Comprometiendo su poesía en uno de los temas -las torturas
y desapariciones sucedidas durante la dictadura chilena- que bien
pueden hacer que la mejor intención se convierta en un pobre
e irrespetuoso ejercicio literario, Raúl Zurita (Santiago
de Chile, 1950) saca la pesada herencia poética
de su país de los almanaques profesorales para devolvérsela
al inmediato interés público. Al mismo tiempo, «INRI»
no es un limitado corolario político a la barbarie, sino una
honda reflexión acerca de cómo recobrar para el ánimo
y para la mirada un país, cualquier país, tras el paso
criminal de un Estado que pretendió suprimir a muchos de sus
habitantes.
El telurismo de dos de los llamados volcanes de la poesía
chilena, Gabriela Mistral y Neruda, se transforma aquí en vivencia
panteísta y animista teñida de un pretextual cristianismo
que recordará al primer Lorca de «Libro de poemas»
en su utilización sostenida de símbolos naturales que
remiten a los misterios cristianos. El telurismo de Zurita se fija
antes en el cielo: así, uno de los mayores méritos del
libro es comenzar ex abrupto con una enigmática lluvia de carne,
que el lector acabará identificando con los funestos vuelos
de la muerte («Sorprendentes carnadas llueven del cielo / Sorprendentes
carnadas sobre el mar»), tras lo cual se sentirá cerca
de aquel primer desconcierto de la sociedad bienpensante ante lo que
sucedía.
La alegoría descubre el territorio nacional como una cruz
y ahora gigantesco cementerio, que, lejos de repudiar, los chilenos
deben asumir como lugar de resurrección para el aniquilado
cuerpo social: «Hablamos, dicen, de una patria nueva, de un
/ amor nuevo que no estaba contemplado» (página 59).
Las flores en el desierto, la cordillera a la que muchos fueron arrojados
y las arremetidas del mar señalan votivamente la memoria de
los muertos en la mirada de esa madre, Viviana, que intenta sobrevivir
a su país tras la desaparición del hijo. Entonces «una
flor es un rostro en la / soledad del desierto como un rostro es una
flor / en la soledad de las cosas» (página 101). Los
poemas se reparten en bloques alrededor de obsesivas letanías
con escasas variaciones, en las que todo el significado se crea alrededor
del sonido, impidiendo visualizar esos mismos espacios naturales:
porque «les sacaron los ojos ¿sabías? Les arrancaron
los / ojos de las cuencas. Por eso en estos poemas / nadie ve, sólo
oye» (página 101). Estremece una súbita página
93 en blanco, que acabamos descubriendo como un poema troquelado en
el alfabeto Braille.