"Entre Sol y Sombra" (Ediciones Mar del Plata, 2007), cuentos de Enrique Germán Liñero
Enrique Germán
Liñero, ironía y buena prosa
Por
Reinaldo Edmundo Marchant
Escritor
"Esa tarde, el maestro recomendó a su discípulo: Si los árboles no te dejan ver el bosque,
córtalos...", dice el microcuento "Consejo", breve relato inserto en el libro Entre Sol y
Sombra (Ediciones Mar del Plata, 2007), del escritor Enrique Germán Liñero.
Son más de veinte excelentes relatos, donde abunda el buen humor, la ironía y la prosa
con oficio, esa de antaño, la de los maestros, y que tanto se añora en los textos
que atiborran el mercado, algunos con nombre de planta, otros de árboles y frutas
envenenadas, que carecen, precisamente, de lo que sobra en Liñero: talento literario.
En efecto, Enrique Germán Liñero pertenece a esa generación algo perdida por la ruidosa
imperfección del sistema: un Walter Garib, Virginia Vidal, Enrique Volpe, Roberto Araya,
distinguidos y reservados literatos, que todavía escriben y publican creaciones que nos
recuerdan que la fabulación es asunto de imaginación, destreza, humor, manejo irracional
del lenguaje, y una perfecta simbiosis de realidad y locura melancólica. La ficción
sigue siendo el mejor instrumento cuando se trata de novelar.
Sumergirse en los cuentos de Liñero es participar de una fiesta para los sentidos.
No hay espacio para la abulia. Ni para los abúlicos. Su narrativa sencilla, natural,
demasiado clara en su precisión, conduce al gozo, al esparcimiento del espíritu.
Su libro, resulta el manual ideal para aquellos prosistas que ignoran que el saber
contar es, por sobre todo, entretener.
Para muestra, un botón:
"Después de recorrer el mundo de norte a sur y de este a oeste, regresó convertido en un
idiota global...(Viajero)".
Y este otro:
"Y yo me dije a mí mismo, y yo me respondí. Desde ese instante, muy enojados, no
hemos vuelto a conversar...(Diálogo)".
Hay en Entre Sol y Sombra, relatos más largos, tradicionales en su estructura, que,
con un estilo ágil, casi de deportista de las letras, ofrecen un argumento endemoniado,
pero que la alegre habilidad del autor permiten un desenlace inesperado, con una lucidez
en su descripción que hace evocar a los grandes cultores de este género.
Por instantes remece su delicada capacidad de observador crítico de una sociedad que
se desmorona, aspecto que sin duda utiliza en el montaje de sus personajes que representan
el absurdo y la idiotez humana, el movimiento lento y hostil de las cosas, y, máxime, la
caricatura de lo efímero que hoy se vende a modo de tranquilizantes en los boliches.
Un aire de felicidad otorga encontrar a la vista estos relatos que seguramente no
aparecerán en los escuálidos espacios literarios, ni menos estarán en las vitrinas de
la calle Huérfanos. Leerlos, es adentrarse en los mejores códigos de la creación artística,
es respirar la vieja y querida narrativa de los que saben, de los estudiosos, de aquellos
seres extraños, solitarios, que tienen esa condición de decir algo diferente, original,
estético.
Para Enrique Germán Liñero no existe escuela, corriente literaria, generaciones, nada.
Sólo le importa escribir exageradamente lo que analiza, transformar bellamente lo que
inventa, proyectar auténticamente sus emociones, sus ángeles y demonios, y hacerlo de
espalda a las academias, a la fama y a toda la podredumbre que vanamente intenta empaliceder
a las plumas que valen y que importan.
Si alguna vez se hiciera una grandiosa antología del cuento chileno que abarque a
los mejores autores del siglo anterior, Enrique Germán Liñero, y los escritores señalados
más arriba, tendrían un lugar de privilegio, por el genio, la ironía y la buena prosa.