Reinaldo Marchant, Teresa Calderón y Raúl Zurita durante la presentación del libro
PRESENTACIÓN DE “LAS ORILLAS DEL RÍO ESTÁN LLENAS DE MURMULLOS” DE REINALDO EDMUNDO MARCHANT
Por Raúl Zurita
Las orillas del río están llenas de murmullos de Reinaldo Marchant, al contrario de lo que sucede con la inmensa mayoría de los textos literarios, constituye uno de esos escasos libros en que se ensaya el lenguaje de la felicidad. Esta serie de setenta y tantos relatos breves dialogan con una tradición más que milenaria cuya raíz se encuentra tanto en la antiguas fábulas como en el entramado de Las mil y una noches, y donde la presencia del realismo mágico, de lo real maravilloso o del realismo fantástico, empleando terminologías que se pusieron en boga durante el boom, están atravesados permanentemente por una experiencia de la cotidianeidad y de los paisajes que nos son familiares, plazas, parques, calles, que puede adscribirse, y para quienes gusten de las definiciones, a una suerte de surrealismo no programático sino existencial.
Así estos murmullos vuelven a resaltar dos atributos que finalmente son morales: el primero es el de la libertad. Es una libertad que se manifiesta antes que nada en la ruptura con los límites del realismo para indagar en aquellas zonas de nosotros mismos donde, como querían también los surrealistas, la vigilia y el sueño, la noche y el día, la vida y la muerte, dejan de ser percibidos como términos contradictorios. Pero también a diferencia del surrealismo ortodoxo, el otro atributo que privilegian estos murmullos es, la piedad. Se trata de una piedad hacia los seres humanos representados a menudo por personajes que viven en los márgenes y que la sociedad considera parias, pero que en el universo de Reinaldo Marchant representan la pureza, el consuelo y, de nuevo, la libertad. Se trata entonces de una singular inocencia donde los animales, por ejemplo, como la vaca en el relato “La vaca y él”, la mosca de “Se alquila, una oreja…” o los perros en “Murmullos en la mitad de la ciudad”, entre tantas otras narraciones igualmente remarcables, ocupan roles protagónicos en una complicidad con lo humano y cuyo origen en la narrativa se encuentra en la raíz misma de la escritura, sin ir más lejos recuérdese el papel de los monos en el Ramayana hindú o del caballo en el Aquiles homérico, pero que aquí ha adquirido un sesgo particular y a la vez inmediatamente reconocible: estos animales atraviesan la cotidianeidad, se hacen presente en escenarios que nos son en extremo familiares, porque se les ha encomendado el papel de ser alucinantes representaciones de la hermandad, de la solidaridad y, finalmente, de la libertad y del amor.
No podemos entonces dejar de leer este libro como una crítica a un modo de relacionarnos y a una pérdida generalizada, a un extravío monstruoso que nos lleva en el mejor de los casos a relegar la inocencia, la virtud y la belleza, al diván de los trastos inservibles y, en el peor, a tomarlos como sinónimos de la afectación, de lo cursi y de la simplonería. Algo sucede con nuestras vidas, con nuestras vidas concretas, algo demasiado feroz, como para que se haya impuesto una exaltación de los espacios de la violencia, del mal y del daño. No se trata obviamente, de criticar a Kafka o a José Donoso, y por favor entiéndaseme bien, odiaría en este punto al menos ser malinterpretado, de lo que se trata es de mirar, pero mirar con dolor, con angustia, con remordimientos, la historia que nos ha llevado a Kafka o a Donoso. Quien admire a Roberto Bolaño no puede sino horrorizarse del mundo. Lo demás es simplemente frivolidad, literature. Pero es precisamente ese el nudo central que ponen de manifiesto los relatos de Marchant; sus personajes son entrañables porque aunque perfectamente ellos podrían ser cada uno de nosotros, ellos, también a diferencia de nosotros, siempre al final nos están hablando de una experiencia de la dicha.
Me ha parecido que ese es el aporte de este libro esperanzado. Leerlo nos devuelve a una infancia que probablemente no existió nunca, pero a la que paradójicamente volvemos cuando hablamos solos, cuando murmuramos en sueños, cuando cruzamos una calle sin fijarnos en las luces del semáforo. Quiero apostar a que en esos momentos somos ángeles y que luego al volver caemos abruptamente en el desvelo de habitar nuestros cuerpos imperfectos, nuestras pasiones imperfectas, nuestra irremediable vejez y muerte. Pero no nos engañemos, ser ángeles, aunque sea por un minuto, es en extremo peligroso, puedes ser arrollado por un automóvil o atravesar los límites de la locura. Leer Las orillas del río están llenas de murmullos de Reinaldo Marchant también puede ser un ejercicio peligroso; su ensayo de la felicidad es también el relato de nuestra desgracia.