Donde mueren los valientes
...Y DE PRONTO YO,
el verdugo por excelencia, el ejecutor más despiadado de estos
fusilamientos, el que no perdonaba a nadie, el capaz de rematar sin
asco a su víctima en el suelo, el prócer indiscutido de estas
encarnizadas batallas de suburbios, había pasado, de golpe y porrazo,
de ejecutor a ejecutado. Y mientras asistía a los
preparativos de mi ajusticiamiento -ceremonial de una liturgia que
conocía al dedillo, pero del otro lado del que me hallaba ahora- no
podía dejar de pensar en ese cabrón arranque de sentimentalismo barato
-inédito en mí- que me llevó a sustituir en el puesto al compañero
caído, y a tratar de llevar a feliz término su peliaguda misión en la
batalla. Y, precisamente -pensaba emputecido en tanto aguardaba la
orden de fuego-, venir a ocurrirme esto justo en la contienda con uno
de los bandos más duros de esta inclemente guerra periférica; el mismo
al que en el primer choque simplemente hicimos papilla. Jornada
memorable aquella en que, justamente este servidor, se llevó todos los
honores al hacer morder el polvo al mama ese que los capitaneaba y que
estaba haciendo demorar la derrota de sus huestes prácticamente él
solo. De la despiadada como impecable ejecución que me mandé aquella
vez, clave para la victoria final, todavía hoy se habla en las
trincheras de por estos lados. Y ahí estaba, ahora, a punto de morir
en mi propia ley. Totalmente indefenso frente a ese mastodonte
-expresivo como un bloque de hielo- elegido como mi verdugo. Una
bestia que el enemigo había reclutado estrictamente (decían) pensando
en esta segunda batalla; un ejecutor (decían) tanto o más brutal que
yo; un carnicero sin un solo miligramo de sentimiento, un mercenario
que en sus ejecuciones (decían medrosos) utilizaba como arma de tiro
un mortero de esos de la Segunda Guerra Mundial; un asesino que a la
primera ojeada me hizo entender que con él no corrían trucos; que
todas esas artimañas a que recurren las víctimas buscando
desconcentrar al fusilero, hacerlo perder puntería -artimañas que a mí
alguna vez me hicieron vacilar levemente-, no harían ninguna mella en
su impavidez de sicario analfabeto; no influirían para nada en esa
frialdad terrible con que, ya terminado el ceremonial previo, aprestó
su mortífero cañón de ajusticiamiento, mientras yo me persignaba, me
agazapaba, me encogía como un batracio sin dejar de mirar el proyectil
que, a la orden de ¡Fuego!, me dejaría tirado en el suelo como un
perro sarnoso, o me elevaría a la gloria de ese cielo de domingo en
una volada que ningún locutor radial iba a relatar eufórico, que
ningún canal de televisión iba a repetir en cámara lenta, que ningún
piojoso reportero gráfico captaría para la portada de ninguna de esas
cabronas revistas especializadas. Porque en estos reductos
poblacionales, compadre, en estos perdidos potreros pedregosos, en
estas bravas canchas a medio cerro, los tiros penales de último minuto
sólo se comentan con las patitas debajo de mesas como ésta: tapadas de
botellas espumeantes; sólo se analizan, compadre -entre pausas de
chistes genitales y boleros de venas abiertas-, en estos pringosos
boliches de esquina en donde, impajaritablemente, llegamos a morir los
valientes. ¡Salud!
incluido en
Relatos & Resacas
Planeta,1997