LA
TERCERA ORILLA DEL RIO
(Cuento)
..... Nuestro padre era un hombre cumplidor, ordenado,
positivo y fue así desde jovencito y niño, por lo que testimoniaron
las diversas personas sensatas, cuando indagué la información. De lo
que yo mismo recuerdo, él no parecía más extravagante ni más triste
que los otros, conocidos nuestros. Solamente quieto. Era nuestra madre
la que mandaba y quien a diario regañaba a mi hermana, a mi hermano y
a mí. Pero ocurrió que, cierto día, nuestro padre mandó que se le
hiciera una canoa.
..... Era en serio. Encargó la
canoa, una especial, de cedro rojo, pequeña, sólo con la tablilla de
popa, para que cupiera justo el remero. Tuvo que ser fabricada toda
ella, elegida fuerte y arqueada en rígido, apropiada para durar en el
agua unos veinte o trienta años. Nuestra madre mucho renegó contra la
idea. ¿Sería posible que él, que no se ocupaba de esas artes, se iba a
proponer ahora pesquerías y cacerías? Nuestro padre nada decía.
Nuestra casa, en ese tiempo, estaba aún más cercana al río, cosa de
menos de cuarto de legua: el río por ahí se extendía grande, hondo,
callado siempre. Ancho, de no poder verse la otra orilla. Y no puedo
olvidarme del día en que la canoa quedó lista.
..... Sin alegría, sin inquietud, nuestro padre se caló el sombrero y
decidió un adios. No dijo otras palabras, ni se llevó provisiones y
ropas, ni nos hizo ninguna recomendación. Nuestra madre, pensé que iba
a gritar, pero persistió, solamente alba de tan pálida, mordió el
labio y bramó: -"¡Vete, puedes quedarte, no vuelvas más!"
Nuestro padre contuvo la respuesta. Me miró, manso, haciendo ademán de
que lo acompañara, sólo algunos pasos. Temí la ira de nuestra madre,
pero, de golpe, mañoso, obedecí. El rumbo de aquello me animaba, me
asaltaba una idea y pregunté: -"Padre, ¿puedo ir con usted en esa
canoa?" Volvió a mirarme y me dio la bendición, con un gesto me
mandó de regreso. Hice como que vine, pero di la vuelta en la gruta
del monte para saber. Nuestro padre entró en la canoa, la desamarró
para remar. Y la canoa salió alejándose, lo mismo su sombra, como un
yacaré, extendida larga.
..... Nuestro padre no regresó.
No iba a ninguna parte. Sólo ejercitaba la invención de permanecer en
aquellos espacios del río, de medio a medio, siempre en la canoa, para
no salir de ella nunca más. Lo extraño de esa verdad espantó a la
gente. Aquello que no había, acontecía. Los parientes, vecinos y
conocidos nuestros, se reunieron, y juntos se aconsejaron. Nuestra
madre, avergonzada, se portó con mucha cordura; por eso todos
atribuyeron a nuestro padre el motivo del que no querían hablar:
locura. Unos consideraban que podría tratarse del cumplimiento de
alguna promesa o que, nuestro padre, tal vez, por escrúpulo de alguna
enfermedad, como ser lepra, despertaba para otra suerte de vida, cerca
y lejos de su familia.
..... Las voces
de las noticias eran dadas por ciertas personas -pasantes, moradores
de las riberas, incluso en la lejanía del otro lado- diciendo que
nuestro padre nunca surgía a buscar tierra, en ningún punto o rincón,
ni de día, ni de noche, del modo como cursaba el río, libre,
solitario. Entonces, nuestra madre y los parientes nuestros
concluyeron: que las provisiones que estuvieran escondidas en la canoa
se gastarían; y, él, o desembarcaba y se alejaba yéndose para siempre,
lo que por lo menos se correspondía con lo correcto, o se arrepentía,
de una vez, y volvía a casa.
..... Eso era un engaño. Yo
mismo cumplía con llevarle, cada día, un tanto de comida hurtada: idea
que tuve, ya en la primera noche, cuando nuestra gente probó con
prender fogatas a la orilla del río, mientras que a su claridad, se
rezaba y se llamaba. Después, seguido, aparecí con pilocillo, pan de
maíz, penca de plátanos. Avisté a nuestro padre, al fin de una hora,
muy tardada de transcurrir: así solo, él allá a lo lejos, sentado en
el fondo de la canoa, detenida en el liso del río. Me vio, no remó
hacia acá, no hizo señas. Le enseñé la comida, la deposité en una
cueva de piedras en la barranca, a salvo de alimañas, de lluvia y
rocío. Eso, hice y rehice siempre, mucho tiempo. Sorpresa que más
tarde tuve: nuestra madre sabía de esa agencia, disimulaba no saberla;
ella misma dejaba, facilitadas, sobras de cosas, para que yo las
consiguiese. Nuestra madre no se manifestaba mucho.
..... Hizo venir a nuestro tío, su hermano, para ayudar en la
hacienda y en los negocios. Hizo venir al maestro para nosotros, los
niños. Encomendó al cura que un día se paramentase, en la orilla, para
conjurar y rogar a nuestro padre que desistiera de la entristecedora
porfía. Otra vez, por disposición de ella, para amedrentar, vinieron
los dos soldados. Todo lo cual no valió de nada. Nuestro padre pasaba
a lo largo, entrevisto o desleído, cruzando en la canoa, sin dejar que
se acercase nadie a la mano o a la voz. Incluso cuando estuvieron, no
hace mucho, dos hombres del periódico, que trajeron lancha y
pretendían retratarlo, no vencieron: nuestro padre desaparecía por el
otro lado, aproaba la canoa en el brezal, de leguas, que hay, por
entre juncos y matorrales, y él solo conocía, a palmos, su
oscuridad.
.....
Tuvimos que acostumbrarnos a aquello. A
las penas, que aquello trajo, uno nunca se acostumbró, es verdad. Lo
sé por mí, que lo quería, y lo que no quería, sólo con nuestro padre
lo hallaba; esto tironeaba mis pensamientos para atrás. Lo duro era no
entender, de ninguna manera, cómo él aguantaba. De día y de noche, con
sol o aguaceros, calor, escarcha, y en los teribles fríos de la mitad
del año, sin protección, sólo con el sombrero viejo en la cabeza, por
todas las semanas, y meses, y los años -sin tener en cuenta su irse
del vivir. No bajaba en ninguna de las orillas, ni en las islas y los
bajíos del río, nunca más pisó suelo o pasto. Claro, que al menos,
para dormir, su poco, él debería amarrar la canoa en alguna punta de
la isla, en lo escondido. Pero ni prendía fueguito en la playa, ni
disponía de luz fabricada, nunca más raspó un cerillo. Lo que comía
era casi; aun de lo que uno depositaba entre las raíces de la ceiba o
en la gruta de la barranca, él recogía poco, ni lo suficiente. ¿No se
enfermaba? Y la constante fuerza de los brazos, para mantener derecha
a la canoa, resistente, aún en la demasía de las arroyadas, en el
subir de las aguas, ahí cuando, en la embestida de la enorme corriente
del río, todo arrolla el peligroso, aquellos cuerpos de animales
muertos y troncos de árboles bajando -en espanto, en encuentro. Y
jamás habló palabra con persona alguna. Nosotros, tampoco, hablamos
más de él. Sólo pensábamos. No, nuestro padre no podía borrársenos, y
si, por un rato, uno hacía como que olvidaba, era apenas para
despertarse de nuevo, de repente, con la memoria, al provocarse otros
sobresaltos.
..... Se casó mi hermana; nuestra madre no quiso
fiesta. Pensábamos en él, cuando se comía una comida más sabrosa;
también, abrigados de noche, en el desamparo de esas noches de mucha
lluvia, fría, fuerte, y nuestro padre, sólo con la mano y un guaje
para ir vaciando la canoa del agua del temporal. A veces, algún
conocido nuestro encontraba que me iba pareciendo más anuestro padre.
Pero yo sabía que él ahora se había vuelto greñudo, barbón, con uñas
grandes, enfremo y flaco, negro por el sol y por los pelos, con
aspecto de bicho, casi desnudo, aunque disponía de piezas de ropa que
de cuando en cuando se le proporcionaban.
..... Y no quería saber
de nosotros: ¿no nos tenía afecto? Justamente por afecto, por respeto,
las veces que me alababan a causa de alguna buena acción mía, yo
siempre decía: -"Fue papá el que un día me enseñó a hacerlo así...",
lo que no era cierto, exacto, era mentira, por verdad. ¿Si él no se
acordaba, ni quería saber más de nosotros, por qué, entonces, no subía
o bajaba el río, hacia otros parajes, lejos, en lo no encontrable?
Sólo él sabía. Pero mi hermana tuvo un niño, ella porfió en que quería
mostrarle el nieto. Fuimos todos al barranco, fue un lindo día, mi
hermana con vestido blanco, el del casamiento; levantaba en los brazos
a la criaturita, el marido sostuvo, para protegerlos, la sombrilla.
Nosotros llamamos , esperamos. Nuestro padre no apareció. Mi hermana
lloró, todos lloramos, allí, abrazados. Mi hermana se mudó, con el
marido, lejos. Mi hermana se decidió y se fue, para una ciudad. Los
tiempos cambiaban en la lenta prisa del tiempo. Nuestra madre acabó
yéndose también, para siempre a residir con mi hermana. Había
envejecido. Yo me quedé aquí, el único. Nunca podría casarme. Yo
permanecí, con los bagajes de la vida. Nuestro padre me necesitaba, lo
sé -en su vagar por el río por el yermo- sin dar razón de su actitud.
Cuando yo quise saber, y, resuelto, indagué, me dijeron lo que se
decía: nuestro padre, alguna vez, había revelado la explicación al
hombre que le preparó la canoa. Pero, ahora, ese hombre ya había
muerto, nadie que supiese, que hiciese memoria de nada. Sólo las
falsas habladurías, sin sentido, como ocurrió, en el comienzo, con las
primeras crecientes del río, con lluvias que no escampaban, todos
temieron el fin del mundo, decían: que nuestro padre había sido
elegido como Noé, y que, por lo tanto, con la canoa se había
anticipado; pues ahora medio lo recuerdo, mi padre, no podía
condenarlo. Y apuntaban ya en mí las primeras canas.
..... Soy hombre de tristes palabras. ¿De qué tenía yo tanta, tanta
culpa? Si mi padre siempre ponía ausencia: y el río -río- río, el río
-ponía perpetuidad. Yo sufría ya el comienzo de la vejez -esta vida
era sólo demorarse. Yo mismo tenía achaques, ansias, cansancios,
torpezas del reumatismo. ¿Y él? ¿Por qué? Debía padecer demasiado. Por
más aventejado, no iba día más, día menos, a flaquear en su vigor, a
dejar que la canoa se volcase o que flotase sin pulso, en el andar del
río, para despeñarse, horas abajo en el estruendo y en la caída de la
cascada brava con hervor y muerte. Apretaba el corazón. Él estaba
allá, sin mi tranquilidad. Soy el culpable de lo que no sé, el dolor
abierto, en mi fuero. Sabría, si las cosas fuesen distintas. Y fui
madurando una idea.
..... Sin vísperas. ¿Soy loco?
No. En nuestra casa la palabra loco no se usaba, nunca más se usó,
todos esos años, nunca a nadie se acusó de loco. Nadie es loco. O,
entonces, todos. Lo fui, porque fui allá. Con un pañuelo, para hacer
más visible la señal. Estaba en mis cabales. Esperé. Por fin él
apareció, ahí y allá, el bulto. Estaba ahí, sentado en la popa, estaba
allí, al grito. Llamé, unas cuantas veces. Y hablé, lo que me urgía,
jurando y declarando, tuve que reforzar la voz: -"Padre, usted
está viejo, ya cumplió lo suyo... Ahora, regrese, no debería...
regrese y yo, ahora mismo, cuando quiera, los dos de acuerdo, ¡yo tomo
su lugar, el de usted, en la canoa...!" Y, así diciendo, mi
corazón latió en firme compás.
..... Él me escuchó.
Se levantó. Manejó el remo, en el agua, con la proa hacia acá,
conforme. Y yo temblé, hondo, de repente: porque antes, él había
erguido el brazo y hecho un saludo -el primero, después de tantos años
transcurridos. Yo no podía... Con pavor, erizados los cabellos, corrí,
huí, me arranqué de ahí en un proceder desatinado. Porque me pareció
que él venía: de la parte del más allá. Y estoy pidiendo, pidiendo,
pidiendo un perdón.
..... Sufrí el severo frío de
los miedos, enfermé. Sé que nadie supo más de él. ¿Soy hombre, después
de este perjurio? Soy el que no fue, el que va a callar. Sé que ahora
es tarde, y temo concluir mi vida en la mezquindad del mundo. Pero
entonces, al menos, que, en el capítulo de la muerte, me agarren y me
depositen también en una simple canoa, en el agua, que no cesa, de
extendidas orillas: y, yo, río abajo, río afuera, río adentro -el
río.
de
Primeras Historias
Traducción de Virginia F. Wey
Seix
Barral, Barcelona. 1965.