En la comuna de La Granja -cuarenta y siete años atrás-
comienza esta historia fantástica que, sin embargo, es más
real que cualquier fábula. En un lugar que ni siquiera se puede
llamar población. Mediaguas tumbadas en un potrero, recuerdan
un tosco paisaje campestre y no es exagerada esta imagen: una vez
un pequeño, en la oscuridad más despótica, caminaba
tratando de encontrar a tientas su casa. Está de más
decir que en aquellos parajes se tenía más fe en los
duendes que en la electricidad. En medio del barro -como un animalito
con miedo, bajo una lluvia despiadada que arrojaba sus cuchillos hirientes-
evitaba esas trampas de la geografía parecidas a "los
obstáculos del transcurrir vital", y se tropieza con un
bulto. Una vaca reposaba su tiempo lento: ese tiempo de infancia inesperada,
estancada, me confesaría un día, evocando.
Ese espacio amenazante -como un perro que se alimenta de inocentes-
en sus novelas corresponde al personaje de "el Santiscario".
El llegar a comprender que su padre ocupaba esa voracidad, le afectó
de manera diferente que a sus hermanos (él era el menor de
todos). "La casa era de madera, el piso de tierra, el baño
era un pozo séptico en el patio (…). Mi papá tuvo la
mala ocurrencia de irse de la casa cuando yo tenía dos años".
El chico era demasiado soñador. De hecho nunca me contó
que su padre fue barnizador de muebles, dato demasiado prosaico. "Mi
padre era de Los Hermanos Arriagada, algo así como Los Panchos
versión chilena. Le interesaba vivir su vida, no tener preocupaciones,
era alcohólico". Lo contaba con rabia, a veces con cariño,
hasta que sentí que logró entenderlo ("perdonarlo"
es una palabra demasiado instituida, rancia). Esto fue cuando se reencontró
con él; salían a conversar, lo acompañaba a los
tugurios que lo definían, tomaba con él y le preguntaba
cosas. Historias de ternura reflejadas en la brutalidad. Fue el período
de su salud definitivamente quebrantada. Luego de fallecido sentí
que llegó a estimarlo, a entenderlo, a recuperarlo. Aunque
la contradicción diga otra cosa.
Nada más se ha preocupado de mentar a su madre. Por el hecho
de su indefensión seguramente. Ella se tuvo que hacer cargo
de sus cinco hijos, trabajaba como aseadora en el Banco del Estado
(como se llamaba entonces), hasta completar el tiempo de la crianza,
la sumisión a la pobreza, la jubilación denigrante.
Demasiado. Tanto es así que el hijo, cuando tuvo -aunque usted
no lo crea- un cargo diplomático, contribuyó a la compra
de una casa para su madre.
Pero lo que me descolocó fuertemente, fue la dedicatoria que
aparece en su primer libro con el que obtuvo uno de los premios más
importantes de nuestro medio: "Mi pena mayor es que mamacita
nunca leerá lo que a través de su tierno néctar
me enseñó. Permitió que fuera un ave perdurable,
pero que silva en otro tronco". Afirmación demasiado cursi,
diríamos, con tintes inmoderados de intimismo. Pero, ¿¡qué
pensaría el menor de los hijos al ver a su mamá -antes
de irse al trabajo- elevar una oración y, con los párpados
muy apretados, pedirle a Dios que resguardara a sus niños!?
La señora Rosa, simplemente, tenía la certeza de que
el desamparo no podía vencer. Ella cumpliría con su
parte y Dios con la suya.
Su madre -ese ser de inquebrantable fe- es analfabeta.
En esa dedicatoria se encuentran las claves de sus mundos. Un sentimiento
derribado de tristeza. Lo han acusado de escribir con un estilo pretencioso,
afectado de barroquismos rebuscados (eso sí, nada más
que su "prehistoria" como escritor), de sensiblero. Y lo
es: en el sentido de representar su origen. Ese mundo de ingenuidad
rayana en lo inverosímil, de infantilismo donde la risa y la
fiesta ocultan una tremenda herida que a veces nos propina la incierta
vida.
No es difícil advertir que en esa verosimilitud urgente de
magia -emocionante o ridícula- donde se declara la guerra a
la vida nada más que sobreviviendo, donde la picardía
es la salvaguarda y el ingenio hace olvidar el hambre, donde, por
otra parte, las compañías inciertas de los compinches
cubren la soledad y el abandono, surja un delincuente endemoniado
o un escritor santificado -como ya lo diría algún escritor
por allí.
El material logrado, entonces, no resulta académico. Se trata
de hablar del des-encanto de los potreros, de la vaca que todavía
vive en la memoria de las cosas. Se dispensa la gracia en este experimentar
historias increíbles, saberlas, "saborearlas". En
ese "darse cuenta" empieza la peripecia novelesca y la vida
novelada. Contar y compartir lo sorprendente. Era preciso explotar
ese resquicio para escapar de la mala pobreza, salir a campo abierto
atravesando los fracasos. Así nacen historias que parecen básicas.
…Cuando jugábamos nuestras interminables pichangas en la cancha
junto a la vía abandonada, sobrevenían percances como
trenes imposibles. Como lo que ocurrió aquella vez. El hombre
estaba apoyado en la muralla viendo el encuentro, el fútbol
y las grescas. Al término del partido, el hombrecito continuaba
apoyado. Luego vinieron las celebraciones, de triunfo o de fracaso:
las cervezas seguían teniendo el mismo gusto. Y el hombre continuaba
allí: había muerto pegado al muro. Su cuerpo jamás
se derrumbó…
La única forma de ser sinceros con ese mundo extrañamente
radiante (como lo llamaría Manuel Rojas: él si entendería)
es la oralidad, como conversaciones en los bares. Donde nos refugiábamos
y nos hacíamos ilusiones de escritor. Su lenguaje, es cierto,
adolece de la felicidad de la perfección, hielo que se sirve
en las copas del marketeo. Sus apellidos tampoco pertenecen al redil
de los afortunados, y eso es casi fatal. Posee, en todo caso, raíces
más liberadas, en contacto con los vencidos y con los que vuelven
a creer, con los muertos y con los vivos que deambulan sin discriminación
en los pueblos de la gratitud, que se llama fantasía.
Por eso, tampoco es de extrañar que haya llegado a escribir
un libro con tanta ternura (ternura de la tosquedad, la seguiremos
llamando): La alegría del pueblo, Historias de fútbol
que hablan del amor al hombre común, aquel que sueña
que es feliz y que no sabe, o no quiere saber, que la felicidad también
ha sido tachada (Neruda diría, con voz elemental: ha sido transada
en los mercados de la ineptitud humana). "En Chile cuando uno
saca el tema del fútbol lo miran de reojo. Lo tildan de popular,
de poco inteligente, lo creen loco", ataca su autor, que se desveló
en conversaciones con un balón de plástico en una casa
inestable, pensando en dar vueltas y dar vuelta al mundo alguna vez.
Fue incluso futbolista y casi llegó a jugar en el Estadio Nacional.
¿Lo logró?
Seguramente sabe que lo está logrando.
Estas palabras, por supuesto, son una semblanza de mi amigo el escritor
Reinaldo Edmundo Marchant, quien firma nada más que con su
apellido materno. Lo importante es vivir con regocijo, escribir con
alegría como lo hace él. A pesar de que falten reconocimientos,
tantas veces esquivos. Aunque haya todavía seres rumiantes
obstaculizando las viejas calles de la nostalgia.