Joao
Guimaraes Rosa
GRAN SERTON:
VEREDAS
( texto
escogido)
..... Mi compadre Quelemén, muchos años
después, me enseñó que uno alcanza a realizar todo deseo si tiene
ánimo para cumplir, siete días seguidos, la energía y paciencia fuerte
de sólo hacer lo que le produce disgusto, asco, comezón y cansancio, y
de rechazar toda clase de placer. Dice él, yo lo creo. Pero me enseñó
que, mayor y mejor todavía, es, al final, rechazarse hasta aquel deseo
principal que sirvió para animarle a uno en la penitencia de gloria. Y
dar todo a Dios, que de repente viene, con nuevas cosas más altas, y
paga y repaga, sus réditos no obedecen a medida ninguna. Esto es de mi
compadre Quelemén. ¿Especie de rezo?
.....
Bien, rezar, aquella noche, no lo conseguía. En eso no pensé. Hasta
para acordarse uno de Dios, hay que tener alguna costumbre. Pero fue
aquel grano de idea el que me aguijoneó, me lo argumentó todo. Ideita.
Sólo un comienzo. Poquito a poco es como uno abre los ojos; me
pareció, de por mí. Y fue: que en el día que amanecía, yo no iba a
fumar, por fuerte que fuese el vicio de mi deseo. Y no iba a dormir,
ni a descansar sentado ni echado. Y no iba a buscar la compañía del
Reinaldo, ni conversación, lo que más apreciaba de todo. Resolví
aquello y me alegré. El miedo se alargaba de mis pechos, de mis
piernas. El miedo ya ablandaba las uñas. Íbamos llegando a una
hacienda abandonada, en las Lagunas de Arroyo Mucambo. Allá teníamos
nosotros pastos buenos. Lo que resolví cumplí. Hice.
..... Ah, aquel día me colmó, abrevié el poder de otros
vientos. Cabeza alta, digo. Esta vida está llena de ocultos caminos.
Si usted supiese, sabe; no sabiendo no me entenderá. A lo que, por
otra, todavía un ejemplo le doy. Lo que hay, que se dice y se hace:
que cualquiera se vuelve bravo valeroso si puede comer crudo el
corazón de una onza pintada. Sí, pero, la onza, la persona misma es
quien tiene que matarla; ¡pero matar con mano corta, a punta de
cuchillo! Pues entonces, por ahí se ve, yo ya he visto: un sujeto
medroso, que tiene mucho miedo natural a la onza, pero que tanto
quiere transformarse en yagunzo, valentón; y ese hombre afila su
cuchillo, y va al cubil, capaz de matar la onza, con mucha enemistad;
¡se come el corazón, se llena de valores terribles! ¿No es usted buen
entendedor? Cuento. De no fumar, me venían unos crujidos repentes,
como si tuviese ira de todo el mundo. Aguanté. Soberbiamente salí
caminando, con firmes pasos: bis, tris; iba y volvía. Me dieron ganas
de beber el de la botella. Gruñí que no. Anduve más. Si no tenía sueño
ninguno, contradije fatiga. Reproduje, de mí, otro aliento. Dios
gobierna grandeza. ¿Miedo más? ¡Ningún alguno! Que viniese ahora una
pandilla de zebelos o una tropa de cachimbos, y me encontraban. Me
encontraban, ah, bastantemente. Yo aceptaba cualcual riña de guerra, y
me iba encima, enorme sangre, hierro por hierro. Hasta quería que
viniesen, de una vez, por lo definitivo. Ahí, cuendo los pasos
escuché, vi: era Reinaldo, que viniendo. Él quería directo comprobarse
conmigo.
..... Yo no podía
cerrarle mi corazón tan de prisa. Sabía de aquello. Lo sentí. Y él
incubaba un error: pensó que yo estaba mohíno, y no lo estaba. Lo que
era sesudez de mi fuego de persona, él lo tomó por mala molicie.
¿Quería traerme consuelo? -"Riobaldo, amigo...", me dijo. Yo estaba
respirando muy fuerte, con poca paciencia para lo trivial; por lo
tanto respondí alguna palabra sólo. A él en hora común, con mucho
menos de aquello le irritaba la gente. En la vez, no se ofendió.
-"Riobaldo, no había calculado que eras geniero...", bromeó todavía.
Di la ninguna respuesta. Un momento callados quedamos, se oía el
ran-rán de los animales que pastaban a lo bruto en la hierba alta. El
Reinaldo se llegó cerca de mí. Cuanto más le había mostrado mi dureza,
más amistoso parecía él; maliciando, eso pensé. Me parece que le miré
con qué ojos. Eso, no lo veía él, no lo notaba. Ah, él me quería bien,
se lo digo a usted.
..... Pero,
gracias-a-dios, lo que él habló fue con la sucinta
voz:
..... -"Riobaldo, pues hay un particular
que tengo que contarte y que esconder más no puedo... Escucha: yo no
me llamo Reinaldo de verdad. Éste es nombre apelativo,
inventado por necesidad mía, es preciso que no me preguntes por qué.
Tengo mis hados. La vida de uno da siete vueltas, se dice. La vida no
es de uno..."
..... Él hablaba
aquello sin arrogancia y sin entonaciones, más antes con prisa, quién
sabe si con un pedazo de pesar y vergonzosa
suspensión.
..... -"Tú eras
niño, yo era niño... Atravesámos el río en la canoa... Nos topamos en
aquel puerto. Desde aquel día somos amigos".
..... Que era, confirmé. Y oí:
..... -"Pues entonces: mi nombre verdadero es
Diadorín... Guarda este secreto mío. Siempre cuando estemos
solos, es de Diadorín como debes tratarme, digo y pido,
Riobaldo..."
.....
Así oí, era tan singular.
Mucho quedé repitiendo en mi mente las palabras, por mor de
acostumbrarme a aquello. Y el me dio la mano. De aquella mano yo
recibía certezas. De los ojos. Los ojos que él ponía en mí, tan
externos, casi tristes de grandeza. Dio el alma en la cara. Adiviné lo
que nosotros dos queríamos; luego dije "-Diadorín...
¡Diadorín!", con una fuerza de afecto. Él sonrió serio. Y me
gustaba, me gustaba, me gustaba. Entonces tuve el fervor de que él
necesitaba mi protección, toda la vida: terciando yo, garantizando,
castigando por él. A lo más, los ojos me perturbaban; pero siendo que
no me enflaquecían. Diadorín. Ponerse el sol, salimos y partimos de
allí, hacia la Cañabrava y el Barra. Aquel día fue mío, me pertenecía.
Íbamos por una llanura de vegas; la luna allá venía. Poda de luna.
Vecindad del sertón: ese Alto-Norte bravo comenzaba. El sertón es
esto, usted lo sabe: todo inseguro, todo seguro. Día de luna. La luz
de luna que pone la noche hinchada.
.....
Reinaldo, Diadorín, diciéndome que éste era real su nombre: fue como
si dijese noticia de lo que en tierras lueñes sucedía. Era un nombre,
a ver el qué. ¿Qué es lo que es un nombre? El nombre no da: el nombre
recibe. De la razón de aquel encubierto no resumí curiosidades. Caso
de algún crimen arrepentido, fuese, fuga de alguna otra parte; o
devoción a un santo fuerte. Pero habiendo el querer él que yo sólo
supiese y que sólo yo ese nombre pronunciase. Entendí aquel valor.
Nuestra amistad no la quería él acontecida simple, en lo común, sin
rastro. Su amistad, él me la daba. Y amistad dada es amor. Yo venía
pensando, cómo toda alegría, en lo mismo del momento, abre añoranza.
Hasta aquella: alegría sin licencia, nacida detenida. El pajarillo se
cae de volar, pero bate sus alitas en el suelo.
..... Hoy en día, verso esto: enmiendo y comparo. ¿Todo
amor no es una especie de comparación? Y de qué manera despunta el
amor. Mi Otacilia, voy a decir. Bien que cuando yo conocí a Otacilia
fue tiempos después; después se produjo la salvaje desgracia, conforme
usted va a oír todavía. Después después de. Pero mi primer encuentro
con ella, desde ya lo cuento, aunque esté contando antes de la
ocasión. ¿No es que ahora me está subiendo todo más fuertemente al
recuerdo? Pues fue. Así es que de este lado de acá habíamos padecido
toda resma de reveses; y que supimos que los judas también habían
atravesado el San Francisco; entonces pasamos nosotros, fuimos a
buscar el poder de Medeiro Vaz, única esperanza que restaba. En los
generales. ¡Ah, el burití crece y merece en los generales! Yo venía
con Diadorín, con Alaripe y con Juan vaquero y Jesualdo, y el Fafafa.
A los Buritíes-Altos, le digo a usted -vereda arriba- hasta llegarse a
una hacienda Santa Catalina. Teníamos ciencia de que el dueño era
favorable de nuestro lado, allí se debía esperar recado. Fuimos
llegando de tardecita, nochecita ya era, noche, noche cerrada. Pero el
dueño no estaba, no, sólo iba a llegar al siguiente, y señor Amadeo
era su gracia. Quien acudió y habló fue un viejito, ya santificado de
tan viejo, sólo se apareció en el parapeto del balcón: parece que
estaba receloso de nuestra forma; no solicitó que subiésemos, ni mandó
dar nada de comer, pero dijo licencia de que durmiésemos en lo bajo
del ingenio. Abuelo de Otacilia era aquel viejito, se llamaba Ño Vó
Anselmo. Pero, en tanto que él hablaba, e incluso con la confusión y
los ladridos de muchos perros, yo divisé, cual que una luz de candela
casi dejaba, la dulzura de una moza en el recuadro de la ventana, allá
adentro. Y, lo que fue más, fue una sonrisa. ¿Eso bastase? A veces
basta, a veces. Artes de muerte y amor tienen parajes marcados. En lo
oscuro. Pero sentí: me sentí. Aguas para hacer mi sed. Que juré en mí:
Nuestra Señora, si un día en sueño o sombra me apareciese, podía ser
así: aquella cabecita, figurita de rostro, encima de alguna curva en
el aire, que no se veía. ¡Ah, la juventud de uno pone en pie lo
imposible de cualquier cosa! Otacilia. ¿El premio como ese yo me
merecía?
..... Diadorín,
dirá usted: ¿entonces no noté yo viciación en su modo de hablarme,
mirarme, quererme bien? No, que no: fío y digo. Ha de lo, otras
cosas... ¿Duda usted? ¡Esas futesas!, usted es una persona feliz, voy
a reírme... Era que yo le gustaba a él con el alma; ¿me entiende? El
Reinaldo. Diadorín, digo. Eh, él sabía ser hombre terrible. ¡Rediez!
¿Ha visto usted una onza: boca de lado y lado, radiable, por los
hijos? ¿Ha visto riña de toro en el alto campo, braveando; serpiente
yararacusú acrecentando siete botes estallados; bando loco de jabalíes
pasando, produciendo fiebre en el bosque? ¡Y no vio usted guerrear al
Reinaldo!... Esas cosas se creen. El demonio en la calle, en medio del
remolino... ¡Hablo! ¡¿Quién es quien me impide hablar, cuantas veces
quiero?!
..... Así, a lo
sucedido cuando luego que nos apeamos en el campamento del Hermógenes;
¡y cuando! Ah, allí era un cafarnaún. Batiburrillo de malas gentes,
todo en la desley del yaguncismo bribón. Se estaban entre el
Claro-de-San-Roque y el Claro-del-Sapo, ribera del Riachuelo de la
Macaúba, por el final de la Mata de la Jaíba. Allá llegamos en un de
tardecita. A las primeras horas comprobé que era el infierno.
Entonces, con tres días me acostumbré. Lo que yo estaba era medio
trastornado del viaje.
..... A ver lo que
yo contaba: quien no conocía al Reinaldo, pronto lo conoció. Digo,
Diadorín. Nosotros habíamos llegado por fin, sin soberbia ninguna,
contentos de topar con tanto número de compañeros en armas: de todos,
todos eran garantía. Entramos por medio de ellos, mezclados, para
acuclillarnos y conversar nos arrimamos a un fuego. Novedad ninguna,
ya sabe usted: alrededor de una hoguera, toda conversación son
menudillos tiempos. Alguno explicaba los combates con Zé Bebelo,
nosotros lo nuestro: ruta completa del viaje, poco a poco, para
historiarla. Pero siendo Diadorín tan galante mozo, las facciones
caprichosas. Uno o dos de los hombres no encontraban el él aire de
machote, aún más que pensaban que él era novato. Así lueguito,
empezaron, ahí, chulos. De aquellos dos, uno se llamaba de apodo el
Mari-Cabrón, granujazo. El otro, un desarrapado, se decía Fulorencio,
ya ve usted. Mal par. El humo de los tizones dio en la cara de
Diadorin. -"El humillo va al lado del delicado...", teatralizó el
Mari-Cabrón. Conforme que habló soez con soltura, con propósito en la
voz. Nosotros, quietos. ¿Se va a aceptar bronca así, gratis? Pero el
sujeto no quería paces. Se levantó y se movió de modo, tirando besos ,
contoneándose y castañueleando, en una danza de pasito-a-paso.
Diadorín se estuvo en pie, se apartó de cerca de la hoguera; vi y más
vi: preparaba espacio. Pero aquel Mari-Cabrón era abusón, venía a
querer dar un ombligazo. Y el otro, muy comparsa, pringante negro,
azuzó, así como fingió falsete, canturreando por la nariz:
"Para gaudeamus,
Gaudencio...
¿Y aquí para el
Fulorencio?..."
..... ¡Aquello ardió! De repente todo fue
un arre y un barre, pero lo que había de haber ya lo sabía yo...
¡Zas!: el aire de un bote, y Diadorín entraba de encuentro con el
Mari-Cabrón, puso la mano en él, le metió un sopapo: un guatazo en las
quijadas y una sobarbada, y le pisó con el pie, se puso furioso. Dio
con el Mari-Cabrón en el suelo, y ya se le curvaba encima: y, el
puñal, le paró la punta delantito de la garganta del dicho, bien
apoyado en la nuez, en la parte de arriba, para clavarse deslizado con
buen apoyo, y la punta en la piel, pellizcando, para advertir del
gusto de una buena muerte; no era más que soltarse, que, por su peso,
un hecho se producía. El cierra-abrir de ojos, y yo también había
agarrado mi revólver. Arre, yo no quería presumir de prevenir a nadie,
lo que más quería era matar, si hiciese falta. Me parece que lo
notaron. A lo que, e la hora justa y cierta, nunca tuve miedo. Lo
notaron. Olfatearon presintiendo: como el perro sabe. Nadie no se
metió, pues desapartar así es peligroso. Aquel Fulorencio, instantáneo
paró con las acciones indecentes, me menosmiró una vez, entonces no
quiso encararme más. -"¡Burro, estúpido!", Diadorín mandó al Mari que
se levantase: ¡que sacase también el cuchillo, se defendiese mejor!
Pero el Mari-Cabrón se rió, amistoso cínico, como si todo hubiese
procedido de una broma: -"¡Caramba! ¡Tú eres un hombre, mano viejo,
paisano!" Estaba cabreado. Daba asco, él, con la cara sucia de malos
pelos, que crecían por todas partes. Guardé mi revolver,
respetablemente. Aquellos dos hombres no eran medrosos; sólo que no
tenían los intereses de morir así tan pronto. Un hombre lo es cara a
cara; un yagunzo también; lo es en el quien-con-quien. Y ellos dos no
eran allí muy estimados. Complaciendo con nosotros, otros compañeros
adoptaron aire de amistad. E incluso, por gracejo cordial, el
Fulorencio me preguntó: -"Hermano Viejo, ¿me compras lo que he soñado
hoy?" Divirtiendo, también, al aire di respuesta: -"Sólo si es con
dinero de la madre del yacaré..." Todos se rieron. De mí no se rieron.
El Fulorencio se río también, pero risa de viejo. Acá pensé,
silencioso, silenciosito: "Un día, uno de nosotros dos, de ahora,
tiene que comerse al otro... O, si no, queda el sunto para nuestros
nietos, o para los nietos de nuestros hijos..." Todo en más paz, me
obsequiaron: bebí januaria azulosa: un trago me bastó; aguardiente muy
nombrado. Aquella noche dormí consiguientemente.
..... Siempre se lo he dicho a usted, yo tiro
bien.
..... Y aquellos
dos hombres Mari-Cabrón y Fulorencio, estiraron la pata en el primer
fuego que se tuvo con una patrulla de Zé Bebelo. Por aquello y esto,
alguien habló que yo mismo había tirado contra los dos, en el hervor
del tiroteo. Así, por ejemplo, en el circundar de la confusión, usted
lo sabe: cuando la bala raciocina. Adelante hablaron que yo
providencié aquello, con motivo de evitar que más tarde quisiesen
venir ellos con una trapaza o embustería, con miras de sacar desquite.
Niego eso, no es verdad. No quise, no hice, no busqué llaga. Murieron
porque era su día, el de ellos, de buena cuestión. Hasta el que murió
fue sólo uno. El otro fue cogido preso -me parece- debe de haber
acabado con diez años en alguna buena cárcel. La cárcel de Montes
Claros, quién sabe. No soy asesino. Me inventaron aquel falso, usted
sabe cómo es esa gente. Ahora, con una cosa estoy de acuerdo: si ellos
no hubiesen muerto al comienzo, iban a pasar todo el resto del tiempo
acechándome, y a Diadorín, para aprontar con nosotros, en la ocasión,
alguna traición o maldad. En las historias, en los libros, ¿no es de
esa manera? A ver , en sorpresas constantes, y peripecias, para
contarse, es posible que quedase mucho y más gracioso. Pero, qué,
cuándo es uno quien está viviendo, en lo acostumbrado real, esos
floreados no sirven: lo mejor de verdad, completo, es terminar luego
con el enemigo traicionero, bien apuntado, antes que alguna tramoya
concluya. También, sé lo que digo: en todas partes por donde anduve, e
incluso siendo de orden y paz, conforme soy, siempre hubo muchas
personas que tenían miedo de mí. Les parecía que yo era
extraño.
GRAN
SERTON: VEREDAS
Seix Barral - Biblioteca Formentor. 1967
Traducción de Angel
Crespo.