Pocas cosas en la
vida, al menos para quien esto escribe, provocan mayor emoción que el hallazgo de un buen poema; conciencia y forma significante literalmente
colisionan, y una sucesión de hallazgos en el curso de un mismo libro,
pulcramente editado, bien podría equivaler a un derrumbamiento. Un
libro, decía Kafka, sólo es tal si se nos clava como un hacha en el
cerebro, si nos intimida. Así sucede con Lecturas anglosajonas
(Ediciones U. Católica, 2002), excelente selección de algunos de los
poemas más representativos de la literatura inglesa medieval, vertidos
por Armando Roa desde su lengua vernácula -verdadera proeza- y no
simplemente de las habituales versiones al inglés moderno.
La
poesía anglosajona -escrita entre el siglo VI y XI de nuestra era- se
cuenta entre las más ricas y determinantes de la cultura occidental y,
se podría agregar, es también una de las más actuales. El hecho de que
poetas de la talla de Pound, Auden, Borges o, más recientemente,
Updike o Heaney evoquen una y otra vez estos textos arcaicos en lo que
tienen de imperecedero, ya sea en sus propias composiciones, ya sea a
través de traducciones, nos advierte que el interés que comportan no
es simplemente arqueológico sino fundamental para comprender algunas
innovaciones formales y temáticas esenciales de la poesía moderna.
Pero esto, como diría Roland Barthes de una fotografía, es lo que se
podría decir desde la perspectiva del studium. ¿Cuál es el
punctum, lo que nos intimida o se nos clava como un hacha en el
cerebro, de estos poemas? Es, nos parece, una cierta complicidad
poética en la conciencia de la zozobra de nuestra época, pero también
en el temple o el talante que de ella se desgaja: un ánimo de
perseverar "humanamente", no a pesar, sino en la precariedad e
inestabilidad de un universo en disolución, en la cornisa de la
existencia, con todo lo que en ella hay de inadecuado, y cierra el
paso, incluso si no se dan por descontadas las garantías que otorga la
fe. En una palabra, el punctum de esta poesía, para emplear las
palabras del propio Roa, es su "lúcida desesperación", que no se
extravía meramente en vagas nostalgias, que canta la condición humana
sin ocultarle su miseria y su vergüenza.
Esta "lúcida
desesperación", lucidez totalmente eclipsada en los ojos del "último
hombre", es también, hasta cierto punto, el temple de la obra de
Armando Roa como poeta. Bastaría con abrir su último libro
-Estancias en homenaje a Gregorio Samsa (Universitaria 2001),
que incluye poemas, contrapuntos, imitaciones y aforismos y cuyo eje
central son las metamorfosis metafóricas del célebre protagonista
kafkiano- para descubrir cómo, en un mundo cuyo presente es incapaz de
presencia, tampoco él cede a la mera "nostalgia del absoluto", y hace
de la inquietud, la duda, el miedo, la zozobra y el equívoco el santo
y seña de su propio alegato: "Sólo lo irremediable -escribe- nos
mantiene lúcidos. Se debe prescindir de todo resguardo, la culminación
está en la precariedad". No hay lugar aquí para el "optimismo
cósmico", sino sólo para el desconsuelo como única forma de certeza.
La intensidad telúrica de nuestras inquietudes es quizá tanto mayor
que la de la poesía anglosajona cuanto que ni siquiera pueden verse ya
en la realidad los fragmentos de un mosaico sagrado. Entonces, sólo
Samsa deviene un poderoso retrato de lo humano susceptible de
homenaje. Curiosa forma ésta de homenajear lo abyecto, difícil no ver
en ello el tour de force de un gran escéptico, pero hay una
forma de la misantropía que puede ser mucho más humana que la de un
filántropo empeñado en "colmar un buey de adornos". Como Kafka o
Beckett, Armando Roa sabe desde hace tiempo que lo único que podría
sobrevivir de lo humano es la vergüenza y esa sabiduría corroe hasta
la medula las certezas sobre las que aún se solaza el "último hombre"
desvergonzado que, por lo demás, no se sabe el último sino el
primero.
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