He aquí una fuente para dormir, una 
            claridad sin abrirse,
Sola en el tallo del sueño.
Bienvenido, 
            viajero devorado que te asomas
Ciego desde el agua a la 
            tierra.
Todo se vería pasar por un puente de vidrio
Sin la 
            oveja de la sangre, abatida de calor.
Pero no el cántico, el 
            gozo, el cuerpo asomado
Por detrás de los árboles del 
            infierno;
La luz en el abismo, el paso hacia atrás.
Día de los 
            días oh, imagen viviente sobre el fuego,
Vestida de ángel detrás 
            de los cielos
Y de las cosas petrificadas que celebran la 
            muerte.
Alrededor, nada más que alrededor:
En las bodas del 
            agua y del fuego.
O en la ascención del pez infernal
¿Vienen 
            los coros? ¿Viene la espada del trueno?
¿Los cánticos blancos? 
            ¿Gimen los dioses reunidos?
Alrededor, nada más que 
            alrededor.
Nadie sale al encuentro. Nadie cubre las 
            huellas.
Al fin en el espacio que cruzan ángeles y demonios,
Y 
            donde el hombre se quema los pies.
Pero el agua, el agua muerta 
            revive y lava la noche.
Y todo se queda alrededor, nada más que 
            alrededor.
            I (1-23)
            Fábula, fábula. La hermosa fábula del 
            luto.
En alguna parte la estrella y en alguna altura las 
            llaves.
Alrededor, nada más que alrededor.
Oh, la sal perdida 
            de la boca
En la orilla movible de la tierra.
El hombre sin 
            coros, el hombre tras de sí,
Perdida la edad, cálido, radiante, 
            reunido.
Tomado de la mano por la noche
Entre serpientes y 
            lluvias
            I (32-40)
            El descenso, nada más que el descenso por 
            vertientes de fuego,
Por arte de tinieblas, al borde del vaso 
            donde las bocas
Viven la diabólica ebriedad de la abeja.
La 
            eternidad en un puente melodioso, en un acto sin ruido,
Debajo de 
            las sirenas anidadas,
El descenso, nada más que el descenso. Y 
            todavía
Humedad terrestre, soles, colinas, aguas armoniosas, 
            tempestades
Asidas al cuerpo sin luz, al ruido, al 
            horror.
¡Eurídice! ¡Eurídice! Este es el lecho que huía
En las 
            barcas silenciosas de tu cuerpo
Lo soñado en los cantos de las 
            colinas,
El pecho cruzado por el amor, los ojos 
            anudados.
Aparta el miedo y sus artes, corta las llamas de 
            raíz.
¿Qué es la respiración del hombre entre los hombres?
Oh, 
            nuestra noche, una varilla ardiendo; febriles voces
Con el rayo 
            del corazón fuera de los anillos.
Unidos en la copa volcada 
            deseábamos contenernos,
Ir hacia el cántico arrojado a las 
            hogueras
Por bocas selladas por la bella araña de la 
            muerte.
Pero yo había soñado y el sueño es una tijera
Abierta 
            por los ángeles de la noche.
            I (80-100)
            Al sonido errante de Eurídice y a lo que 
            su sueño
Cruza de pronto entre los animales que la visten.
Oh, 
            dedos míos, y lengua sin fortuna.
Colinas donde me senté más de 
            una vez entre los fuegos.
Sonido terrestre y mío, nortes 
            desatados
Y tempestad invasora del ritmo y de la 
            tranquilidad.
Pero mis artes llamaban al lecho del trueno
Y a 
            su huevo a la lluvia, a los pozos al viento.
¡Artes mías! El 
            cielo abría las cascadas,
La tierra ascendía entre las tablas del 
            alba.
Se me debió oír poblar soledades. ¿No tuve siempre 
            pies
Para pisar raíces y piedras en el aire?
Mi garganta 
            decía: "Venid, seres del miedo, venid.
Venid, imágenes 
            desgarradas, fuegos tenebrosos;
Mundo brillante de imanes, 
            visiones de los bosques.
Los túneles crearon la encantada 
            salida".
            II (116-131)
            Y decías: "¿Qué fuego es ese? ¿Se quiebra 
            alrededor?"
Me reconocéis en la propia eternidad aguda,
En el 
            mundo cerrado del fuego.
¿Por qué una doble llama? La de aquí es 
            la del abismo,
Única en el aceite, en el himno ronco, en los 
            cabellos.
"Conocemos la fábula: Habéis cortado el rayo.
Y la 
            visión corre detrás de ti en la noche.
¿Devora al ser, cuerpo y 
            ramas? ¿Petrifica las cosas?
¿Le ama el hombre o le teme? ¿Es 
            suyo el enigma?
Venid, cuidad las manos.
Aquí el calor es la 
            respiración, el padre terrible:
Del ser al fuego, del fuego al 
            ser, en las tinieblas.
A cada paso el agua, pero qué lejos de la 
            boca.
Igual que coger la raíz de la estrella. Brasa de la 
            lengua,
Temido tesoro. Y se puede dormir en él como en un 
            seno.
Pero los ojos cesan de cantar. El vino se evade".
Y es 
            verdad, he cortado el rayo que cantaba
Y su visión corre detrás 
            de mí en la noche.
Las gavillas del terror golpean, lucen, 
            penetran,
En desgarrados himnos de olvido.
            III (164-183)
            Prometeo, no. 
            Orfeo, no. ¡El hombre! ¡El hombre! Oídlo, 
            exilados.
El hombre eterno, el hombre a la vez dichoso e 
            infeliz.
Y he aquí mi varilla, la claridad quemante.
¿Somete? 
            ¿Petrifica? Quitad los ojos de encima.
Romped la noche sin vino, 
            vaciad la cabeza.
Vuestra muerte es la obscuridad 
            reducida.
Aquí tenéis las lámparas que escriben, los coros de 
            piedra,
El libro que hace ruido, el cántico en un vaso.
Y vais 
            a gritar: "¿Orfeo Orfeo! ¡Aquí tenéis a Eurídice!"
Y yo os digo: 
            Salid, salid estatuas del miedo,
Costumbre de la angosta noche en 
            el cuello.
Toda salida se hará estrecha debajo de mi 
            lengua.
Vuestras voces destinadas están a las piedras.
¿Qué 
            podréis tocar aquí, confundidos, opresos?
Una losa partida os 
            cuida del tiempo, un sol de luto os mira.
La espada de fuego 
            sigue en flor a vuestras puertas.
"Bella es tu lengua, hijo de la 
            noche, pero ataja su brillo.
Nuestras artes sobrepasan la piedra 
            y el abismo.
Mas estamos cerrados para el cántico, solos para la 
            gracia;
Como la madera, viejos para el sueño;
agrios para la 
            luz de frente y mejillas abiertas.
¿Cuál es el fuego desconocido? 
            ¿Cuál es el fuego donde tu boca
Luce el desgarrado imán de la 
            noche?"
Mirad las naves que naufragan en mis manos, el sol 
            destapado.
La memoria del hombre detrás de su sombra sin 
            luces;
Cemento de día, vivo collar deshabitado si duerme.
Los 
            jardines del mundo le huyen. Los océanos rompen el oído.
Desde la 
            profundidad abandonada... ¿Y qué espacios cerrar
En las mismas 
            puertas suspendidas de la muerte?
Vuestra cabeza rechaza el aire 
            y lo que adora
Pasa sin ser tocado, vibra sin dar brillo, 
            tiembla
En el duro cristal de las llamas rechazadas.
¿Los 
            labios cesan de cantar, el vino se evade!
Todo aquí luce muerte, 
            tal es el olor a piedra.
Todo se mueve en un círculo de tenazas 
            ciegas; todo retrocede
Deshaciéndose en una medianoche sin música 
            y recostada
En el fastidioso vapor del infierno, en la muerte sin 
            madre.
Ved aquí mi lámpara de lúcidos granos, de adobes 
            traspasados.
El fuego, mi fuego la copa sutil y 
            la tempestad.
La boca y el castigo. El movimiento, las 
            visiones.
Mágico resplandor, padre de los muertos.
            III (211-251)
            Y ellos decían con los ojos: 
            ¡Eurídice!
Y he aquí las llamas solas, lejos de 
            los pastores y de los guardias,
En la penetrante soledad de un 
            mundo vaciado.
Una nueva sed me pasa la mano desde afuera, 
            deseosa
De remover lo que dejé sellado en el tiempo.
Lo que no 
            es sino la vida sola, la imagen invisible
Que somos a ojos 
            cerrados... He tenido el ruido de los espacios,
La ilusión del 
            centro de la noche, el llanto del hombre.
Todo a mi alrededor, en 
            mi confusión y en mis destellos,
Herido de claridad o asomado al 
            árbol del abismo.
            IV (252-261)
            Toda la magia viva del mundo, toda la 
            terrible ilusión
En una casa rodeada de leones, en una edad de 
            marea
Precipitada en un vaso / en una muerte natural, sin 
            cortinas.
¿Qué ver? ¿Qué oír? Y no digáis soñar. 
            Muerte desvestida.
Sola en las calles, en el Luna Park los 
            Domingos o en el Zoo.
Sola y a la vez amiga de todos, 
            animadora
De las fiestas, de las transfiguraciones, de las 
            catástrofes.
La muerte... ¡ Y yo fuera de ella! Fuera de 
            Eurídice, en el descenso
Hacia el cántico del fuego sepultado un 
            día desde el ángel.
Y helos allí. Presencia y espanto del brillo, 
            reunidos
Fuera del círculo, seducidos por la fábula
-Tal el 
            hombre por sus sombras a cada paso- por una fábula
Tan mía como 
            estas manos que escogen el aire para pasar.
Quieren el 
            fuego siempre... el aburridor fuego de la luz
Y no el 
            del abismo el que eligieron un día,
El que fue hecho de ilusión y 
            de espanto.
El que le dio transparencia de ceniza no 
            sofocada.
El imán, nocturno nadador hacia el hombre.
El 
            aullido desde los huesos a los espacios replegados.
La copa sin 
            beber en la alta noche.
Y la mía, la varilla -tú, viejo Orfeo 
            petrificado-
Desbordante de los cabellos de Eurídice 
            está.
Pero estas tinieblas se espantan de la luz
Y gimen 
            tejiendo coronas de labios enredados
¿Se romperán los bordes de 
            esta copa de calor,
Ahora que alguien camina cerca de mí 
            apartando las puertas
... Y ellos decían con los ojos 
            ¡Eurídice!
            IV (276-302)
            ¡Ella! ¡Ella! Movible y obsequiosa en el 
            calor reposado
Que se anticipa a las luces, a las puertas 
            cerradas detrás de sí.
No disfrazada en ciudades o colinas, en 
            plazas, en bosques
Ni a las espaldas del hombre, ni en las 
            morgues, ni en las ruedas.
Nunca más semejante al golpe en la 
            puerta, o al perro invisible
Que lame a los moribundos antes de 
            partir.
La he conocido sola o acompañada, en los bailes o la hora 
            del té.
Moviendo el pañuelo delante de Hamlet o de 
            Ulises;
Espléndida en el Ballet, preocupada por las danzas del 
            pueblo;
Del brazo del soldado y del desertor, con el General y el 
            Corneta;
Himno de los desfiles de la Paz, en los odios deshechos 
            por un día;
Cordero en los altares donde la luz se dobla; hija 
            coronada
Por las profecías, las tablas, el rayo de filo celeste, 
            el imán.
            V (303-315)
            ¿Conocían al hombre? ¿Qué presa era la de 
            sus fuegos?
Eurídice... Sí, Eurídice terrestre para un terrestre 
            Orfeo.
Y ellos me vieron llegar con sienes de fuego, con un 
            calor
Desconocido y tenaz para quien caen las 
            puertas.
"¿Qué fuego es ese, se quiebra 
            alrededor?"
El mismo afán celeste en los infiernos, la misma 
            copa
A prueba de los tormentos de una tierra sin luz para la 
            fábula.
Y querían oír cómo el hombre teje la respiración, cómo 
            rehuye
La insistencia de la magia, la brotada boca del 
            sol.
"Hemos cambiado el jardín por las llamas".
Ellos dando 
            con correas en las corolas, con armas en la entrada;
Negándose a 
            signos del anciano, del que amontona a los muertos;
Mas el hombre 
            se ha perdido a sí mismo, ¡oh esposa mía!
Y tú lo ves por mi boca 
            hollada por el cántico, aplastada y sola
Frente a ti en las 
            cavernas donde no te soñé.
            V (336-350)
            Yo te sabía allí ¡oh adorada! yo te veía 
            de pie junto al lecho,
Ciega, o presa entre redes; yo te veía 
            volcar una lámpara y salir.
"Todo, todo para tu boca voraz, para 
            tu enigma".
Y era verdad. Y nunca necesité tanto de una 
            estrella
Para no echarme encima de ti.
¡Ella! Tú, siempre 
            detrás de todo, sola, sin cólera,
Desposeída de las hachas, 
            inconocible en el vacío.
¿Hacen lo mismo los dioses con las 
            sombras
Horrorizadas ya de tanta luz?
Tú, esposa mía, bajo la 
            bóveda de la tierra, como el ser, sin salida.
            V (363-372)
            ¿Qué edad atraviesa la espalda? Por mi 
            resurrección el tiempo abandonado,
El poderoso trono, gime entre 
            arpas de luto y copas donde nadie
Bebe por las alianzas, ni por 
            el adiós de la furia.
El éxodo de los ángeles siniestros sigue al 
            sol y la noche.
Y Eurídice ha vuelto a su casa, al parque donde 
            mi imagen debe estar sola,
Tendida en el césped; sin otro cántico 
            que el del paso del agua por las hojas.
¿Recuerdas? Un día, los 
            mercados se desbordan de muertos, de soldados,
De mujeres 
            arrastradas de los cabellos, de ebrios con arpas en la 
            cabeza.
Las hoces de media luna, campanas todas, cambian de sol y 
            se duermen.
El animal del mundo quiere otra piel, Eurídice. La 
            fieras de mi canto
Caen también en los bosques de cañones, junto 
            al lecho
¿Y aquella ciudad donde las estatuas cantaban? Sólo 
            verás su cielo en pie.
El Teatro muestra su máscara; el Estadio 
            es una fosa olímpica;
Las fábricas hablan boca abajo: "¡José, 
            Antonio, María, hijos míos!"
Ellos han caído heridos por el 
            lirio... ¡Eurídice! ¡Eurídice!
Sí, ella ha 
            vuelto a su aldea. Ella me recuerda entre los amigos del 
            bosque.
El tigre, el león, el jabalí, el lobo, los coros 
            todavía;
Pedro, el pastor; Simón, el carpintero, cantor de la 
            parroquia; Narciso,
Al borde de su fuente; Juan, el sepulturero; 
            Jerónimo, el visionario;
Diógenes, regando su linterna; Angelina, 
            sola, entre las tumbas;
Hölderlin: "Sí, Excelencia. Sí, 
            Excelencia"; Daniel, el de los sueños.
Muerta la mano que vaciaba 
            el vino de las campanas, 
Junto a las peonías, sola. 
            Ella, cansada de morir.
            VI (373-396)
            "[...] ORFEO ¿recuerdas? Sí, en un tiempo 
            ORFEO. En un tiempo, en la fábula.
¿Y qué hacemos con la fábula, 
            nosotros, perros sin familia?
Las ciudades turban, las aldeas 
            queman, la piedra es dura almohada.
El hombre no quiere 
            inmundicias. La doble noche nos habla.
Sólo la doble noche con su 
            lengua familiar, con las visitas
Que conversan de paso sentadas o 
            de pie, preocupadas
De hacernos saber que nos van a cavar en lo 
            obscuro.
Y a veces, visiones. La cabeza no ha muerto del todo. 
            Casi siempre muertos.
Ellos vagan aún como nosotros, vuelven como 
            ORFEO.
Los hombres y los muertos. ¿Por qué nos arrojan de sus 
            casas?
¿Por qué no nos dejan un lugar en el centro de la 
            noche?"
Oh, verlos otra vez. Mágica rueda del mundo movida por 
            sonámbulos.
Frías manos me esperan a la entrada y lenguaje de 
            obscuros profetas
A quienes se obedece sin descifrar los signos, 
            en una lúcida
Caza de fieras perdidas en la tempestad.
Sin 
            duda, Eurídice ha sido tomada en las redes y ha partido
Con la 
            soberbia del gendarme o con el fusil del soldado.
La oigo cantar 
            de lejos, detrás de mi cántico, cuidando las celdas
O en marcha 
            hacia el frente con una estrella en el casco.
¿Han hecho entrar 
            la greda en la boca y el olor del infierno
En las manos que 
            entibiaban los cueros de mi lecho?
Decid, colinas mías, bosques, 
            aldeas, Tracia mía, Tiempo,
Océano Pacífico, país tendido en 
            orillas melodiosas ¿es posible?
Oh. Eurídice, vencida por la 
            serpiente, deshecha en mis brazos una vez.
Tú no estabas allí 
            donde los hornos cavan fuego
Ni eras la Aparecida sin lengua, 
            recostada en el brillo.
Ni estás debajo del mundo en una casa de 
            podridas maderas,
Guiándote tú misma las obscuras naves del alma 
            entre los hombres;
Ni eres arrojada de las puertas donde has 
            buscado refugio,
Ni pereces de noche con el hijo de las 
            piedras;
Ni vuelves la espalda a los que se reúnen en las 
            plazas
A mostrar los signos del látigo, la Ciega hija de 
            prostituta;
Ni estás con el ladrón abonado a la Ópera,
Ni con 
            la dama de caridad, ni con el santo vestido de negro.
Y sobre 
            todo ni guardas las prisiones, ni vas junto a soldados,
Ni lloras 
            jamás, ni te desgarras el seno de oro, profundo donde dormí,
¡Oh 
            no, Eurídice! Lo sé desde estas soledades que se apartan,
Desde 
            donde te veo entrar en el mundo, en las cosas, en los 
            hombres;
Con la varilla del hada terrestre, segura del hondo 
            sonido;
Segura de la magia a punto de crecer; y segura del tiempo 
            del hombre.
Y ellos no me verán. Mi estatua va de abismo en 
            abismo.
¿Para qué mi cántico? Dadles algo del calor de mis 
            tiendas,
De las pieles y los vasos alegres con que conté mis 
            días.
            VII (444-488)
            En un calor de telas y de mantas, de 
            palos y cartones, en agua tornasol
Y Ella también, regocijada 
            entre los mancos y los cojos.
En la Catedral, el paralítico de 
            cara ahumada.
"Pasad, entrad. ¡Qué bello es el mundo! Hoy están 
            todos aquí.
Aquí y allá, todos. La mejor flor y el estiércol. 
            Todo.
El santo y el asesino, el gendarme y el ladrón, el señor y 
            la señora.
¿Cómo no es posible recrearse, hermanos míos?"
Pero 
            tú no quieres tocar las cadenas del hombre.
Tu traje de creyente 
            raído evita la máscara.
Tiembla de terror en la alta noche del 
            hueso.
Qué pasos dar, la columna tirita. Ni siquiera el vacío del 
            ángel.
Cambiar de ciencia ya, cambiar de ropa y de 
            amigo.
¿Recuerdas que tampoco a Ellos les bastaba el fuego en el 
            abismo?
Y nadie dirá que los dioses no se fatigan de hallar una 
            lámpara en cada foso.
Oh, permanente vinagre en la mesa del 
            hombre,
Junto al plato encendido, a la leña para la 
            hoguera.
¿Podré levantarme del bello derrumbe desde donde 
            tiran
Los hierros de la tempestad que no veo?
LLevadme los 
            días contados, devolvedlos a la página eterna:
Duerman allí las 
            garzas del delirio tan pegadas a la noche,
Lo que puse en mi 
            hombro quemante, maderas o gavillas.
Duerman allí junto a la mano 
            acusadora que espantó a Baltasar.
¡Daniel! ¡Daniel! ¡Diga tu boca 
            el contenido de tanta hora
Desde la nada a Eurídice, desde 
            Eurídice al tiempo!
Todo será verdad, menos yo. Y otras bocas 
            digan y otras manos tracen
Signos en las murallas que han sido mi 
            casa y mi duelo.
Todos será verdad, menos mi voz. Todos será 
            verdad, menos Eurídice.
Ella es mi ruido, la sombra que hago al 
            perecer.
            VIII (510-537)
            Y Ellas vienen, Eurídice. Las furias 
            salen de sus redomas hacia mí.
"He ahí el huesped de nuestros 
            padres, el que tiende el oído hacia adentro.
Su esposa gime en 
            las tinieblas y él por ella, ciego.
¿Por qué dejarlo ir? ¿Por qué 
            no amarlo? ¡Orfeo, dejad la túnica!
Miradnos desnudas en tu pobre 
            luz, miradnos la cabellera y los senos.
Ningún arte mejor, ningún 
            fuego mejor que nuestra boca en tu boca.
Ningún hervor como el de 
            nuestro cuerpo en el tuyo.
¡Orfeo! ¡Orfeo! Vacia tu copa de hielo 
            sobre las llamas.
No son como las que has visto: no queman, no 
            devoran, no hunden.
Dan lustre a los cuerpos abrazados. Son el 
            amor que hierve y lame.
El amor de la espalda en tempestad, del 
            vientre socavado.
Algo como la lámpara que te trajo por playas y 
            tinieblas.
La luz misma, en fin, Orfeo. ¡La que apenas tuvo para 
            sus pasos Eurídice!"
            IX (551-563)
            Tienen la tiniebla de la espalda, la luz 
            de medianoche.
¿Viene de ti, son tu imagen para probarme los 
            sentidos?
Mis ojos se rompen, mi cuerpo arrastra en sangre sus 
            harapos.
Una losa alumbra hacia abajo lo que fui un día.
Solo 
            a través de ti y tú sola como el dedo de los dioses sobre 
            mí.
Pero Ellas tuercen mi voz: "Orfeo, hijo de 
            la estrella.
Dulces brazos y pesados muslos dichosos para el 
            amor.
Muro en vez de oídos, cal en vez de lengua, mirada hacia 
            adentro.
Hijo de la estrella siempre y Orfeo. ¿Somos la noche 
            amarga?
¿La cicuta feroz? ¿La olla despreciable al 
            mediodía?
¿Nuestros senos son la hoja seca, la mistela sin 
            sabor?"
¡Eurídice! ¡Eurídice! Que tu muerte me escuche debajo de 
            las piedras.
            IX (584-595)
            Has soñado ya terribles sueños, has 
            vivido ya bellas muertes.
Qué ánimo podría alumbrarte a estas 
            horas, a las puertas de la ciudad;
Tocado por tu desnudez eterna, 
            por el olor de los cuerpos, por las bocas
Que tratan de sacarte 
            de la noche, de la placidez, de la Esfinge.
De nada serviría 
            entrar otra vez al abrazo cálido, a las piernas gimientes;
Al 
            balbuceo a tientas, al gozo no creado ya por tu sien.
Semejante 
            al mendigo, al mendigo y a la prostituta, solos:
Una mano 
            estirada en la sombra, un cuerpo roído la intemperie.
            X (596-603)
            ¿Cómo no reconocer en su dulce furia las 
            cosas que han pasado
O que pasan de largo como manjares cerca del 
            mendigo?
Ellas no son el amor, ORFEO. Ellas son lo vivido que 
            vuelve a obscuras, 
La fábula donde hemos bailado debajo de las 
            orquestas;
La Mesa donde nos hemos hartado con la cabeza del 
            asno;
El Lecho que nos hizo borrar la fatiga con los demonios en 
            la pared;
El Canto con que celebramos la noche y el aullido de 
            los perros; y 
La Máscara sabia y graciosa con que imitamos al 
            Hombre y al Ángel.
¡Oh Vejez, plato transparente! Servido está 
            delante de ti.
La existencia es el hambre saciada. Y si eres lo 
            que perece
Todo debe recomenzar, todo debe brillar aún en la hora 
            reducida,
En las últimas cenas, en la cicuta bienhechora.
Es 
            sólo un instante, un instante profundo. Un espejo que deja de 
            vivir.
¿Qué harás con tus coronas y guirnaldas, con las cuerdas 
            desgarradas de la noche?
¿Qué moneda recibirá tu mano sola en las 
            puertas de las tabernas?
¿Qué vino temblará en tu copa 
            arrugada?
El amor es distinto de un cuerpo a otro, de una 
            copa a otra copa.
El hechizo está naciendo siempre, la boca 
            arroja nuevas llamas.
Donde hemos separado la cabeza es sólo una 
            puerta abierta.
Y si todo recomienza, todo debe seguir.
Yo soy 
            el Tiempo y crezco de noche como las enredaderas.
Puedo hacer que 
            el templo de mi sangre cambie el calor de sus columnas;
Puedo 
            acallar los órganos a cuyo sonido despiertan el Hombre y el 
            Ángel.
Yo soy el Amor y sobre todo la Vida, pues soy el que 
            abraza y el que sepulta.
Y para que todo siga, Eurídice es mi 
            muerte.
            X (664-688)