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FATAMORGANA DE AMOR CON BANDA DE MUSICA (Planeta - 1998) texto escogido Hernán Rivera Letelier
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Cuando comenzó la película y, al instante, junto a las primeras
imágenes se oyó la música del piano, Bello Sandalio trató de estirar
el pescuezo desde su asiento para ver quién era el pianista. Había
ingresado al biógrafo en el momento justo en que se apagaron las luces
y no había alcanzado a reparar en él; normalmente era lo primero en
que se fijaba. A los fogonazos de claridad le pareció que la silueta
recortándose intermitente a un costado del telón era la de una mujer.
Aunque perfectamente podía ser la de uno de aquellos músicos bohemios,
pálidos como la luna, que lucían melenas al estilo de la época del
romanticismo. ..... Diez minutos antes,
con su trompeta bajo el brazo, se estaba tomando un trago en una de
las cantinas frente al teatro, cuando apareció Yemo Pon emparedado en
sus carteles. La propaganda anunciaba la película chilena Madres
Solteras. Una gran producción nacional protagonizada por Edmundo
Fuenzalida y Rebeca de Barraza. ..... El trompetista pensó en que hacía tiempo
que no veía una película. Miró a su alrededor: el pueblo tenía la
languidez deslavada de los lunes, las cervezas estaban tibias y aún
faltaban tres horas para lo de la banda . Además, el título de la
película le pareció atractivo. Según rezaba el cartel, la película,
filmada en Antofagasta, era de un hondo contenido social. Una
versión criolla del film alemán Las hijas perdidas, decía, con
sus letras dibujadas con tizas de colores. ..... La función estaba por comenzar cuando Bello
Sandalio se decidió. Apuró su botella y cruzó hasta el barracón de
calaminas donde funcionaba el Teatro Obrero. Además, pensó mientras
cruzaba la calle -y se sorprendió al verse pensando de ese modo-,
entrando al biógrafo evitaba que se le fuera a pasar la mano en el
copeo mientras esperaba la hora de la audición. ..... Sentado en la penúltima fila, y pese a las
deficiencias acústicas de la sala, a los primeros acordes de la
composición, Bello Sandalio se dio cuenta de que el hombre o la mujer
del piano era un verdadero músico. No se trataba sólo de "un pianista
de cine" como con intenciones peyorativas eran denominados
generalmente estos profesionales. Por supuesto que gran culpa de ese
desprecio la tenián algunos de los propios sincronizadores, pobrísimos
músicos que se limitaban a repetir las mismas fórmulas en cada
película, los mismos acordes manidos hasta el cansancio. Con ellos era
siempre la misma melodía llorona en los momentos angustiosos, los
mismos valses románticos en las escenas de amor, la misma e idéntica
música galopante en las infaltables persecuciones de indios a caballo.
De modo que al final el efecto sonoro terminaba resultando un
procedimiento monótono y rutinario hasta el hastío. Y tal vez era
efecto de lo mismo que en el último tiempo a algunos empresarios
peliculeros de las oficinas, imitando lo que se hacía en algunas
ciudades, les había dado por animar las funciones con pequeñas bandas
instrumentales. En los estrenos de grandes producciones anunciaban
pomposamente que la obra tal se acompañaría de bella música
selecta ejecutada por una completa orquesta formada de eximios
músicos de conservatorio. Pero aunque estos improvisados grupos
orquestales hacían un laudable esfuerzo por alzar el nivel del
repertorio con selección de óperas, piezas de salón y trozos de música
clásica, la mayoría de las veces sus interpretaciones resultaban
totalmente ajenas a la acción y a la imagen proyectada en la pantalla.
Sus confusos arreglos resultaban a menudo tan disparatados que
llegaban a establecerse contrastes casi prodigiosos entre la música y
la escena en el telón. Podía suceder, por ejemplo -y él lo había visto
más de una vez-, que cuando el malo de la película estaba a punto de
arrojar al precipicio a la heroína de ojos pávidos, el concertino se
perfilaba con una sublime melodía plena de emoción y sentimiento. O
una romántica Elegía hacía su entrada precisamente en el
momento apocalíptico del derrumbe de un edificio en llamas. O el
espeluznante coro de ángeles del Fausto rompía a sonar con
toda su excelsa magnitud en el instante preciso en que los facinerosos
de la película hacían volar la caja fuerte de un dinamitazo. ..... En cambio, Bello Sandalio sabía de muchos
otros pianistas de cine que sí dominaban su arte -como ese que ahora
mismo, con una sensibilidad exquisita, sincronizaba bellamente cada
escena del film-. La mayoría de estos músicos oficiaban en miserables
biógrafos de pueblos y eran comúnmente tan misérrimos y menesterosos
como ese hombrecito de tongo, bastón y bigotitos de mosca, al que
musicalizaban sus irreverentes piruetas en la pantalla. Estos
verdaderos mártires del teclado, situados al pie mismo del telón, en
un ángulo alevosamente desfavorable para enterarse de lo que ocurría
en él, debían hacer verdaderos prodigios de intuición y clarividencia
para darle el acompañamiento musical preciso a aquellas evanescentes
imágenes mudas. Sus dedos sabios sabían hallar la composición adecuada
para acompañar cada cuadro. Percibián claramente, por ejemplo, que el
trozo lírico para acompañar la escena de amor entre un caballero y una
joven doncella en un bucólico bosque de pinos, de ninguna manera podía
ser el mismo para animar un pedestre lance amoroso llevado a cabo en
una pieza de pensión. Y es que todo dependía de la cultura musical del
ejecutante. El pianista que tocaba ahora -se dijo plenamente
convencido Bello Sanadalio-, sin duda alguna que acompañaría la
hipotética escena romántica en el bosque de pinos con el Sueño de
amor de Liszt. De eso no cabía la menor duda; fuera hombre o
fuera mujer. Aunque por el modo de golpear las teclas, él ya se
hallaba en condiciones de apostar su trompeta a que se trataba de una
mujer. ..... Cuando terminó la función y
pudo constatar que el músico del piano era en efecto una mujer, se
sintió impresionado. Y es que además se trataba de una dama muy
hermosa, cuestión más bien rara, según su experiencia, en el gremio de
las pianistas. Pese a que la película no le había gustado mucho (el
argumento relataba la historia de una joven modista que, engañada por
el hijo del dueño de la fábrica, se convertía en madre soltera; y la
hermana del seductor, que al comienzo se burlaba de la condición de la
muchacha , al poco tiempo era víctima de un tipo tan sinvergüenza como
su hermano y terminaba ella también siendo madre de un hijo bastardo);
pese a todo eso, y a la dureza penitencial de los asientos, Bello
Sandalio quedó arrobado con la música. Además de una equilibrada
sincronización, los selectos trozos elegidos armonizaban perfectamente
con cada uno de los siete actos que contenía la obra. Las escenas de
suspenso se habían apoyado con una perfecta gama de trémolos y escalas
cromáticas y, además, se había hecho un uso oportunísimo de marchas
fúnebres, esponsales y sonatas, todo ejecutado con una sensibilidad y
maestría maravillosas. ..... Mientra los
espectadores abandonaban el barracón, Bello Sandalio, esperó un rato
en su asiento. Sentía curiosidad por ver de cerca a la dama del piano.
Por entre los claros del público la veía de espaldas ciñéndose un
primoroso sombrerito de gasa. Al encenderse las luces y verificar que
se trataba de una mujer, sin verle aún la cara había presentido que
era bella; y es que la mujer, alta y esbelta, desprendía una suave
aura de luz que hacía vislumbrar de lejos su belleza. En su vida de
bohemio impenitente él había tenido la suerte de conocer a más de una
de estas hembras poseedoras de esa especie de nimbo luminoso que las
envolvía como una segunda piel: eran simplemente fatales. ..... Cuando terminó por diluirse el gentío, el
trompetista se dio cuenta de que la dama ya no estaba junto al piano.
Salió rápidamente a la calle y en la calle tampoco la vio por ninguna
parte, y se sintió decepcionado. Sin embargo, cuando una hora más
tarde, luego de un corto recorrido por los boliches de la Calle Larga,
se presentó en el Club Radical, lo primero que vio -y no le cupo
ninguna duda de que se trataba de ella- fue a la pianista del Teatro
Obrero. ..... Sentada tras un
escritorio, delicadísima en su postura, la "Dama del Piano", como él
había comenzado a llamarla, era la encargada de inscribir a los
músicos postulantes. En verdad, no se había equivocado: la mujer era
hermosa. Ocupada ella en tomar los datos a la decena de filarmónicos
venidos desde distintas salitreras del cantón, pudo contemplarla
descaradamente, sin ningún escrúpulo. Tras un rato, y sin saber bien a
cuento de qué, comenzó a sentirse intrigado. Y es que de pronto le
hallaba un aire vagamente familiar. En alguna parte, estaba seguro, él
había visto antes a esa mujer. Antes de lo del cine, claro. ..... Bello Sandalio había llegado al Club de los
últimos. Tres de los aspirantes, un trombón y dos cornetas, ya
debidamente inscritos, con sus instrumentos descansando en el
reluciente piso de parqué, esperaban en un rincón charlando y tratando
de pasar por tipos dominados frente a los que aún aguardaban su turno
frente al escritorio. El trombón, que había sido el primero en
presentarse, sin que la señorita se lo pidiera -ella estaba ahí sólo
para inscribirlos- había hecho una rápida demostración de sus virtudes
musicales tocando algunas notas. Luego, los cornetas, que eran
compadres, que venían de Chacabuco, y que eran viejos amigos del
trombón -habían tocado juntos en varios kioscos de plaza-, lo habían
imitado por puras ganas de divertirse. ..... Ahora, encorvado sobre el escritorio de la
"señorita empadronadora", como la llamó al saludarla, con el tambor a
un costado y las baquetas en la mano, se hallaba el veterano de la
Guerra del 79. Una vez que hubo terminado de dar sus antecedentes, el
anciano sigió de pie junto al escritorio, como aguardando algo. La
Dama del Piano creyó adivinar su intención. Claro, los otros músicos
habían demostrado sus condiciones tocando algo. Le pidió entonces
amablemente, casi con dulzura, que por favor hiciera un redoble.
Entusiasmado, el viejo le hizo un saludo militar, enganchó su tambor
en la pernera, acomodó la caramañola debajo de su paletó para que no
le estorbara, se puso en posición de firme y, de perfil a ella, tras
mirarla como pidiendo su venia, se mandó un redoble que hizo
estremecer el ámbito del salón. Acto seguido, marcando el compás de
una marcha militar, inició unos marciales pasos de parada que causaron
gran jolgorio entre los músicos. Ella le regaló una mirada llena de
ternura. ..... En verdad la señorita
Golondrina del Rosario no tenía por qué estar ahí cumpliendo aquella
labor. El Comité de Recepción al Presidente había designado al maestro
Jacalito -profesor de piano y maestro de bailes antiguos- para
audicionar a los músicos. Pero éste, que además había sido nombrado
Director de la banda, lamentablemente había sufrido un trastorno de
salud. Cuando le fueron a pedir sus servicios, ella pensó que sería
entretenido hacerlo. ..... Después del
tambor le tocó el turno al bugle. Se llamaba Tirso Aguilar, tenía
treinta y ocho años y venía de la oficina Anita. Nunca antes, dijo,
había tocado en ningún Orfeón. El hombre, de cabellos blancos peinados
con partidura al medio, con un fuerte olor a alcanfor y una cordial
expresión de panfilidad en su rostro, tocó luego los primeros compases
de una mazurka, y lo hizo musicalmente bien, sin
floreamientos ni poses extramusicales. La señorita Golondrina del
Rosario quedó encantada. ..... El que
seguía era el único bombo que había en la sala. Al acercarse al
escritorio, la Señorita Golondrina del Rosario lo saludó como a un
viejo conocido. Flaco, de rostro ceniciento y andar desguallangado, al
hombre le faltaba la mano izquierda completa y en la derecha sólo le
quedaban dos dedos, el pulgar y el índice, con los que tenía tomado el
mazo del bombo. Ella escribió en su cuaderno casi sin preguntarle
nada. Después, para delicia de todos, el hombre, de alrededor de
cincuenta años, se puso a ejecutar unos pasos de baile religioso al
recio son de su bombo. ..... Mientras el
bombero saltaba, el platillero, un hombrecito que se hallaba
inmediatamente delante de Bello Sandalio, y que no dejaba de hablar y
hacer piruetas con sus platillos de bronce, se volvió hacia el
trompetista para comentarle que el bailarín se llamaba Cantalicio del
Carmen, que era un personaje muy popular en el puelo y que tocaba y
bailaba en una cofradía devota de la Virgen de la Tirana. "Es el
famoso Diablo del Bombo", dijo. .....
Después del bombero venía el otro trompetista presente. Un individuo
gordo peinado a la gomina, de traje a rayas y una corbata multicolor
decorada con un llamativo vidriante azul. El hombre llamaba la
atención por sus gestos arrogantes y llenos de grandilocuencia. Dijo
que se llamaba Eraldino Lumbrera, que era soltero, que había estudiado
música en el extranjero y que había sido primera trompeta en la
Real Jazz-band de Antofagasta. "Una de las mejores
jazz-band de la zona norte", dijo. Y acotó
fachendoso: ..... -Por no decir la
mejor. ..... Luego, sin venir a cuento,
comenzó a explicar por qué había dejado la jazz-band. La Dama
del Piano, luego de apuntar lo necesario, se quedó oyéndolo con
expresión ausente. Cuando terminó de hablar, el hombre puso el estuche
de su instrumento sobre el escritorio y, con los ademanes de un
charlatán sacando la culebra al sol, extrajo su flamante trompeta.
Mientras tocaba los compases de un movido one step,
acompañándose de unos afectados pasitos de baile, Candelario Pérez,
con el tambor aún en posición, se acercó a Bello Sandalio y, junto con
regalarle una espesa tufarada a tabaco, le murmuró al oído: ..... -¡Este cree que la mazamorra se
masca! ..... Después le correspondió el
turno a un muchacho que dijo llamarse Róbinson Monroy. Lo mismo que el
Diablo del Bombo, vivía en el pueblo y había aprendido a tocar el
tambor con los boy-scouts. Ella lo interrumpió amablemente
para preguntarle cuántos años tenía. "Lo siento jovencito, le dijo,
tengo orden de no aceptar menores de edad." ..... Mientras el muchacho se iba visiblemente
abochornado, la señorita Golondrina del Rosario miró a los dos músicos
que quedaban por inscribir y sus ojos se cruzaron por primera vez con
los de Bello Sandalio. El trompetista, que no había dejado de
escrutarla en todo el rato, percibió claramente el destello de
turbación que zigzagueó en el semblante de la mujer. Eso alimentó más
su sospecha de que a esa preciosidad la conocía. Sólo que no se
acordaba de dónde. ..... El hombrecito
de los platillos, de rostro marcado por la viruela, que llevaba un
jockey de color mugre y no había dejado de importunar a Bello Sandalio
aprobando o desaprobando a los demás músicos, se adelantó diciendo que
ahora era el turno de un músico de verdad. Saludó reverencialmente a
la damita linda, y antes de entregar ningún dato sobre su
persona, se acomodó las correas de los platillos y se largó a tocar
como desaforado, acompañando sus platillazos con toda clase de
preciosismos y malabares de circo. Cuando dio por terminada su
demostración, se plantó delante del escritorio y preguntó
sonriente: ..... -¿Qué tal
damita? ..... Ella sonrió levemente y le
pidió el nombre. ..... -Maturana Ponce
-dijo con presteza el platillero-. Tengo treinta y cinco años recién
cumplidos, soy solo como el sol y por ahora pertenezco al Orfeón de la
oficina Pinto, pero quiero radicarme definitivamente en el pueblo
y... ..... -Perdón, señor -le
interrumpió ella con educación extrema-. Primero necesito saber su
nombre. ..... -Ya le dije, damita:
Maturana Ponce -contestó el platillero sin dejar de sonreír. ..... -Esos me parecen sus apellidos, señor
-repuso ella, mirando de reojo al colorín de la trompeta- También
necesito su nombre. ..... Bello
Sandalio, además de encendida, la notó ahora trémula, conturbada.
Aunque no podía decir si era por efecto del cruce de sus miradas o por
el percance que sufría en esos momentos con el hombre de los
platillos. ..... -Mire, damita -dijo
atropellándose el platillero-, todo el mundo en la pampa me conoce por
Maturana Ponce. ..... -Esta bien, pero
yo necesito su nombre. .....- ¿Es tan
necesario? .....-Sí, lo es. ..... En medio de un silencio expectante, el
hombre dejó de sonreír, miró por el rabillo del ojo hacia ambos lados,
se arqueó lo más que pudo sobre el escritorio y en voz baja, tratando
que los demás no alcanzaran a oír, dijo: ..... -Berenjena. .....
Mientras todos rompían a reír, ella, con un brillo
interrogativo en la mirada, le dijo seria: ..... -Perdón, señor, no le oí bien. ..... -Me llamo Berenjena, damita. Berenjena
Maturana Ponce -deletreó penosamente el platillero. ..... La señorita Golondrina del Rosario, con una
impavidez abismante, escribió el nombre en el cuaderno y enseguida lo
despachó. Berenjena Maturana Ponce dio un estridente golpe de
platillos y se fue a reunir con los demás. ..... Aunque era su turno, Bello Sandalio no se
edelantó inmediatamente hacia el escritorio. Sin dejar de mirarla
esperó a que la Dama del Piano a su vez lo mirara y le hiciera algún
gesto. Cuando ella al fin levantó la vista para indicarle que se
acercara, estaba temblando entera. Al tenerlo ahí, a medio metro de su
mirada, no le quedó ninguna duda. Era él. Claro que era él. Aunque
aquella noche todo había sucedido en penumbras y lo más claro que
tenía en su mente eran sus ojos y su respiración de animal de presa,
estaba el detalle de la humita; detalle que esa vez le había agradado
sobremanera. Eran muy pocos los hombres en la pampa que aún gustaban
de llevar tan romántico artilugio. .....
Al verlo entrar por la puerta, sin llegar aún a reconocerlo
definitivamente, el corazón le había dado un salto mortal. Después,
toda aturullada y temblando de pavor, mientras trataba de mostrarse
natural ante el percance de ese pobre hombre (no entendía cómo a un
cristiano lo podían bautizar con un nombre de vegetal), se había
puesto a rogar a Dios que ocurriera cualquier cataclismo en el mundo,
cualquier percance, que le mandara las siete plagas de Egipto, por
ejemplo, una tras otra, con tal de no tener que entrevistar a ese
trompetista de pelo colorado que la miraba fijamente con sus ojos
amarillos. ..... Pero ahora mismo lo
tenía ahí, de cuerpo entero, parado desfachatadamente frente a ella,
desvaneciéndole su incertidumbre de una sola sonrisa. Era él, claro
que era él; su músico peregrino, su trompetista de fuego, su
perjudicador amado. Le pareció que la cabeza le iba a estallar. Se
sintió invadida por una sensación rara. Era como si por debajo de sus
polleras una tenue turbulencia de luz le inflara el vestido haciéndola
levitar a unos cuantos milímetros sobre la silla. Y el muy pelirrojo,
ahí, frente a sus narices, no hacía más que mirarla y sonreírle su
carnívora sonrisa de fauno pecoso. Aunque tenía que dar gracias al
Altísimo de que él no la hubiera reconocido, de eso se daba perfecta
cuenta por el modo de dirigirse a ella al darle ahora su nombre:
"Bello Sandalio", oyó que decía, y su voz era como un ronroneo. Dentro
de la escala de voces se la podía situar perfectamente en la de
barítono; aunque ronca, era una voz vibrante y viva, una voz que
llevaba dentro la música, pensó sofocada. De manera casi inaudible,
luego de anotar su nombre y sus datos, se oyó diciéndole que muchas
gracias, que ya estaba listo, que podía retirarse, pero el trompetista
del demonio, destellando siempre su dentadura de félido hambriento, le
preguntó meloso que si acaso no lo iba a dejar tocar alguna cosita, y
ella, la muy insensata, se oyó ahora diciendo que bueno, que tocara un
trozo de lo que quisiera, pero pidiendo por dentro, madrecita mía,
virgencita del cielo misericordiosa, el milagro imposible de que su
trompeta se atascara, enmudeciera, no funcionara, pues sentía que iba
a caer desmayada ahí mismo si a él se le ocurría romper a frasear la
melodía que Bello Sandalio, aún sin recordar en dónde diablos había
conocido antes a una yegüita tan fina, rompió a tocar con un sonido
brillante, cálido, el mismo sonido de fuego de esa noche de verano en
que ella había cometido el más dulce pecado de su vida. Y, de nuevo,
tal como ocurriera aquella noche, volvía a sentir que se le
achocolataba la sangre, que se le desleía el alma, que la melodía
aquella le moldeaba el corazón como si fuera vidrio derretido y él un
mágico soplador de notas musicales. Y entonces, como en un sueño, como
moviéndose dentro de una burbuja de música derretida, se vio a sí
misma poniéndose atolondradamente de pie, tomando su chal y su
sombrero para escapar de ahí, para irse corriendo a su casa y meterse
bajo el cobertor de su cama y cubrirse de puro miedo hasta la cabeza.
Antes de salir se oyó apenas citando a los músicos al primer ensayo
para mañana por la tarde, en este mismo salón, y seguidamente, siempre
como atravesando un aire amelcochado, se vio dirigiéndose hacia la
salida, sintiendo su mirada hormigueándole en la médula de su columna,
adivinando que su amante peregrino iba a seguirla, sintiendo
cristalizársele de golpe la paloma de vidrio derretido de su corazón
cuando al trasponer la puerta oyó su voz aguardentosa diciendo
galantemente si la señorita le permitiría el honor de acompañarla
hasta su casa, y, luego, tras un segundo eterno, oyó su propia voz -la
oyó como desde la astral lejanía de una emisión radial apenas
audible-, diciendo que no, la muy tarada, que muchas gracias, la muy
badulaque, que era muy amable el caballero, pero que su señor padre la
aguardaba un poco más allá. Y, ya en la calle, temblando como una
niñita boba en su primera declamación pública, sintiendo de nuevo
aquella sensación de luz o de aire tibio inflándole el vestido -como
si estuviese orinando vapor-, se encaminó presurosa hacia su casa
presa de un arrobamiento que la hacía pisar los charcos de agua sucia
como si fueran espejismos y atropellar insensatamente a las levas de
perros vagos que se le atravesaban por delante, sin darse mucha cuenta
de nada, pensando sólo en llegar pronto a la dársena segura de su
pieza hasta donde primero entró el hálito de su alma asustada y,
después, una milésima de segundos después, su cuerpo siguiéndola como
un pobre animalito desvalido. .....
Hecha un solo tremolar de huesos, cayó de bruces sobre la colcha de
raso de su catre forjado sin entender cómo, madrecita mía, cómo Virgen
del Carmén Santísima no se había desvanecido de susto en la infinita
distancia de las cuatro cuadras y media que separaban el Club Radical
de su casa.
* * *
* *
Esta novela comienza con la
imagen de un piano de cola que se hunde en el mar y termina
con la visión de un pueblo entero devorado por el desierto. En
el medio corre, oderosa y frágil, una de las historias de amor
más conmovedoras de la literatura hispanoamericana de los
últimos tiempos. La de Bello Sandalio, trompetista pelirrojo y
apasionado, que llega a Pampa Unión a incorporarse a la banda
de música que recibirá al presidente, y Golondrina del
Rosario, una señorita de treinta castos años, pianista y
profesora de declamación, que recuerda, fervorosa, una única
noche de pasión fugaz en al que se entregó a un desconocido.
Golondrina es la hija de Sixto Pastor Alzamora, un barbero
anarquista que piensa reivindicar de una vez y para siempre a
todos los barberos del mundo que alguna vez tuvieron el
pescuezo de un dictador bajo su navaja y no se atrevieron a
hacer justicia. ..... Hernán
Rivera Letelier escribe historias que seducen como espejismos
y queman como sólo quema el terrible sol de Atacama. Con una
prosa magnética y audaz, deslumbrante en imágenes, humor y
poesía, el autor de la Reina Isabel cantaba rancheras e Himno
del ángel parado en una pata vuelve a adentrarse en el corazón
del desierto para contar y cantar aquello que más conoce, lo
esencial: la vida y la muerte, el dolor y la locura, la humana
fuerza del amor, de los sueños, de las utopías.
de la
contratapa
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HERNAN RIVERA LETELIER nació
en Talca, Chile, en 1950, pero antes de que aprendiera a andar
estaba ya instalado en la pampa salitrera. Toda su vida
transcurrió desde entonces en el Norte, desplazándose de una
oficina a otra: Algorta, donde hizo sus estudios primarios,
María Elena y luego Pedro de Valdivia. Allí trabajó largos
años como obrero y ascendió a empleado -ya adulto, una vez que
logró completar la enseñanza media-, hasta que la oficina
salitrera cerró sus puertas. Cultivó originalmente la
poesía, género en el que logró diversas distinciones en
concursos y festivales. Otro tanto le ha ocurrido con el
cuento, que lo ha convertido en el ganador virtualemnte
obligatorio de los certámenes de narrativa que se desarrollan
en su provincia. Antes de incursionar en la novela publicó
Poemas y pomadas (1988), Cuentos breves y cuentos de
brevas (1990), y textos suyos han aparecido en las
antologías Catorce poetas fuera de juego (1991) y
Andar con cuentos (1992). En 1994 La Reina Isabel
cantaba rancheras obtuvo una Mención de Honor del Premio
de la Municipalidad de Santiago, y el premio de novela inédita
otorgado por el Consejo Nacional del Libro y la Lectura.
Himno del ángel parado en una pata recibió en 1996 el
mismo galardón, y confirmó a Rivera Letelier como un novelista
de excepción en la narrativa chilena de la década del
noventa.
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