas a la acción y a la imagen proyectada en la pantalla. Sus confusos arreglos resultaban a menudo tan disparatados que llegaban a establecerse contrastes casi prodigiosos entre la música y la escena en el telón. Podía suceder, por ejemplo -y él lo había visto más de una vez-, que cuando el malo de la película estaba a punto de arrojar al precipicio a la heroína de ojos pávidos, el concertino se perfilaba con una sublime melodía plena de emoción y sentimiento. O una romántica Elegía hacía su entrada precisamente en el momento apocalíptico del derrumbe de un edificio en llamas. O el espeluznante coro de ángeles del Fausto rompía a sonar con toda su excelsa magnitud en el instante preciso en que los facinerosos de la película hacían volar la caja fuerte de un dinamitazo.
..... En cambio, Bello Sandalio sabía de muchos otros pianistas de cine que sí dominaban su arte -como ese que ahora mismo, con una sensibilidad exquisita, sincronizaba bellamente cada escena del film-. La mayoría de estos músicos oficiaban en miserables biógrafos de pueblos y eran comúnmente tan misérrimos y menesterosos como ese hombrecito de tongo, bastón y bigotitos de mosca, al que musicalizaban sus irreverentes piruetas en la pantalla. Estos verdaderos mártires del teclado, situados al pie mismo del telón, en un ángulo alevosamente desfavorable para enterarse de lo que ocurría en él, debían hacer verdaderos prodigios de intuición y clarividencia para darle el acompañamiento musical preciso a aquellas evanescentes imágenes mudas. Sus dedos sabios sabían hallar la composición adecuada para acompañar cada cuadro. Percibián claramente, por ejemplo, que el trozo lírico para acompañar la escena de amor entre un caballero y una joven doncella en un bucólico bosque de pinos, de ninguna manera podía ser el mismo para animar un pedestre lance amoroso llevado a cabo en una pieza de pensión. Y es que todo dependía de la cultura musical del ejecutante. El pianista que tocaba ahora -se dijo plenamente convencido Bello Sanadalio-, sin duda alguna que acompañaría la hipotética escena romántica en el bosque de pinos con el Sueño de amor de Liszt. De eso no cabía la menor duda; fuera hombre o fuera mujer. Aunque por el modo de golpear las teclas, él ya se hallaba en condiciones de apostar su trompeta a que se trataba de una mujer.
..... Cuando terminó la función y pudo constatar que el músico del piano era en efecto una mujer, se sintió impresionado. Y es que además se trataba de una dama muy hermosa, cuestión más bien rara, según su experiencia, en el gremio de las pianistas. Pese a que la película no le había gustado mucho (el argumento relataba la historia de una joven modista que, engañada por el hijo del dueño de la fábrica, se convertía en madre soltera; y la hermana del seductor, que al comienzo se burlaba de la condición de la muchacha , al poco tiempo era víctima de un tipo tan sinvergüenza como su hermano y terminaba ella también siendo madre de un hijo bastardo); pese a todo eso, y a la dureza penitencial de los asientos, Bello Sandalio quedó arrobado con la música. Además de una equilibrada sincronización, los selectos trozos elegidos armonizaban perfectamente con cada uno de los siete actos que contenía la obra. Las escenas de suspenso se habían apoyado con una perfecta gama de trémolos y escalas cromáticas y, además, se había hecho un uso oportunísimo de marchas fúnebres, esponsales y sonatas, todo ejecutado con una sensibilidad y maestría maravillosas.
..... Mientra los espectadores abandonaban el barracón, Bello Sandalio, esperó un rato en su asiento. Sentía curiosidad por ver de cerca a la dama del piano. Por entre los claros del público la veía de espaldas ciñéndose un primoroso sombrerito de gasa. Al encenderse las luces y verificar que se trataba de una mujer, sin verle aún la cara había presentido que era bella; y es que la mujer, alta y esbelta, desprendía una suave aura de luz que hacía vislumbrar de lejos su belleza. En su vida de bohemio impenitente él había tenido la suerte de conocer a más de una de estas hembras poseedoras de esa especie de nimbo luminoso que las envolvía como una segunda piel: eran simplemente fatales.
..... Cuando terminó por diluirse el gentío, el trompetista se dio cuenta de que la dama ya no estaba junto al piano. Salió rápidamente a la calle y en la calle tampoco la vio por ninguna parte, y se sintió decepcionado. Sin embargo, cuando una hora más tarde, luego de un corto recorrido por los boliches de la Calle Larga, se presentó en el Club Radical, lo primero que vio -y no le cupo ninguna duda de que se trataba de ella- fue a la pianista del Teatro Obrero.
..... Sentada tras un escritorio, delicadísima en su postura, la "Dama del Piano", como él había comenzado a llamarla, era la encargada de inscribir a los músicos postulantes. En verdad, no se había equivocado: la mujer era hermosa. Ocupada ella en tomar los datos a la decena de filarmónicos venidos desde distintas salitreras del cantón, pudo contemplarla descaradamente, sin ningún escrúpulo. Tras un rato, y sin saber bien a cuento de qué, comenzó a sentirse intrigado. Y es que de pronto le hallaba un aire vagamente familiar. En alguna parte, estaba seguro, él había visto antes a esa mujer. Antes de lo del cine, claro.
..... Bello Sandalio había llegado al Club de los últimos. Tres de los aspirantes, un trombón y dos cornetas, ya debidamente inscritos, con sus instrumentos descansando en el reluciente piso de parqué, esperaban en un rincón charlando y tratando de pasar por tipos dominados frente a los que aún aguardaban su turno frente al escritorio. El trombón, que había sido el primero en presentarse, sin que la señorita se lo pidiera -ella estaba ahí sólo para inscribirlos- había hecho una rápida demostración de sus virtudes musicales tocando algunas notas. Luego, los cornetas, que eran compadres, que venían de Chacabuco, y que eran viejos amigos del trombón -habían tocado juntos en varios kioscos de plaza-, lo habían imitado por puras ganas de divertirse.
..... Ahora, encorvado sobre el escritorio de la "señorita empadronadora", como la llamó al saludarla, con el tambor a un costado y las baquetas en la mano, se hallaba el veterano de la Guerra del 79. Una vez que hubo terminado de dar sus antecedentes, el anciano sigió de pie junto al escritorio, como aguardando algo. La Dama del Piano creyó adivinar su intención. Claro, los otros músicos habían demostrado sus condiciones tocando algo. Le pidió entonces amablemente, casi con dulzura, que por favor hiciera un redoble. Entusiasmado, el viejo le hizo un saludo militar, enganchó su tambor en la pernera, acomodó la caramañola debajo de su paletó para que no le estorbara, se puso en posición de firme y, de perfil a ella, tras mirarla como pidiendo su venia, se mandó un redoble que hizo estremecer el ámbito del salón. Acto seguido, marcando el compás de una marcha militar, inició unos marciales pasos de parada que causaron gran jolgorio entre los músicos. Ella le regaló una mirada llena de ternura.
..... En verdad la señorita Golondrina del Rosario no tenía por qué estar ahí cumpliendo aquella labor. El Comité de Recepción al Presidente había designado al maestro Jacalito -profesor de piano y maestro de bailes antiguos- para audicionar a los músicos. Pero éste, que además había sido nombrado Director de la banda, lamentablemente había sufrido un trastorno de salud. Cuando le fueron a pedir sus servicios, ella pensó que sería entretenido hacerlo.
..... Después del tambor le tocó el turno al bugle. Se llamaba Tirso Aguilar, tenía treinta y ocho años y venía de la oficina Anita. Nunca antes, dijo, había tocado en ningún Orfeón. El hombre, de cabellos blancos peinados con partidura al medio, con un fuerte olor a alcanfor y una cordial expresión de panfilidad en su rostro, tocó luego los primeros compases de una mazurka, y lo hizo musicalmente bien, sin floreamientos ni poses extramusicales. La señorita Golondrina del Rosario quedó encantada.
..... El que seguía era el único bombo que había en la sala. Al acercarse al escritorio, la Señorita Golondrina del Rosario lo saludó como a un viejo conocido. Flaco, de rostro ceniciento y andar desguallangado, al hombre le faltaba la mano izquierda completa y en la derecha sólo le quedaban dos dedos, el pulgar y el índice, con los que tenía tomado el mazo del bombo. Ella escribió en su cuaderno casi sin preguntarle nada. Después, para delicia de todos, el hombre, de alrededor de cincuenta años, se puso a ejecutar unos pasos de baile religioso al recio son de su bombo.
..... Mientras el bombero saltaba, el platillero, un hombrecito que se hallaba inmediatamente delante de Bello Sandalio, y que no dejaba de hablar y hacer piruetas con sus platillos de bronce, se volvió hacia el trompetista para comentarle que el bailarín se llamaba Cantalicio del Carmen, que era un personaje muy popular en el puelo y que tocaba y bailaba en una cofradía devota de la Virgen de la Tirana. "Es el famoso Diablo del Bombo", dijo.
..... Después del bombero venía el otro trompetista presente. Un individuo gordo peinado a la gomina, de traje a rayas y una corbata multicolor decorada con un llamativo vidriante azul. El hombre llamaba la atención por sus gestos arrogantes y llenos de grandilocuencia. Dijo que se llamaba Eraldino Lumbrera, que era soltero, que había estudiado música en el extranjero y que había sido primera trompeta en la Real Jazz-band de Antofagasta. "Una de las mejores jazz-band de la zona norte", dijo. Y acotó fachendoso:
..... -Por no decir la mejor.
..... Luego, sin venir a cuento, comenzó a explicar por qué había dejado la jazz-band. La Dama del Piano, luego de apuntar lo necesario, se quedó oyéndolo con expresión ausente. Cuando terminó de hablar, el hombre puso el estuche de su instrumento sobre el escritorio y, con los ademanes de un charlatán sacando la culebra al sol, extrajo su flamante trompeta. Mientras tocaba los compases de un movido one step, acompañándose de unos afectados pasitos de baile, Candelario Pérez, con el tambor aún en posición, se acercó a Bello Sandalio y, junto con regalarle una espesa tufarada a tabaco, le murmuró al oído:
..... -¡Este cree que la mazamorra se masca!
..... Después le correspondió el turno a un muchacho que dijo llamarse Róbinson Monroy. Lo mismo que el Diablo del Bombo, vivía en el pueblo y había aprendido a tocar el tambor con los boy-scouts. Ella lo interrumpió amablemente para preguntarle cuántos años tenía. "Lo siento jovencito, le dijo, tengo orden de no aceptar menores de edad."
..... Mientras el muchacho se iba visiblemente abochornado, la señorita Golondrina del Rosario miró a los dos músicos que quedaban por inscribir y sus ojos se cruzaron por primera vez con los de Bello Sandalio. El trompetista, que no había dejado de escrutarla en todo el rato, percibió claramente el destello de turbación que zigzagueó en el semblante de la mujer. Eso alimentó más su sospecha de que a esa preciosidad la conocía. Sólo que no se acordaba de dónde.
..... El hombrecito de los platillos, de rostro marcado por la viruela, que llevaba un jockey de color mugre y no había dejado de importunar a Bello Sandalio aprobando o desaprobando a los demás músicos, se adelantó diciendo que ahora era el turno de un músico de verdad. Saludó reverencialmente a la damita linda, y antes de entregar ningún dato sobre su persona, se acomodó las correas de los platillos y se largó a tocar como desaforado, acompañando sus platillazos con toda clase de preciosismos y malabares de circo. Cuando dio por terminada su demostración, se plantó delante del escritorio y preguntó sonriente:
..... -¿Qué tal damita?
..... Ella sonrió levemente y le pidió el nombre.
..... -Maturana Ponce -dijo con presteza el platillero-. Tengo treinta y cinco años recién cumplidos, soy solo como el sol y por ahora pertenezco al Orfeón de la oficina Pinto, pero quiero radicarme definitivamente en el pueblo y...
..... -Perdón, señor -le interrumpió ella con educación extrema-. Primero necesito saber su nombre.
..... -Ya le dije, damita: Maturana Ponce -contestó el platillero sin dejar de sonreír.
..... -Esos me parecen sus apellidos, señor -repuso ella, mirando de reojo al colorín de la trompeta- También necesito su nombre.
..... Bello Sandalio, además de encendida, la notó ahora trémula, conturbada. Aunque no podía decir si era por efecto del cruce de sus miradas o por el percance que sufría en esos momentos con el hombre de los platillos.
..... -Mire, damita -dijo atropellándose el platillero-, todo el mundo en la pampa me conoce por Maturana Ponce.
..... -Esta bien, pero yo necesito su nombre.
.....- ¿Es tan necesario?
.....-Sí, lo es.
..... En medio de un silencio expectante, el hombre dejó de sonreír, miró por el rabillo del ojo hacia ambos lados, se arqueó lo más que pudo sobre el escritorio y en voz baja, tratando que los demás no alcanzaran a oír, dijo:
..... -Berenjena.
..... Mientras todos rompían a reír, ella, con un brillo interrogativo en la mirada, le dijo seria:
..... -Perdón, señor, no le oí bien.
..... -Me llamo Berenjena, damita. Berenjena Maturana Ponce -deletreó penosamente el platillero.
..... La señorita Golondrina del Rosario, con una impavidez abismante, escribió el nombre en el cuaderno y enseguida lo despachó. Berenjena Maturana Ponce dio un estridente golpe de platillos y se fue a reunir con los demás.
..... Aunque era su turno, Bello Sandalio no se edelantó inmediatamente hacia el escritorio. Sin dejar de mirarla esperó a que la Dama del Piano a su vez lo mirara y le hiciera algún gesto. Cuando ella al fin levantó la vista para indicarle que se acercara, estaba temblando entera. Al tenerlo ahí, a medio metro de su mirada, no le quedó ninguna duda. Era él. Claro que era él. Aunque aquella noche todo había sucedido en penumbras y lo más claro que tenía en su mente eran sus ojos y su respiración de animal de presa, estaba el detalle de la humita; detalle que esa vez le había agradado sobremanera. Eran muy pocos los hombres en la pampa que aún gustaban de llevar tan romántico artilugio.
..... Al verlo entrar por la puerta, sin llegar aún a reconocerlo definitivamente, el corazón le había dado un salto mortal. Después, toda aturullada y temblando de pavor, mientras trataba de mostrarse natural ante el percance de ese pobre hombre (no entendía cómo a un cristiano lo podían bautizar con un nombre de vegetal), se había puesto a rogar a Dios que ocurriera cualquier cataclismo en el mundo, cualquier percance, que le mandara las siete plagas de Egipto, por ejemplo, una tras otra, con tal de no tener que entrevistar a ese trompetista de pelo colorado que la miraba fijamente con sus ojos amarillos.
..... Pero ahora mismo lo tenía ahí, de cuerpo entero, parado desfachatadamente frente a ella, desvaneciéndole su incertidumbre de una sola sonrisa. Era él, claro que era él; su músico peregrino, su trompetista de fuego, su perjudicador amado. Le pareció que la cabeza le iba a estallar. Se sintió invadida por una sensación rara. Era como si por debajo de sus polleras una tenue turbulencia de luz le inflara el vestido haciéndola levitar a unos cuantos milímetros sobre la silla. Y el muy pelirrojo, ahí, frente a sus narices, no hacía más que mirarla y sonreírle su carnívora sonrisa de fauno pecoso. Aunque tenía que dar gracias al Altísimo de que él no la hubiera reconocido, de eso se daba perfecta cuenta por el modo de dirigirse a ella al darle ahora su nombre: "Bello Sandalio", oyó que decía, y su voz era como un ronroneo. Dentro de la escala de voces se la podía situar perfectamente en la de barítono; aunque ronca, era una voz vibrante y viva, una voz que llevaba dentro la música, pensó sofocada. De manera casi inaudible, luego de anotar su nombre y sus datos, se oyó diciéndole que muchas gracias, que ya estaba listo, que podía retirarse, pero el trompetista del demonio, destellando siempre su dentadura de félido hambriento, le preguntó meloso que si acaso no lo iba a dejar tocar alguna cosita, y ella, la muy insensata, se oyó ahora diciendo que bueno, que tocara un trozo de lo que quisiera, pero pidiendo por dentro, madrecita mía, virgencita del cielo misericordiosa, el milagro imposible de que su trompeta se atascara, enmudeciera, no funcionara, pues sentía que iba a caer desmayada ahí mismo si a él se le ocurría romper a frasear la melodía que Bello Sandalio, aún sin recordar en dónde diablos había conocido antes a una yegüita tan fina, rompió a tocar con un sonido brillante, cálido, el mismo sonido de fuego de esa noche de verano en que ella había cometido el más dulce pecado de su vida. Y, de nuevo, tal como ocurriera aquella noche, volvía a sentir que se le achocolataba la sangre, que se le desleía el alma, que la melodía aquella le moldeaba el corazón como si fuera vidrio derretido y él un mágico soplador de notas musicales. Y entonces, como en un sueño, como moviéndose dentro de una burbuja de música derretida, se vio a sí misma poniéndose atolondradamente de pie, tomando su chal y su sombrero para escapar de ahí, para irse corriendo a su casa y meterse bajo el cobertor de su cama y cubrirse de puro miedo hasta la cabeza. Antes de salir se oyó apenas citando a los músicos al primer ensayo para mañana por la tarde, en este mismo salón, y seguidamente, siempre como atravesando un aire amelcochado, se vio dirigiéndose hacia la salida, sintiendo su mirada hormigueándole en la médula de su columna, adivinando que su amante peregrino iba a seguirla, sintiendo cristalizársele de golpe la paloma de vidrio derretido de su corazón cuando al trasponer la puerta oyó su voz aguardentosa diciendo galantemente si la señorita le permitiría el honor de acompañarla hasta su casa, y, luego, tras un segundo eterno, oyó su propia voz -la oyó como desde la astral lejanía de una emisión radial apenas audible-, diciendo que no, la muy tarada, que muchas gracias, la muy badulaque, que era muy amable el caballero, pero que su señor padre la aguardaba un poco más allá. Y, ya en la calle, temblando como una niñita boba en su primera declamación pública, sintiendo de nuevo aquella sensación de luz o de aire tibio inflándole el vestido -como si estuviese orinando vapor-, se encaminó presurosa hacia su casa presa de un arrobamiento que la hacía pisar los charcos de agua sucia como si fueran espejismos y atropellar insensatamente a las levas de perros vagos que se le atravesaban por delante, sin darse mucha cuenta de nada, pensando sólo en llegar pronto a la dársena segura de su pieza hasta donde primero entró el hálito de su alma asustada y, después, una milésima de segundos después, su cuerpo siguiéndola como un pobre animalito desvalido.
..... Hecha un solo tremolar de huesos, cayó de bruces sobre la colcha de raso de su catre forjado sin entender cómo, madrecita mía, cómo Virgen del Carmén Santísima no se había desvanecido de susto en la infinita distancia de las cuatro cuadras y media que separaban el Club Radical de su casa.

 

* * * * *

 

Esta novela comienza con la imagen de un piano de cola que se hunde en el mar y termina con la visión de un pueblo entero devorado por el desierto. En el medio corre, oderosa y frágil, una de las historias de amor más conmovedoras de la literatura hispanoamericana de los últimos tiempos. La de Bello Sandalio, trompetista pelirrojo y apasionado, que llega a Pampa Unión a incorporarse a la banda de música que recibirá al presidente, y Golondrina del Rosario, una señorita de treinta castos años, pianista y profesora de declamación, que recuerda, fervorosa, una única noche de pasión fugaz en al que se entregó a un desconocido. Golondrina es la hija de Sixto Pastor Alzamora, un barbero anarquista que piensa reivindicar de una vez y para siempre a todos los barberos del mundo que alguna vez tuvieron el pescuezo de un dictador bajo su navaja y no se atrevieron a hacer justicia.
..... Hernán Rivera Letelier escribe historias que seducen como espejismos y queman como sólo quema el terrible sol de Atacama. Con una prosa magnética y audaz, deslumbrante en imágenes, humor y poesía, el autor de la Reina Isabel cantaba rancheras e Himno del ángel parado en una pata vuelve a adentrarse en el corazón del desierto para contar y cantar aquello que más conoce, lo esencial: la vida y la muerte, el dolor y la locura, la humana fuerza del amor, de los sueños, de las utopías.

de la contratapa

 

 

 

HERNAN RIVERA LETELIER nació en Talca, Chile, en 1950, pero antes de que aprendiera a andar estaba ya instalado en la pampa salitrera. Toda su vida transcurrió desde entonces en el Norte, desplazándose de una oficina a otra: Algorta, donde hizo sus estudios primarios, María Elena y luego Pedro de Valdivia. Allí trabajó largos años como obrero y ascendió a empleado -ya adulto, una vez que logró completar la enseñanza media-, hasta que la oficina salitrera cerró sus puertas.
Cultivó originalmente la poesía, género en el que logró diversas distinciones en concursos y festivales. Otro tanto le ha ocurrido con el cuento, que lo ha convertido en el ganador virtualemnte obligatorio de los certámenes de narrativa que se desarrollan en su provincia. Antes de incursionar en la novela publicó Poemas y pomadas (1988), Cuentos breves y cuentos de brevas (1990), y textos suyos han aparecido en las antologías Catorce poetas fuera de juego (1991) y Andar con cuentos (1992).
En 1994 La Reina Isabel cantaba rancheras obtuvo una Mención de Honor del Premio de la Municipalidad de Santiago, y el premio de novela inédita otorgado por el Consejo Nacional del Libro y la Lectura. Himno del ángel parado en una pata recibió en 1996 el mismo galardón, y confirmó a Rivera Letelier como un novelista de excepción en la narrativa chilena de la década del noventa.

 


 

 
 

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letras.s5.com , proyecto patrimonio, HERNAN RIVERA LETELIER: Fatamorgana de amor con banda de música. (Novela) 1998.

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