Armando Roa
por Cristián Gómez
O.
No es habitual considerar la melancolía
como un acicate de nuestras mejores virtudes, en tanto conciencia inapelable
de la soledad de nuestra finitud. Por el contrario, es mucho más
usual para nuestro oído, acostumbrado a las certezas de segunda
mano que día a día nos entregan los medios de comunicación,
considerar lo melancólico como algo relacionado directamente
con la tristeza cuando no con la fatiga y el desánimo.
Armando Roa, sin embargo, parece más
dado a reputar la melancolía en los términos de Yves Bonnefoy,
ese gran poeta francés de nuestro siglo, que se expresa cuando
habla de poesía. Para el francés, no es otra cosa que
el nombre de nuestra finitud , el ejercicio en que nombramos nuestro
límite inexorable y con el cual, al mismo tiempo, somos capaces
de modificarlo. En este punto, quizás, radica la gran paradoja
humana, el origen mismo de la melancolía, tal como dice el autor
"(...) en la confrontación de lo finito con lo infinito,
de lo necesario con lo posible (...)una sucesión de instantes
en los que se tocan las esferas de lo eterno y de lo perecedero".
Recordemos, al menos someramente, que
en las perspectivas de Octavio Paz, el poema es un ente vivo que trasciende
tanto la historia como el lenguaje, aun cuando estos sean sus constituyentes
primarios. Y en este trascender que es un volver a los orígenes,
ocurre el encuentro del hombre con ese otro que es él mismo,
ese otro del cual ha vivido separado desde el comienzo de su existencia.
żY qué tiene que ver todo esto con Roa y su melancolía?
Poco, o nada, siempre y cuando no olvidemos que la mirada de Roa se
aúna con la del poeta mexicano en la medida que esta melancolía
de la que Armando nos habla es, así como la poesía para
Paz, también un encuentro en la hora más secreta de lo
humano con lo más humano, es decir, la comparación entre
el universo inconmensurable que hombres y mujeres habitan y el paso
tan luctuoso como ineluctable que tienen para habitarlo, de donde procede,
además, el ensueño creador, la afirmación gozosa
del absurdo, la voluptuosidad de lo inefable y el anhelo de una fisura
en esa intolerable carga de orden, cuando el orden es un ripio, que
encierra la realidad; palabras, estas últimas, con las que se
abre el volumen que ahora tratamos. La palabra no es gratuita.
Roa me parece una especie de Celan
en el abril de mil novecientos setenta, mirando desde un puente el Sena
mental y el Sena parisino, aunque tal vez sólo estuviese viendo
pasar los cadáveres de sus padres muertos por la mano de los
nazis. Dentro de este marco, me gustaría anotar la coherencia
que puede registrarse entre los distintos géneros por los que
desemboca la escritura de Roa, específicamente la poesía,
la traducción o el ensayo. En el salto de un formato a otro,
Armando logra armarse de una lógica interna que se compadece
con sus inquietudes más pertinentes, a saber: la fastamagoría
de las palabras, cierta anglofilia indesmentible, la autonomía
–que bordea el silencio- de las palabras, y la conformación del
hombre contemporáneo sobre la base de estas mismas y ausentes
palabras.
"El misterioso reverso de la melancolía:
un germen inconciente de fe en un destino virgen, refractario a la muerte,
en el que ya no habrá imposiciones inamovibles que cercenen la
naturaleza del ser vaciándolo en la eternidad de la nada",
en los dichos del propio autor.
Editorial U-ve-Drais, Santiago,
1999. 104 páginas
Rocinante, mayo 2000.
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