MAQUINA DE BERNARDO ROCCO
Prólogo de Roger Santiváñez
Maquina
Bernardo Rocco
Mundo Ajeno Editores.
Lima, 2007.
46 pp.
Un poeta joven siempre nos trae una materia desconocida. Una materia en estado ígneo, plena de las reverberaciones de un corazón desesperado y visionario. Tal es el caso de Bernardo Rocco y su maquina (sic), como para sugerir un sinfín de posibilidades expresivas y semánticas. Conocí a Rocco en los intersticios de la ciudad de Filadelfia, su centro de operaciones, ebrio déspota de la nocturnidad. Y definitivamente esto es lo que marca su poemario: la urbe y sus insospechados designios, la canción que se busca entre las disonancias del jazz a la medianoche. Las calles deshechas al ritmo de los pasos del poeta, la madrugada intensa reflejada en los faros de los autos desprevenidos ante el plutonio que se avecina.
Pero no se crea que Rocco es un poeta meramente intuitivo y callejero. Su poesía es en el mejor sentido culta. Tenemos –por ejemplo- a la Beatriz de Dante y a Dante mismo circulando entre los versos, intertextualidad que nos sitúa en esta Comedia particular de nuestro autor, tremendamente humana. Un latinoamericano sentado en la barra de algún bar, conquistando a las muchachas con su floro, entre “los últimos vestigios de whisky y coñac” como reza el poema “Chris Jazz”. Es verdad que mucho se ha escrito sobre la ciudad y sus fantasmas, su sórdida luz de neón alumbrando el vacío y la soledad de los alienados peatones noctámbulos; pero creo que Rocco le pone lo suyo. No sólo su cadencioso ritmo de verso largo o versículo, sino una abismal perspectiva de la destrucción. Eso es lo que a mí me interesa. Por el libro desfilan enhebradas imágenes de un mundo que se despedaza por todos lados, donde todo se derrumba o desaparece: “entre anaqueles y conversaciones promiscuas / a medida que caes en la venta de deshojados / cantos con sabor a clavo rancio, / y amarillos pétalos con sonido a tinta, / escuchándose cada vez más lejos”.
Sin duda estamos ante una nítida visión del capitalismo decadente en medio del cual el poeta –a pesar de su dolor– todavía es capaz de recuperar las correspondencias baudelaireanas y ver música en el desvaído color de la ciudad en estado de descomposición. Porque de todos modos, la poesía es un canto –aunque sea fúnebre–pero un canto que se alza por encima de los rascacielos y toca las nubes del cielo, atraviesa la nada y llega al paraíso, tras esa estadía en el infierno, como quiso Rimbaud. No me queda la menor duda que Rocco pertenece a esta estirpe maldita, la de aquellos entremezclados con las muchedumbres urbanas, rebuscando en su desolación “fresas” (que yo leo como la boca de una muchacha) o “contemplando tus marinos trazos” (lo que interpreto como una alusión a la mujer, rediviva Venus siempre brotada del mar).
La virtud de esta poesía está en su frescura, en su ondulante fraseo renovado por la inédita experiencia vital del autor. No importa que aquí esté la sombra de Blake o Ginsberg, lo que interesa es cómo Rocco ha asimilado a estos poetas de la tradición que él quiere asumir. Y lo ha hecho con honestidad, con talento, y con un corazón que se entrega a la maraña de la literatura y sale indemne, porque su ofrecimiento es puro como el aire respirado al filo del amanecer, cuando “un último hombre y exhausto camina a Roosevelt”.
Así las cosas, comprendemos por qué el estribillo del poema “Retrato de un fantasma” nos reclama “Vete al infierno” a cada cierto tramo. Es porque en realidad habitamos el infierno y su requerimiento es más que una exigencia o una invitación; se trata de una constatación ineludible sino la hemos vivido ya. Pero sabemos que en un verdadero poeta siempre hay esperanza, y eso es lo que nos dice Bernardo Rocco, aunque el cielo se venga abajo: “mientras la pequeña luz intenta un círculo, una nota de lluvia / mientras tanto, caen las estrellas por la calzada de ladrillos”.
De modo que con esta plasticidad de su materia verbal y su refrescante música podemos irnos al infierno con Rocco, y no habrá que decirles a las muchachas: “recójanse las faldas que vamos a atravesarlo [el infierno]” –como dijo Wiliam Carlos Williams en su nota introductoria a Howl–, sino sencillamente “tomémosnos de las manos y ardamos juntos” en las azules brasas de esta poesía. Salud.
Roger Santiváñez, praderas de New Jersey, 5 de diciembre de 2006.
Bernardo Rocco nació en 1973 en la ciudad de Chillán, Chile. Hizo sus estudios de licenciatura en Lengua y Literatura Hispánica en la Universidad de Chile, y obtuvo la maestría en la Universidad de Temple, Filadelfia. Actualmente enseña en dicha universidad estadounidense.
POEMAS SELECCIONADOS
Hotel Roosevelt
Dante vive aquí
en la esquina del Schuylkill River
en la soledad de un cuarto contiguo
entre calderas, subterráneas salas de máquinas, el hotel en
movimiento arde líquido mientras tres tristes bestias dan la
bienvenida a los huéspedes
en las proximidades, debajo de mi cuarto cúbico y decorado
de libros, de mi cama minúscula, Dante cavila conmigo su
nuevo viaje mientras leo Timbuktu, y creo que Santa Claus me
habla al teléfono
Beatriz, compañera y amante, guía de innumerables puertas y
pasillos
aún se escucha el rumor de antiguos clientes y el sonido de
las campanillas que hacen ring
el botones en su traje perfumado y de lentejuelas recibe a
los huéspedes
mientras una bola de vidrio en movimiento inicia el atardecer
y un gato aullador gime en la distancia, mastica y gime
algunas melodías, mientras se encoge y recoge entre
bocanadas y sábanas, azulados manteles que brillan bajo la
luz de la bola en llamas
una mujercita cruza el pasillo angosto que lleva al exit con
cara de cebolla y espinacas con olor a sal de mar mientras
en el hotel se continúa la travesía hacia la otra orilla
mi Beatriz ya cansada me duele en mis tímpanos y rosa mi
cara como un cisne inalámbrico y trunco
mientras recojo mi ropaje, mi dentadura, mis anteojos de
fieltro, mi último equipaje antes de evacuar
antes de seguir mirándote con mi amurallado rostro, mis
pétalos que crujen como dientes, mi encorvado caminar hacia
el ascensor, hacia el último círculo
Dante me espera allá abajo atado a un peñasco con sus
entrañas devoradas por cazabombarderos rumbo a Oriente
y una mujer grita, un ciclista pasa desprevenido y miles de
idiotas conectados a Internet ven como a lo lejos cae un
racimo de bombas bajo la ciudad despoblándose.
Spanish 911
A la distancia se escucha la infinita sirena
mientras el doctor en letras clava su pluma
e intenta resucitar al paciente
cincuenta y un horas de emergencia y terapia de lobotomía
cincuenta y dos horas de monólogo y gramática generacional
sesenta y un horas de conjunciones lingüísticas
y dramatizaciones absurdas
los camilleros de la lengua se aprestan a abordar el bote
que lleva hacia la orilla
mientras se siente un perfume a primavera y azufre
unas monedas caen y unas palomas clavan sus picos
como flores marchitas
y me apresto a tararear la cátedra sobre agujeros
y conjugados verbos
un paciente se revuelca sobre apilados libros
y tartamudea algunas frasecitas en lengua ininteligible
alguien estornuda algunos versos e intenta un amago de bostezo
mientras la tiza cruje sobre el tablero sin correspondencia de signos
y el payaso en traje fantasmagórico
murmura algunas palabrotas e insultos
algo que desafíe el tedio y la noche nocturna
algo que remedie las noches de laboratorio ciento cuatro
algo que apacigüe al animal herido
envuelto en seda y margaritas alcohólicas
Las armas simuladas
Mercenarios, bandidos, cientos de ellos
acribillados como casquetes de armas simuladas
como cabezas rapadas acumulándose
lujo e insomnio y fantasma cuadrapléjicos
en famélicas placas arroyándose
armas, multitud de ellas fermentando,
descomponiéndose en mitad de la noche,
en medio de las cosas y sus fines
mientras algo sonoro patea cuellos y requiebra azules camisas
y unas bocanadas suben,
mientras cae duro como polvo, un gran golpe de flores
y pétalos pestilentes,
morbo demoledor de terrones de azúcar
golpeando narices.
Luz intenta un círculo
Miles de brújulas y atardeceres floridos y cenicientos cadáveres,
mientras te observo, trato de apaciguarte, de velarte
entre mis facciones ponzoñosas, ásperas como líquidos
y flores sin pistilos en nuevos surcos, nuevas botellas carmines,
y cuerpos y corchos pintados, lanzados con apremio
llamativos paraguas se perfilan en el horizonte, te veo y me allego
a tu lado, mujer de pinturas, y brochas, tratando de fijar tu punto,
tu lugar exacto en el mapa y los cinturones que contornan tu mitad,
tu silencioso pintar en destonos, en tormenta, en atiborrados baldes sin óleo
tú pintora y entrañable y suspicaz mediante relojes y astrolabios
intentando fraguar un objeto, un lienzo, algún bosquejo
en el cual alimentarnos de coincidencias, de tramos y huellas,
y caminos y circunferencias que se cruzan, y descruzan, alineándose,
modelando nuestro camino, nuestro triunfo de la nada,
de la intermitencia de tus labios, tus ojos contenidos,
y tu sonrisa que aparece ahí, en lo salvaje,
entre las sábanas, ya aguadas de movimiento, de lenguas y frases
que disparan y se atochan entre cuerdas y violines silentes,
tartamudos de las mismas figuras y trabalenguas,
y papeles de inmigración que disparan sus notas de alejamiento,
telegramas inconclusos y correos electrónicos con poemas que hieren,
escupen sobre mi cara arropada de vestigios y muebles desaparecidos,
y cuentas inexistentes, mientras los paraguas se aglomeran,
a la espera de la última estrofa, del último pincelazo,
del último arrebato e insulto, mientras amarillos caballeros
marchan por murallas, tras los últimos trastos de mí
mientras nada ocurre
y las frases se agolpan, se intervienen,
punzan mis alicaídas cavilaciones,
mientras la pequeña luz intenta un círculo, una nota de lluvia
mientras tanto, caen las estrellas por la calzada de ladrillos
y escucho los últimos racimos de mi correo,
y escucho el tic-tac de mis cavilaciones,
a medida que mis huesos se agrandan, y mis ojos ya no pintan
sino que ven el subway, las lámparas que descuelgan y gimen
y ladran entre papeles de oficina, y salones de clases inentendibles,
y el payaso que se enfrenta a realizar su cátedra monolingüe,
ante cabecitas amarillas mirándole, saludándole en su jerga de idiotas,
de testarudos sin fin y publicidad
un día húmedo en Filadelfia, en la urbe, en la palabra incontrolada,
testaruda, mientras me canso de hablar, de parlotear en otras lenguas
y refranes e historias sin argumentos ni chiste, sin la menor pausa de ajuste,
sin la menor intriga, fantasmas desahuciados, llantos de cables,
vidrios almendrados, y generaciones de idiotas mirando por la pantalla,
por los puertos de agua dulce.
|