QUE
RENAZCA LA MUERTA POESÍA
Raúl Zurita
De
"Los Poemas Muertos", Editorial Libros del Umbral, México
DF, 2006
Así
ellos celebraban las exequias
de Héctor, domador de caballos.
Es el final de la Ilíada. y el comienzo de lo que denominamos
historia. Si ese final es conmocionante lo es, sobretodo, porque nos
dice que la historia a la cual de una u otra forma nosotros también
pertenecemos se inicia con un funeral. Lo otro que nos muestra esas
exequias es que somos tan descendientes de Homero como los griegos
o los latinos, y que la consecuencia de ello es también una
imagen absoluta, quizás la más absolutamente concreta
del presente: el ser humano, tal como hoy lo entendemos, es un fantasma:
es el fantasma que se levantó desde las cenizas del troyano
Héctor.
Es el tema pendiente que nos dejan 2800 años de escritura y
su actual colapso. Lo que nos muestra Homero (pero también
los otros grandes poemas arcaicos: la poesía testamentaria,
el Mahabharata y el Ramayana hindú, los antiguos
poemas náhuatl) es una concretud, una inmediatez increíble
donde la voz y lo que ella nombra parecieran ser exactamente una sola
cosa. También están los versos fatales del inicio: "Canta,
oh diosa, la ira del pélida Aquiles". Estos poemas
nos han transmitido así palabras, frases tan dramáticas,
sobrecogedoras y rotundas, que es como si incluso la divinidad (o
la idea que está detrás de ese nombre) surgiese de ellas,
fuese creada por esas palabras. Es como si efectivamente aquello que
llegó incluso a denominarse Dios naciera de la plenitud de
esos versos, de esos sonidos que desde un tiempo remoto erigieron
las portentosas imágenes de lo sagrado como un consuelo, pero
más posiblemente como una maldición.
En rigor, es la apabullante concreción de esos primeros poemas
la que nos hace sentir el poder germinal de las palabras. Martín
Buber afirma en su Moisés que en la antigua tradición
hebrea la palabra Javeh, que indica al Dios sin nombre, es sólo
la presentación fónica de un estertor, de una brusca
exhalación de aire que, por el solo hecho de estar invocando
lo inenarrable, adquiere la vastedad de la respiración sagrada.
Si realizásemos la tarea imposible de sacar al Dios sin nombre
de la gran poesía testamentaria, desde el Génesis
hasta los Salmos, sólo nos quedaría el jadeo
humano: la maravilla del encuentro y de la promesa, la traición,
los celos, el castigo, la maravilla de la nueva reconciliación
y de la nueva promesa y luego, sucesivamente, la nueva traición,
los nuevos celos, el nuevo castigo y el nuevo reencuentro y así
hasta el fin del lenguaje. El Dios bíblico pareciera haber
emergido del jadeo humano, de la sucesión interminable de sus
abrazos, traiciones, castigos y reencuentros. Es un Dios jadeante
porque las vidas humanas lo son. O bien, los hombres en sus vidas
van repitiendo el jadeo de Dios. Eso es estar hechos a su imagen y
semejanza.
La imagen de la Poesía y del poema se muestra entonces como
el corolario estremecido de un estertor y de un gemido traspasado
al mundo en las palabras finales de un calvario. A igual que el verso
final de la Iliada, el "Padre, Padre, por qué me
has abandonado" consuma una condena que también parece
nacer del abismo de su mismo grito. Serán en todo caso las
lenguas de los hombres, más que sus acciones, las que deberán
cargar con la culpa esa violencia (el pintor Francis Bacon no veía
en la cruz nada que no fuera un simple imagen más de esa violencia,
de lo que unos hombres le pueden hacer a otros hombres) como si en
el aliento y en el ronquido de las palabras, incluso antes de que
los hombres las hablaran, estuviese ya grabado el destino de una redención
perpetuamente cancelada.
En esta época las que nos ha enfrentado con el cataclismo de
esa condena primigenia: las lenguas humanas serán capaces de
nombrar el amor, pero sobretodo deberán nombrar los crímenes,
y la expresión máxima del cumplimiento de esas sentencias
es nuestro tiempo. Nacimos en un siglo que alcanzó el non plus
ultra del horror, de la crueldad y del genocidio, y que sólo
en el lapso que comprende las dos guerras mundiales, o sea en menos
de cuarenta años, costó en Europa 60 millones de muertos
con toda su secuela de desplazados, mutilados y psicóticos,
y que continuó perpetuándose en las dictaduras latinoamericanas,
en Ruanda, en Agfanistán, en Irak. En suma, es toda la portentosidad
de la muerte la que no podía sino erigir la visión de
un derrumbe que, primero que todo, es el derrumbe de las palabras.
A cambio de poder nombrar el mundo, ellas debieron primero expresar
la tragedia.
Es lo que estaba también ya contenido en el "Canta,
oh diosa, la furia del pélida Aquiles" con que comienza
la Iliada y la poesía contemporánea. Lo que ese
verso nos muestra es que los sentimientos humanos son anteriores a
los hombres: que la ira de Aquiles precede a Aquiles y que ese fantasma
que se levantó desde las cenizas de Héctor, domador
de caballos, nació únicamente porque debía haber
algo que pudiese habitar la sacralidad, ritualística, devoradora,
omnipresente, de emociones que las palabras ya no pueden contener
porque tampoco pueden expresar la furia que las destruye. Pero eso
también ya estaba predicho en el verso inicial de la ira de
Aquiles. Lo que él nos anunciaba es que la ira de Aquiles que
mata a Héctor y que se perpetúa en lo humano, se volvería
finalmente contra las mismas palabras que la nombran.
Es ese largo periplo que va desde el Cuéntame, oh musa,
la historia del hombre de muchos senderos (Homero) y el león
pacerá con el cordero y un niño pequeño los cuidará
(Isaías) nadie, ni entre los dioses ni entre los efímeros
mortales es capaz de rehuirte (Sófocles) yo nunca estuve en
Troya fue sólo mi sombra (Eurípides) porque en el río
del alma las victorias del espíritu son los baños sagrados,
la verdad sus aguas, la posesión de sí sus orillas y
la ternura sus olas (Mahabartta) no apagaran el amor ni las muchas
aguas ni los ríos (Cantar de los cantares) al poseerse los
amantes dudan (Lucrecio) te amo y te odio (Cátulo) la gloria
de Aquel que todo mueve por el universo penetra y resplandece (Dante)
ni el mármol ni los dorados monumentos de los príncipes
sobrevivirá a esta rima poderosa (Shakespeare) el canto de
los cielos, la marcha de los pueblos (Rimbaud), hasta Metrogas:
calor humano, calor natural. Desde Y a "No mi pueblo"
la llamaré "Tú eres mi pueblo" de Oseas,
hasta United color of Benetton, desde Nombraré de
nuevo entonces a las colinas y los ríos de Jeremías,
hasta Vive el chispeante mundo (Seven Up). Esta es la agonía:
ninguna palabra dice lo que dice, ninguna palabra nombra lo que nombra.
El tiempo al que asistimos es aquel donde las palabras mueren y la
forma que ha tomado esa muerte es la publicidad, su omipresenecia,
su absolutismo. El famoso "Dios ha muerto" de Nietzsche
representa así, más que una sentencia o el final de
una teodicea, la intuición grandiosa y apocalíptica
del derrumbe de las lenguas humanas. Las exequias de Héctor
efectivamente están concluyendo, pero están concluyendo
con otro funeral: el del lenguaje.
Hablamos así en medio de idiomas colapsados, de palabras cuyos
significados agonizan porque a ellas mismas les es imposible contener
más locura y violencia que ella con que ya las ha cargado la
historia. El derrumbe del lenguaje y de las lenguas es el fracaso
de nuestra unión con lo que se nombra, o lo que es lo mismo,
es el fracaso infernal del amor. Porque sea lo que sea que estos sonidos,
que estos hálitos nombren, el solo hecho de decir es estar
diciendo que no somos uno sino un cosmos. Que en ese diálogo
total de todas las cosas con todas las cosas, de los paisajes con
los hombres, de las generaciones que nos antecedieron con las que
emergían, estaba contenida también la posibilidad de
levantar una vida nueva. De reconstruir un paraíso perdido
que sobre todo era una disposición, una acogida de lo otro
y del mundo y que fue posiblemente el origen de todo mito y más
tarde el origen de la poesía.
Tal vez no pueda expresarlo, pero ha llegado a creer que Sófocles
escribió Antígona sólo para que ninguna
otra mujer tuviera que inmolarse desgarrada entre las leyes y la piedad,
que para que nadie más tuviera que morir por amor es que fue
escrito el Romeo y Julieta y ese testamento inconsolable que
se llama Ana Karenina. Todos los grandes poemas entonces, desde
las primeras epopeyas hasta los estremecidos versos de la Carta
a Telémaco de Joseph Brodsky, perfectamente pueden ser
leídos como el intento más extremo y desesperado por
erigir desde este lado del mundo, desde el rostro martillado de lo
humano, una misericordia sin fin que nos preserve de los sufrimientos
que esos poemas narran. No ha sido así, y la agonía
del lenguaje carga también con la sentencia de esta derrota.
De allí esa descompensación radical, esa sensación
cada vez más común de estar alcanzando con los avances
técnicos el umbral de un poder omnímodo y al mismo tiempo
el umbral del vacío. Alguno de los grandes poetas del último
tiempo: Rilke, Marina Tsvetaieva, Ungaretti, Seferis, Celan, Vallejo,
presintieron la muerte de las lenguas, ese cáncer de las palabras
que les va socavando sus significados y que se hace sentir primero,
casi como si fuera una venganza, en los sitios y naciones aparentemente
más favorecidas; en las sociedades desarrolladas, en las opulentas
clases altas de nuestros países todavía pobres, en los
escenarios de la política, en los Parlamentos, en las presentaciones
de libros, en los grandes cónclaves. Es como si la misma vacuidad
de este tiempo quisiera decirnos que las lenguas mueren porque las
palabras no son ya capaces de evocar la arrasadora plenitud del otro;
su misericordia y su incomprensible dureza, su oscuridad y su fulgor.
Abandonados así a los últimos espasmos del lenguaje,
levantamos mundos ciegos, escenarios vacíos y parodias de plenitud
donde lo que está en juego no es nuestra sobrevivencia, sino
la posibilidad de un nuevo nacimiento. Porque sí, se puede
sobrevivir a la muerte y una tierra en extremo poblada estará
siempre allí para mostrarnos que se sobrevive permanentemente,
que se sobrevive como género, como especie, como colectivo.
Pero el lenguaje que nos dio el a veces aterrador concepto de persona,
que fue capaz de unir en una sola imagen el crimen imperdonable y
la infinita piedad, que escribió las bienaventuranzas y la
quebrada ternura de los poemas de Vallejo; ese lenguaje está
a punto de morir e irremediablemente habremos de apagarnos con sus
últimos estertores.
Sin embargo estas mismas imágenes estaban contenidas en los
versos iniciales de la Iliada y, más allá de
todo, es una tierra desolada la que pareciera obligarnos a repetirlas
una y otra vez. Les corresponderá a los nuevos poetas levantar
desde allí, desde esa locura de los hombres del poema homérico,
los contornos de otra belleza. Si no es ya demasiado tarde serán
ellos, los nuevos Homero y Miguel Ángel de este tercer mundo,
quienes deberán enfrentar las tareas de un trabajo gigantesco
y desmesurado: inscribir sobre el cielo, sobre la tierra, sobre los
desiertos, una nueva y arrasadora compasión, una ternura incolmable
por cada átomo, por cada mirada, por cada aliento de la vida,
que nos lleve a contemplar de nuevo, como si nos levantáramos
por primera vez, la reconquistada diafanidad del mundo. Sin saber
bien cómo en un poema traté -dudosa, precariamente-
de imaginarme al menos algo de esa diafanidad. Era la visión
del océano Pacífico ascendiendo sobre el cielo. Imagino
que lo recordé ahora porque deseo creer que si esa nueva compasión
adviene, que si esa piedad por el mundo tendrá un lugar, será
también la compasión de estos paisajes, de estas cordilleras
y de estas largas llanuras, de los ríos, de las playas, de
todo lo que es, elevándose a los cielos por el amor nuestro.
Es el amor que imagino. El papel entonces del poeta contemporáneo
es cargar con sus poemas muertos hasta las orillas de una playa que
tal vez esté o no esté, para que crucen desde allí
o no crucen el infierno de lo inexpresable, y emerjan o no emerjan
en las orillas de un nuevo Purgatorio que, como en Dante, tendrá
grabadas de nuevo las primeras palabras: "Que renazca la muerta
poesía". Si se puede hablar entonces de una tarea de la
poesía -si es todavía posible decir eso- esa tarea es
la de cruzar su propia muerte para que las palabras puedan otra vez
evocar y hacer cotidiana la concretud a veces terrible de la existencia.
Esa fue la estremecedora plenitud de Sófocles y Esquilo, de
los antiguos profetas, de las elegías que nos han legado los
poemas náhuatl. Casi tres milenios más tarde, en una
de sus poesías más extraordinarias: "España,
aparta de mí este cáliz", Vallejo vio en la letra,
es decir, en los átomos indivisibles de las palabras, el origen
de la pena. Él pensaba en el castellano y en la destrucción
que significó su imposición en este continente. En realidad,
todas las lenguas han nacido de una destrucción y de una muerte
y de allí para adelante la tarea del arte era levantar una
nueva tierra frente a lo destruido. Es en eso en lo que reside su
radicalidad y su fracaso y es en eso donde radica también la
radicalidad y la redención de la poesía.
Porque la muerte del lenguaje es también lo único que
nos puede dibujar la epifanía de un posible nuevo Nuevo Mundo.
Nuestros poemas muertos no dicen nada fuera del peso de sus bultos
sobre nuestras espaldas, fuera de los contornos ciegos de los sacos
que contienen sus despojos. Nuevamente entonces, como los héroes
que desde los muros iba describiendo Helena, más allá
de cualquier celebridad o reconocimiento que esos despojos aún
provoquen a su paso, sólo nos fue dado dejarlos en las orillas
de un mar casi impensable mientras detrás siguen las mismas
murallas redondas, la misma ciudadela eternamente sitiada. De tanto
en tanto ciertos gemidos, ciertos gritos a la vez heroicos y desgarrados
parecieran indicarnos que a pesar de todo, de la herida y de la miseria,
efectivamente está esa orilla y ese mar. He soñado entonces
con unos bultos que poco a poco van recogiendo las olas de un Egeo
nuevo e inimaginable, mientras en la playa una infinidad vuelven otra
vez los ojos hacia alto y ven cientos de aviones escribiendo en el
cielo los mismos versos que narraron a un Héctor que moría,
a una Helena insultándose a sí misma, a una Beatriz
entrevista en un puente, pero que esos rostros y esos relatos eran
también las infinitas caras del amor negado de nuestro presente.
Me he imaginado incluso que ese cielo es este mismo cielo: el de nuestra
vastedad americana, y que tocados por la agonía del lenguaje,
volvemos sin embargo a escuchar los sonidos de todas las lenguas resurrectas,
es decir, volvemos a escuchar el pulso de un canto inabarcable.
Quizás algún día otros se pregunten por este
tiempo y nosotros volvamos a ver a través de sus ojos la época
en que nos toco vivir, su pulsión de muerte, su amor sofocado.
Pero quizás para entonces los poemas ya no sean necesarios.
No me es posible avanzar mucho más y la imagen, reitero, sólo
le puede pertenecer al desvarío: me ha parecido ver miles y
miles de sacos que avanzan flotando sobre las olas de un mar muerto
que los lleva. Sí, es eso, tuvimos que soportar el escupo de
los viejos poetas en la boca justo cuando cerrábamos los ojos
esperando su beso. Clavado por ese escupo, quise imaginarme no obstante
el torrente de las lenguas revividas y que allí, en medio de
ellas, barridos por la fuerza de esos hálitos, de esos estertores
y palabras, otros hombres se agachaban recogiendo en una playa irreconocible
unos bultos arrojados por las rompientes. Más allá,
decía, hay otro comienzo: una pálida imagen del amor
y de las estrellas.